Dijo Luiz Inácio Lula da Silva que la frase se la había regalado una chica de quien no recordaba el nombre. La recitó así: “Podrán matar una, dos o cien rosas, pero jamás conseguirán detener la llegada de la primavera”. El punto clave no es solo qué dijo Lula antes de aceptar la prisión. Es también dónde lo dijo: en el Sindicato de los Metalúrgicos del ABC, que tiene sede en Sao Bernardo do Campo. Pleno cordón obrero de San Pablo. Allí durmió las últimas dos noches antes de ir a la cárcel. Es la casa política de Lula. Tras la muerte de la esposa, hace un año, habría que quitarle la palabra “política” y dejarle casa. Es como su hogar, donde evita quedarse solo y refuerza el vínculo con los amigos y compañeros. La identidad más fuerte de su vida.
“Aquí aprendí Sociología, Economía, Física, Química y aquí a aprendí a hacer política con miles de profesores, mis compañeros del sindicato”, dijo el tornero mecánico que ya lideraba a los obreros de las automotrices a los 30 años, en 1975.
“No voy a parar porque no solo soy un ser humano, soy una idea”, dijo antes de bajar del escenario y ser llevado en andas.
Lula no se pegó un tiro como los presidentes populares Getúlio Vargas y Salvador Allende. Por eso el discurso antes de ir preso tuvo más de mandato, hacia los otros y hacia sí mismo, que de legado póstumo. Estaba repartiendo la herencia en vida, decidido a protagonizar en plenitud la política de su país.
Getúlio
En 1954 el presidente brasileño Getúlio Vargas había perdido todo margen de maniobra, jaqueado por los conservadores. Tomó la decisión de matarse. Antes escribió una carta-testamento. “No me acusan, me insultan; no me combaten, me calumnian y no me otorgan el derecho a defenderme”, puso el 24 de agosto sobre papel. “Necesitan sofocar mi voz e impedir mi accionar para que yo no pueda continuar defendiendo, como siempre he defendido, al pueblo y especialmente a los humildes.” En otro párrafo recordó Getúlio que quiso “lograr la libertad nacional con la potenciación de nuestras riquezas a través de Petrobrás”, y que “la creación de Electrobras fue obstaculizada hasta la locura” porque “no quieren que el trabajador sea libre” y tampoco “que el pueblo sea independiente”.
Pasaron 19 años desde ese momento y el 11 de septiembre de 1973 a las 9.20 Salvador Allende habló por la única radio que no había sido silenciada por los golpistas de Augusto Pinochet, Radio Magallanes. “Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino”, dijo en ese texto asombrosamente poético para un hombre que ya había resuelto matarse. “Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Después se pegó un tiro con el fusil que le había regalado Fidel Castro.
Guión
Al revés de Getúlio y Allende, Lula no se mató. Pero también, como ellos, pareció tener noción exacta de la intensidad histórica que pesaba sobre el día en que sería apresado y quiso dominar el guión del drama.
Desde el escenario montado para una misa en honor de su mujer miró hacia abajo, donde estaban los obreros metalúrgicos, los militantes del PT y los miembros de los movimientos Sin Tierra y Sin Techo, los mandó besos insistentemente y les aseguró que no lo hacía “con segundas intenciones”.
“Cuando fui a la presidencia les dije que al terminar regresaría de donde había venido”, dijo. “Y aquí estoy, junto a mis amigos con los que comíamos pollo con polenta, los que ocupan un campo para crear una unidad productiva y los que precisan del Estado.”
Ayer les prometió que saldría de la cárcel “más fuerte e inocente, porque fueron ellos los que cometieron un crimen”.
En Brasil los metalúrgicos son como la suma de la UOM y del Smata de la Argentina. Representan también a los obreros de las automotrices, esas plantas gigantescas de los alrededores de San Pablo. Sao Bernardo do Campo es como el cordón industrial de Córdoba pero mucho más grande.
Lula vivía en Sao Bernardo y, de acuerdo a lo prometido, volvió a su departamento el 1° de enero de 2011, después de entregarle la banda presidencial a Dilma. La parte de las viviendas abarca barrios de construcción sencilla. Son casas o edificios que fueron modernizándose y llenándose de autitos y negocios durante los años de Lula Presidente.
En agosto del 2017 el sindicato de los metalúrgicos sirvió de sede para lanzar el Instituto Marco Aurélio García, dirigido por el ex secretario general de la Presidencia Luiz Dulci, una iniciativa de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo que tiene a Lula de patrono. El título lo eligió él mismo. “Es una suerte ser el patrono en vida”, se rió. Y explicó ese mismo día que “la política y el fútbol son intensidad”. O sea: “Hay que tener la pelota, y si el contrario la tiene sacársela y conservarla, para avanzar”.
En 2002, antes de la primera vuelta que ganaría Lula en el comienzo de su consagración como presidente electo, el sindicato también era movimiento perpetuo, como suele definir Lula a la democracia. Y estaban los amigos del pollo con polenta, como Expedito Soares, abogado y ex metalúrgico de una fábrica de heladeras. Le contó entonces a PáginaI12 que Lula era un buen delantero, metedor, que antes de llamarlo Lula como el calamar, por los brazos que agarran a todos, por los bigotazos lo apodaban Taturana, “una oruga con unas espinas terribles, que quema”. Describió Soares que Lula era “un negociador habilidoso pero firme”, y que se acordaba de él en esa famosa asamblea a cielo abierto. Siguió hablando mientras los soldados le apuntaban con ametralladoras desde el cielo.
El bar del sindicato lo manejaba Luiza María de Faría. La llamaban “La Tía del Bar”. Tenía 64 años y 18 hijos de dos maridos, 14 nietos y cuatro bisnietos. Atendió a este diario en su bunker del tercer piso, rodeada de aceiteras y saleros. Luiza narró que había vivido 25 años en una favela. Su marido trabajaba para la Volkswagen y de ese modo se relacionó con los metalúrgicos. En la larga huelga de 1978, que duró más de 40 días y derivó en la prisión de Lula, guardaba documentación del sindicato en su casa. Dijo que cuando conoció a Lula se dijo: “Una madre que tiene un hijo así debe estar orgullosa, por la humanidad, por el coraje, por la sensibilidad ante la pobreza, porque para él todos son iguales”. La tía contó que todos debían lavarse el plato. Menos uno. “El resto no lo sabía, pero a Lula el plato se lo lavaba yo.”
“Tía, ¿por qué le dicen Tía?”, era la pregunta que faltaba.
Contestó la Tía sonriendo con sus ojos celestes bien grandotes: “¿Y por qué va a ser? El apodo me lo puso Lula, cuando lo visité en la cárcel”.