La teoría política sostiene que la existencia de todo Estado moderno descansa en su capacidad para organizar y ejercer dos funciones esenciales: el monopolio de la violencia legítima y el monopolio de la actividad impositiva. El primero de ellos, según Max Weber (1864-1920), ocurre cuando una entidad (grupo social, clase, élite) asume la tarea de fundar y mantener un orden político y logra la legitimidad social suficiente como para organizar dispositivos para el uso real o potencial de la violencia (policía y ejército, básicamente). El monopolio restante, sobre el cual teorizó Norbert Elias (1897-1990), implica la creación de una burocracia especializada en extraer recursos de la sociedad civil para financiar con ellas la actividad estatal. La forma usual de esta extracción de recursos es lo que, a grandes rasgos, se denomina “impuestos”.
Las relaciones entre ambos monopolios son muy estrechas: para funcionar de manera eficaz, el aparato represivo requiere de impuestos que lo financien, mientras que el aparato impositivo funciona porque, en última instancia, lo sostienen las instituciones represivas que garantizan que la sociedad pague sus impuestos.
Este doble pacto de legitimidad que une al Estado con la sociedad civil, lejos de ser armonioso, presenta numerosas disrupciones a lo largo de la historia, al punto que las “rebeliones fiscales” en el pasado no solo fueron motivo de revoluciones y guerras, sino también de la creación de nuevos Estados.
Es conocido el episodio del Motín del Té. En diciembre de 1773, un grupo de colonos americanos lanzó al mar un cargamento de té británico para protestar por el aumento de los aranceles que encarecían el precio de ese producto. El Parlamento británico reaccionó clausurando el puerto de Boston y sancionando una ley que reprimía severamente este tipo de actos. El Motín del Té, como se sabe, dio inicio al proceso que culminó años más tarde con la independencia de los Estados Unidos.
En cambio, respecto del Grito de Asencio -que dio inicio a la revolución en la Banda Oriental y que derivó 20 años más tarde en la creación del Estado uruguayo- muchos desconocen que fue consecuencia de una rebelión fiscal encabezado por hacendados.
En febrero de 1811, el virrey de Montevideo Francisco Javier de Elío le declaró la guerra a la Junta de Gobierno de Buenos Aires. Como ninguna guerra puede llevarse a cabo sin recursos, Elío fijó nuevos impuestos que afectó directamente a la actividad ganadera, entre ellos el pago de una contribución a cambio de regularizar el dominio de las parcelas rurales y la fijación de derechos a la exportación de cueros. La respuesta fue casi inmediata: los hacendados orientales, a las orillas del arroyo Asencio, juraron lealtad a la Junta de Buenos Aires y se levantaron en armas contra la autoridad del virrey español.
Casi al mismo tiempo aunque en esta orilla del Plata, el Triunvirato ordenó fusilar a Martín de Álzaga –comerciante vasco, ex alcalde del Cabildo y de heroica actuación durante las invasiones inglesas– y a otras 30 personas más, bajo el cargo de conspiración para derrocar al gobierno. El supuesto complot que implicaba a Álzaga surgió como la reacción de los principales comerciantes españoles ante las “Pertenencias Extrañas”, una sanción fiscal que autorizaba al gobierno a expropiarle los bienes a todo residente español sospechado de simpatizar con la causa realista.
Décadas más tarde, cuando la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires mantenían la guerra para definir la organización definitiva del país, los aranceles aduaneros y el control del puerto de Buenos Aires fueron, para la élite porteña, recursos bélicos tan o más importantes que la dudosa eficacia de sus ejércitos.
Algunas rebeliones fiscales obtienen éxito y significan la creación de un nuevo orden de cosas; mientras que otras fracasan. En uno u otro caso, parecen sucesos lejanos en el tiempo que tienen poco y nada que ver con nuestro presente. Solo lo parecen, porque existen antecedentes mucho más recientes.
Retenciones móviles
Acaba de cumplirse una década desde la última gran rebelión fiscal en Argentina, la que se conoce como “la crisis de la 125”. El 11 de marzo de 2008, ante una coyuntura excepcional de los precios mundiales, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner decidió aplicar un régimen de retenciones móviles a la exportación de las principales commodities agrícolas argentinas.
Las principales entidades empresarias del sector agropecuario respondieron con un prolongado lock out que incluía el corte de las principales rutas del país. Fue el inicio de un conflicto que atravesó y movilizó a toda la sociedad durante 129 días. El final es conocido: el 17 de julio de 2008 la “125” fue debatida y votada en el Senado y, finalmente, resultó rechazada con el voto decisivo y “no positivo” del entonces vicepresidente. Al día siguiente, CFK la dejó sin efecto.
Las retenciones a las exportaciones agrarias tienen una larga tradición en el derecho tributario argentino que se remonta al gobierno de Bartolomé Mitre. Los gobiernos conservadores de fines del siglo XIX –venerados por el liberalismo vernáculo– las mantuvieron en vigencia, como luego hicieron los gobiernos radicales, peronistas y las dictaduras cívico-militares. Por su parte, las retenciones móviles –uno de los aspectos de la 125 más resistidos por las patronales agrarias– ya estaban contemplados en la ley aduanera bonaerense de 1821, bajo la forma de “sliding scales” aplicados al trigo y a la sal extranjera.
La historia
La crisis agraria del 2008 no fue un conflicto causado por un diseño tributario defectuoso o por la extrema voracidad del gobierno, como sostenían en aquellos días los principales medios de comunicación, sino que respondió a otras cuestiones que aun hoy mantienen su vigencia y que se refieren a la percepción de la sociedad sobre (1) los modos en que el Estado debe intervenir en la economía para atender situaciones que los mercados desatienden o se desentienden, (2) sobre cómo repartir la renta agraria diferencial y (3) sobre cuáles sectores sociales deberían recaer las mayores cargas impositivas.
Hoy las retenciones al agro son parte del pasado y las que aún existen marchan hacia su pronta extinción. Las que llevaron a las corporaciones rurales a la rebelión fiscal desaparecieron del paisaje fiscal: se esfumaron hace diez años, como se esfumó el precio inédito que habían alcanzado las commodities. Sin embargo, el despegue del complejo agroexportador sigue siendo una asignatura pendiente mientras que, en el mercado doméstico, la oferta de alimentos sigue encareciéndose cada día.
Para buscar novedades, o para explicar el presente, no existe mejor lugar que la Historia.
* Politólogo. Autor de Hacienda y Nación. Una historia fiscal y financiera de la Argentina (Eudeba).