El reverendo de la Iglesia Bautista de los EE.UU. y Premio Nobel de la Paz Martin Luther King fue asesinado en 1968 en el Lorraine Motel, de Memphis, a las 18. Este 4 de abril se cumplieron 50 años de ese asesinato, que marcó a la humanidad. Quisieron silenciar la voz de quien defendió los derechos civiles de sus hermanos afroamericanos, frente a las injusticias y la discriminación imperante en los EE.UU., uno de los países más racistas del mundo. Hoy es necesario hacer memoria de su lucha, no violenta, en defensa de la dignidad humana amenazada por el racismo y la xenofobia persecutoria del gobierno de Trump.
Mientras usted lee esta nota, crece el muro de la infamia entre los EE.UU. y América latina. No es el único muro fronterizo en el mundo ni será el último, mientras no aprendamos que los muros más difíciles de derribar son los que están en la mente y el corazón. Que derribarlos está en la conciencia y valores del ser humano, en el saber de que todos y todas somos diferentes, procedemos de distintos países y culturas, idiomas, pero tenemos los mismos derechos, que deben ser respetados.
Hace algunos años estuve en el Lorraine Motel para visitar, meditar y orar en la habitación donde fue asesinado Luther King. Tuve presentes su espíritu y fe frente al drama de la humanidad, cuando afirmó: “Si el mundo termina mañana, igual voy a plantar mi manzano”.
Otro 4 de abril, esta vez del año 1977, regresaba del Ecuador y fui a renovar mi pasaporte al Departamento Central de la Policía Federal. Allí fui detenido y llevado a un centro de torturas porque las actividades no violentas de lucha contra las dictaduras latinoamericanas me habían ubicado en una lista de personas peligrosas para la dictadura argentina.
Era Semana Santa, fui encerrado en un “tubo”, un pequeño calabozo oscuro, maloliente, con una colchoneta en el piso, no sabía qué podía pasarme. Un compañero que me acompañó a la policía pudo avisar a mi familia y a las organizaciones nacionales e internacionales.
Transcurrieron horas interminables en el encierro. Golpeé la puerta del calabozo para poder ir al baño, un guardia la abrió, entró la luz y pude ver en la pared muchas inscripciones, nombres de seres queridos, insultos, oraciones. Me impresionó una gran inscripción de sangre de un prisionero en la pared… decía: “Dios no mata”.
Este 4 de abril se cumplieron 41 años de mi detención, que duró dos años y desde la cual viví el horror del poder de la dictadura militar que atentó contra mi vida en distintas oportunidades así como contra la vida de nuestro pueblo argentino, que dijo Nunca Más y que sigue luchando hasta el día de hoy para que haya Memoria, Verdad y Justicia.
Este mismo 4 de abril también tuvo como protagonista a un luchador no violento contra las injusticias. Un trabajador sindicalista que fue preso por la dictadura militar de su país, Brasil, luego presidente en dos oportunidades y recientemente acaba de sufrir un atentado contra su vida en el marco de una persecución política que lo lleva nuevamente a la cárcel por el accionar de castas neogolpistas.
No hubo delito cuando destituyeron a la presidenta Dilma Rousseff, la removieron por decretos publicados que ya habían sido usados por otros presidentes, no hay delito de Lula en la causa del tríplex, sin embargo lo inventaron para poder bloquear su candidatura presidencial, porque saben que gana en primera vuelta. No les conviene matarlo, no les conviene dejarlo libre, solo les queda criminalizarlo y encerrarlo por el simple pecado de haber sacado a más de 30 millones de personas de la pobreza y poner en riesgo los privilegios de los grupos de poder que se creen dueños de Brasil.
La lucha no violenta por recuperar los derechos de los pueblos continúa, no podrán acallar las voces de la resistencia ni la fuerza de la verdad, que derriba muros y nos llama a seguir plantando semillas de esperanza.
* Esta es la carta que presentaré al Comité Nobel en septiembre postulando a Lula al Premio Nobel de la Paz.