Cuando a mediados del siglo XIX Juan Bautista Alberdi escribe "Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina" estaba capturado por una esencial obsesión: Garantizar que ese canónico texto que a la postre resultaría tan influyente tuviese el sello infaltable de la originalidad.

Abastecido por el romanticismo, como alimento filosófico de las naciones en formación; y por el historicismo como teoría por la cual no hay ingreso al progreso universal sin una adecuada encarnación local, Alberdi estaba plenamente convencido de que sin un afinado diagnóstico de la temperatura socio‑cultural de su época cualquier diagrama constitucional estaba condenado irreversiblemente al fracaso. Por lo demás conocía en detalle las obras de Friedrich Karl Von Savigny y Eugenio Lerminier, quienes en polémica con el formalismo jurídico de los contractualistas y la vocación codificadora de la experiencia napoleónica consideraban que una norma fructífera debía rehuir tanto el universalismo hueco como el desprecio por la incidencia institucional de las costumbres.

El tucumano era dentro de la llamada Generación del 37 el más avocado a darle solución al ardiente problema de la falta de una Ley Fundamental. Ya la Asamblea del año XIII se había rehusado a abordar esa carencia y Juan Manuel de Rosas había abandonado el compromiso asumido en el Pacto Federal de 1831 con el argumento entre atendible y sospechoso de que en el contexto de una guerra civil y agresiones colonialistas diseñar constituciones era entre utópico y riesgoso.

Sin embargo, la mirada alberdiana no estaba principalmente colocada en tan desalentadores antecedentes, sino en los naufragios políticos de 1819 y 1826, comandados ambos por la figura de Bernardino Rivadavia. Ambas fallidas intentonas habían ocasionado episodios por demás traumáticos (la Anarquía del Año 20 y la renuncia a la Presidencia del propio Rivadavia); habiendo tenido como denominador común una supina desubicación iluminista respecto al suelo social realmente existente sobre el cual debía plasmarse el edificio constitucional.

Para ser más precisos, los unitarios porteños habían a todas luces subestimado la densidad del conflicto que atravesaba toda la América durante la pos‑independencia, pretendiendo que el orden político en construcción podía centralizar decisiones ignorando el impetuoso impulso de las regiones y el federalismo. Esa miopía quedó patentizada en los dos textos finalmente rechazados, pues allí se establecía que los gobernadores de provincia serían directamente designados por el Poder Ejecutivo Nacional y no por la soberanía popular de cada una de las jurisdicciones. Una explosiva combinación de impericia e impotencia eyectó a ambas aventuras a un estruendoso precipicio.

Pues bien, esa afanosa búsqueda de la originalidad encuentra en "Las Bases" dos manifestaciones sustanciales. La primera, queda dicho, alumbrar un equilibrio entre un estado que debe contar con suficientes atribuciones para cohesionar un cuerpo nacional aún balbuceante, y una participación bien calibrada de las provincias en torno a su vocación por el autogobierno. Y la segunda, que nos convoca aquí especialmente, darle al gobernante adecuadas herramientas normativas para subsanar la principal afección de nuestros países.

Y en este aspecto Alberdi es extremadamente enfático, ya que para ingresar en el paraíso civilizatorio que la modernidad auguraba la Argentina debía poner como eje fundamental de su próspero futuro el desarrollo económico. Ese destino venturoso requería por tanto de dos bastiones insoslayables. Una población numerosa y laboriosa proveniente de países sajones adiestrados en el progreso y una fuerte inyección de capitales para extender una eficaz infraestructura y apuntalar el despegue agropecuario.

El punto en el que vale detenerse no obstante, es que para Alberdi esa épica del capitalismo pujante reclamaba una inédita axiología nacional, empantanada hasta allí en la exaltación de las virtudes del guerrero de la independencia. Los héroes de la espada eran por supuesto personajes estimables, pero su duradera injerencia simbólica entorpecía las nuevas exigencias de la hora. Concretada la emancipación, Europa ya no era un obstáculo sino una amiga; y con un desierto a transformar los próceres ya no debían ser los del campo de batalla sino los emprendedores de la fábrica y el arado.

Ya se atisba entonces en estas reflexiones una deconstrucción mítica que Alberdi profundizó primero en su libro "El crimen de la guerra" y más tarde en su artículo "Belgrano y sus historiadores". Y que alcanza su punto máximo de intensidad y audacia cuando resulta vapuleada la mismísima figura del General don José de San Martín. Por cierto que a esta altura había ingresado al espacio de las querellas políticas la Guerra del Paraguay y su obcecado mentor, Bartolomé Mitre; respecto del cual el tucumano tenía la más demoledora de las opiniones. En ese entramado de circunstancias se condensaba todo, siendo además que el fundador del diario "La Nación" entre 1857 y 1869 había publicados dos obras fundamentales ("Belgrano y la independencia Argentina" y "San Martin y la emancipación sudamericana"), en las cuales se fijaba con nitidez al procerato célebre de la patria.

