Desde Río de Janeiro
Llegó el horario determinado por el juez Sergio Moro para que el ex presidente Lula da Silva se presentase en la sede de la Policía Federal en Curitiba –cinco de la tarde de ayer–, y nada.
La opción natural sería que entonces lo buscasen en la sede del Sindicato de Metalúrgicos en San Bernardo do Campo, en el cinturón industrial de San Pablo, donde Lula está desde las siete de la noche del jueves, luego que de manera absolutamente sorpresiva el juez Sergio Moro, en otra ruptura legal, determinase su prisión inmediata.
Pero, al final, nada de lo previsto ocurrió: ni Lula se presentó ni la Policía Federal lo buscó. Con miles de personas alrededor del edificio, una acción de los policiales podría tener consecuencias catastróficas.
Lo ocurrido ayer es bastante simbólico del ambiente en que Brasil ingresó desde la extemporánea decisión del juez Sergio Moro: todo pasa a ser absolutamente imprevisible.
Esa imprevisibilidad será, a partir de ahora, la tónica dominante en el país. Más allá de lo que efectivamente ocurra con Lula da Silva, quedó clara la inconstancia jurídica que alcanza, o mejor dicho, tiene su epicentro en la corte suprema de la nación, cuya presidenta, Carmen Lúcia Antunes, no tiene la menor preocupación en siquiera intentar disfrazar sus maniobras claramente destinadas a perjudicar al ex presidente.
También queda evidente que el ambiente político está definitivamente contaminado, en un año electoral muy conturbado. Sin Lula, aumenta de manera exponencial la posibilidad de que entre abstenciones, votos nulos y votos en blanco, se supere el total del eventual ganador, haciendo con que su gobierno pierda legitimidad antes aún de empezar.
La impunidad olímpica con que actuó al menos desde 2015 el juez de primera instancia Sergio Moro, conduciendo un juicio de manera totalmente arbitraria y atropellando reglas básicas de cualquier conducta mínimamente íntegra, todo eso frente a la omisión cobarde de las instancias superiores, abrió espacios amplios y peligrosos para que por todo el país se repitiesen tribunales de excepción. Lo mismo con relación a las acciones de la Policía Federal, que a nombre de una supuesta autonomía pasó a actuar de manera absolutamente indiscriminada, sin límites ni reglas.
A todo eso deben sumarse dos fuertes fuentes de imprevisibilidad: una, la actuación descontrolada y muchas veces inmoral de los grandes conglomerados de comunicación, que manipulan mientras incomunican, creando de esa manera una clase media cada vez más idiotizada –y, como reflejo, exacerbando ánimos al extremo– ha sido pieza fundamental para que sean imprevisibles sus próximos pasos.
La otra es lo que ocurre en la economía, o más precisamente lo que quedará de la alta velocidad con que el gobierno ilegítimo de Michel Temer destroza el patrimonio nacional.
Para completar un cuadro abrumador, los militares vuelven a marcar posición. Y los antecedentes, como conocemos todos los que vivimos en las comarcas de esta nuestra pobre América, indican que cuándo los cuarteles empiezan a hablar por encima del tono recomendado, nos llevan, o deberían llevar, a niveles elevados de preocupación y temor.
El gobierno corrupto y plagado de bucaneros, encabezado por un pigmeo ético llamado Michel Temer, no es exactamente débil: es anémico. No tiene ni una gota de respeto popular, ni vestigio de legitimidad, ni pimienta de poder efectivo. Es un balcón de compra y venta, actuando junto al Congreso de peor nivel ético, intelectual, político y moral de las últimas muchísimas décadas.
Hay un vacío de poder, hay desvaríos judiciales, el más popular líder político tiene su futuro inmediato nebuloso, luego de un juicio arbitrario en que no surgió ni una miserable prueba en su contra. Los medios hegemónicos de comunicación siguen ennegreciendo su imagen con manipulaciones indecentes, lo que no hace más que fortalecer a los crecientes contingentes de simpatizantes que, pese a todo, Lula mantiene.
La economía, que apenas empezaba a dar muestras de respirar sin aparatos, puede estancar o volver a caminar hacia atrás.
El desempleo, que alcanza a poco más de trece millones de brasileños –cuatro veces la población de Uruguay, poco más que una Cuba entera, cuatro veces Grecia, cuatro veces Portugal–, no cede, pese al discurso tan optimista como mentiroso de un gobierno que miente como quien respira, es otra fuente de tensión permanente.
Tan, pero tan imprevisible se transformó mi país, que ya no se trata de intentar prever cómo será mañana.
La pregunta ahora es otra: ¿habrá mañana?