Lula no se pegó un tiro como Getúlio Vargas y Salvador Allende. Por eso el discurso que pronunció antes de ir preso tuvo más de mandato hacia los demás y hacia sí mismo que de legado. Es lo que puede interpretarse de la frase que citó, recogida alguna vez de una mujer sin nombre: “Podrán matar una, dos o cien rosas, pero jamás conseguirán detener la llegada de la primavera”.
El punto clave no es solo qué dijo. Es también dónde lo dijo: en el sindicato de los metalúrgicos del ABC, que tiene sede en Sao Bernardo do Campo, en el cordón obrero de San Pablo. Ese lugar donde durmió las últimas dos noches antes de ir a la cárcel es la casa política de Lula. Su identidad más fuerte.
“Aquí aprendí Sociología, Economía, Física, Química, y aquí aprendí a hacer política con miles de profesores, mis compañeros del sindicato”, dijo el tornero mecánico que en 1975, a los 30 años, ya lideraba a los obreros de las automotrices.
“No voy a parar porque no solo soy un ser humano, soy una idea”, dijo antes de bajar del escenario y ser llevado en andas.
Como es un líder político y no un mesías, Lula está repartiendo la herencia en vida.