Pues bien, en dichos textos Alberdi hace gala de su creciente liberalismo económico, postulando que la mejor forma de concluir con las guerras era derribando cualquier atisbo de proteccionismo industrial y comercial. Pero se esmera además en denunciar cuan desacertadas eran las loas proferidas respecto del fundador del Regimiento de Granaderos a Caballo. La batalla de San Lorenzo fue apenas una escaramuza llega a decir y, aquí va la estocada más fuerte, por exclusiva responsabilidad de San Martín la ahora finalmente estructurada nación Argentina había perdido los territorios del Alto Perú. La determinación primero de emprender el cruce de Los Andes para liberar Chile, y después preferir la vía marítima para avanzar sobre Lima habían favorecido la consolidación realista en lo que en la actualidad es la República Hermana de Bolivia.

Es muy llamativo este aspecto, pues Alberdi, quien no tenía ninguna simpatía por Bernardino Rivadavia, comparte con él sus críticas contra el Padre de la Patria. Rivadavia le reclama a su turno a San Martín lo mismo que Carlos María de Alvear y Juan Martín de Pueyrredón: colocar su ascendiente y energía militar para combatir al federalismo (en cabeza de José Gervasio Artigas) y abandonar sus desmesuradas pretensiones de liberación continental.

El caso del hombre nacido en Yapeyú es perturbador y paradójico, pues se lo considera egregio progenitor de una nación que él no tenía la menor intención de cristalizar. De otra manera. San Martín tenía con Bolívar una diferencia y una coincidencia. La diferencia era que el primero era monárquico y el segundo republicano; y la coincidencia era que ambos pensaban en términos de Patria Grande despreciando el mapa fragmentado de naciones que se terminó finalmente desplegando.

Esta sucinta crónica parece pertinente luego del reciente comentario del Presidente Macri ante un grupo de Granaderos respecto del vínculo entre Bernardino Rivadavia y José de San Martín. Según el Primer Mandatario, recordemos, el famoso unitario habría sido en el artífice del honorífico retorno al país de los restos del insigne Libertador; estableciendo así una narrativa que es desacertada por una doble vía. Rivadavia muere en 1845 y San Martín en 1850, y por si esto fuese poco, el trato entre ambos siempre había sido pésimo.

Este acto de estrepitosa ignorancia protagonizado por Macri motivó cierto tipo de repulsa que suele descargarse sobre él; la que lo considera un estadista improvisado, un hombre de negocios poco ilustrado, un político de retórica escueta y preparación cultural insuficiente. Esos comentarios insidiosos son en parte certeros, pero su interés político es nimio. Macri es sin dudas un dirigente de erudición escasa y parlamento raquítico, pero exhibe otras astucias que corresponde ponderar debidamente. Desde ya las que le permitieron triunfar en dos elecciones nacionales, pero además por ejemplo aquella que lo conduce ahora a incorporar la cuestión femenina con eje en la apertura del debate sobre la despenalización del aborto. Reorganiza así la agenda política en momentos de apremio, incomoda al Papa y a Cristina, y afloja su perfil más nítidamente derechista. Por lo demás, esas precariedades que suelen señalarse en el Pro son para ese sector programáticas. Frente a la argumentada ideologización del kirchnerismo Cambiemos prefiere el pensamiento simple del hombre común. Una antiépica del político sencillo pero eficiente.

Estos desatinos historiográficos tienen no obstante una dimensión más interesante, y que se entroncan con una de las rarezas culturales más salientes de este gobierno: producir billetes con animales y sin próceres. Superficie aún más útil que calles y estatuas para enaltecer linajes, esos papeles de circulación masiva habilitan una pregunta de intrincada respuesta. ¿Reside allí el hábil intento de una fuerza política que al presentarse como fundacional busca suturar anacrónicos desgarramientos? ¿O es esa sutil despolitización del pasado un atajo simbólico para consentir privilegios del presente? ¿Es una meditada operación intelectual destinada a imaginar una nación ahora felizmente reconciliada? ¿O es una muestra del desconcierto de un grupo político al que cualquier pergamino historiográfico le resulta incómodo o inconveniente? En definitiva ¿estos vacíos de historicidad (donde ahora cae en desgracia ni más ni menos que Don José de San Martín) son un síntoma de flaqueza o de potencia?

Enigmas de esta desagradable pero apasionante época que atraviesa la Argentina.