La deuda literaria con Ernest Hemingway ha sido saldada a más de 90 años de la publicación de In Our Time (1925), su primer libro de cuentos, un clásico que renovó la tradición narrativa del siglo XX. Cuesta creer que recién se publique la primera edición en español de En nuestro tiempo (Lumen), con traducción de Rolando Costa Picazo y prólogo de Ricardo Piglia (1941-2017). Quizá la extrañeza la genera el hecho de que hay al menos ocho cuentos del libro protagonizados por Nick Adams –esa especie de alter ego del escritor norteamericano, un personaje imperecedero de la literatura universal– que los lectores del Premio Nobel de Literatura ya conocían porque fueron recopilados y traducidos posteriormente en otras obras que giraban en torno del planeta “Nick Adams”. Como sucede con “Campamento indio”, el segundo texto de esta colección de relatos que respeta el orden del original, donde vida y muerte, el complicado parto de una mujer que lleva dos días intentando dar a luz y el suicidio de un indio, presuntamente el padre del bebé, preludian el máximo refinamiento del no decir, de insinuar más que afirmar, de omitir más que explicar, de no aclarar aquello que ignoran los personajes.
En el prólogo de En nuestro tiempo, que incluye 16 cuentos, Piglia plantea que el libro postula una “nueva poética literaria”, como lo advirtió Ezra Pound: “Hemingway no se ha pasado la vida escribiendo ensayos de un esnobismo anémico, pero comprendió enseguida que Ulises de Joyce era un fin y no un comienzo”. Piglia bosqueja una hipótesis sobre ese fin. “Joyce había escrito con todas las palabras de la lengua inglesa y había mostrado un gran virtuosismo, allí es donde Hemingway tiene una intuición esencial; no había que copiar de Joyce esa gran capacidad verbal, sino que era necesario empezar de nuevo, con un inglés coloquial, de palabras concretas, de pocas sílabas y frases cortas. Es a partir de aquí que construye un estilo de resonancias múltiples que marcó la prosa narrativa del siglo XX de Salinger a Carver. Hemingway trabajaba con los restos del lenguaje, buscaba una prosa conceptual que insinuara sin explicar, de ese modo elaboró una escritura experimental, muy conectada con las vanguardias de su época. Beckett llegaría a la misma conclusión años después: para escapar del inglés literario que Joyce había agotado, decidió cambiar de lengua y escribir en francés. Lo importante de Hemingway, y de Beckett, es que no describían lo que veían, sino que se describían a sí mismos en el acto de ver”.
Pocos escritores saben narrar las ruinas del amor como lo hace Hemingway (1899-1961) en “El fin de algo”, esa cena de ruptura entre Nick y Marjorie en la que comen sin pronunciar palabra, “observando las dos cañas y el reflejo del fuego sobre el agua”. En “El vendaval de tres días”, Nick y Bill conversan animados por el whisky –“lo que transforma a la gente en borrachos es el abrir botellas”– sobre sus padres y sobre dos escritores: G. K. Chesterton y Hugh Walpole, específicamente sobre dos de sus obras, The Flying Inn y The Dark Forest. El arte del diálogo –que fluya como el agua de un río y que pueda parecer que nada trascendental sucede, como en la vida misma– es una piedra en el zapato de muchos escritores. El autor de las novelas El viejo y el mar, ¿Por quién doblan las campanas? y Adiós a las armas parece haber nacido con una inclinación excepcional, pocas veces vista y leída, para poner a sus personajes a conversar como si estuvieran hablando enfrente de los lectores, tan cerca que se oyen con una impresión inolvidable. Tal vez uno de los cuentos más perturbadores es “Gato bajo la lluvia”, célebre porque Gabriel García Márquez lo consideraba el mejor cuento que había leído en toda su vida. ¿Qué hay detrás del deseo de esa joven norteamericana en un hotel de Italia, junto a su esposo, de tener un gatito para acariciarlo y sentirlo ronronear? Las conjeturas se podrían acumular, sin excluirse mutuamente. Acaso se deba a la insatisfacción sexual o al deseo de ser madre. Tal vez la rutina del viaje provoca saturación y la necesidad de encontrar algo distinto que la modifique, como la presencia de un gato. Lo elíptico, lo que no se revela pero está ahí, como el aire que se respira, puede resultar tan evidente que no se ve. Ni se entiende. Como si lo incomprensible fuera el desvío ineludible que se requiere para surfear la obviedad.
Piglia compró un ejemplar de In Our Time en una librería de usados en la terminal de ómnibus de Mar del Plata en 1959, leyó el libro de un tirón y reconoció la gravitación de esa lectura en su primer libro de cuentos La invasión. En el prólogo, recuerda que en uno de los relatos del libro, “Fuera de temporada”, Hemingway omite el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. “Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido”, argumentaba el autor de París era una fiesta. Ese “algo más” es como puertas que se abren al misterio de lo indecible.