En Brasil se acaba de producir la quiebra del proceso de democratización de América del Sur, iniciado con la asunción de Raúl Alfonsín a la presidencia argentina en 1983. Y vale recordar que la democracia se recuperó después de un proceso de golpes de estado y dictaduras que se inició, justamente, en Brasil en 1964 con el golpe contra Joao Goulart. Esos golpes que recorrieron la región tuvieron, en todos los casos, el sello indeleble del pentágono norteamericano y de la doctrina de seguridad nacional nacida en su cuna. En su momento, el ideólogo del poder estadounidense Samuel Huntington colocó el proceso de democratización de nuestra región en el ciclo histórico iniciado por la caída de la dictadura portuguesa en 1974 y seguida por la muerte de Franco en España. Esa “ola democrática” cubre, según el nada neutral punto de vista de Huntington, los años que van desde 1974 hasta la caída del muro de Berlín en 1989.
Hasta aquí parece que todo esto no tiene nada que ver con el golpe de estado contra Lula perpetrado por las élites brasileñas, y trabajadas por el imperio; no otra cosa es lo que alimentó la payasada judicial que agravia hoy a Brasil. Mucho menos tendría que ver con los argentinos que podríamos mirar para otro lado y hacer de cuenta que no pasó nada en el país vecino. Sin embargo tiene mucho que ver. Si miramos con un poco de atención vamos a descubrir una interesante correlación. Los quince años que van de 1974 a 1989 son –claro, de modo aproximado– los años que el análisis histórico atribuye a la consolidación de la globalización neoliberal: en 1971 Nixon suspendió la convertibilidad del dólar y el oro y lanzó la ofensiva del capitalismo concentrado de las finanzas hacia la plenitud del poder político. ¿Cómo puede pensarse este significativo paralelo? ¿Cómo pueden coincidir en el tiempo los procesos de recuperación democrática y los de la transformación del capitalismo nacional-industrial-social emergido triunfante de la segunda guerra en el nuevo capitalismo de la timba financiera que se ensancha día a día? Claramente no es un tema que pueda agotarse en una nota periodística, pero si eso fuera posible la nota no sería esta. El hecho real es que las democracias globalizadas, que sucedieron a las añejas dictaduras de signo militar, tienen algunos rasgos más o menos comunes. Son todas democracias de partidos. En todas ellas funciona la alternancia –es decir cambios periódicos pacíficos del signo político del gobierno–. Y funcionó hasta el final del siglo pasado una suerte de pacto no escrito en cuyo marco había cosas que no se podían hacer, particularmente afectar los intereses y los negocios del sector dominante del país. Eso está magníficamente ilustrado, por ejemplo, en el libro del chileno Carlos Ominami Secretos de la Concertación. Este pacto no escrito de las democracias neoliberales se quebró a principios de este siglo. En nuestra región el repertorio de las democracias “controladas” dejó de ser el único juego que se puede jugar.
Que las élites locales e internacionales quisieran sacarse de encima a las paleodictaduras es fácil de explicar. El abuso de poder corporativo por los caudillos autoritarios, la exposición de los militares a situaciones críticas y a bandazos ideológicos, como se experimentó alguna vez en Bolivia y en Perú en los años setenta, y el factor de incertidumbre que siempre tiene un proceso no sujeto a reglas ciertas, entre otras muchas cosas, lo explican. El éxito de las transiciones democrático-liberales consistió en sacar del escenario central de la discusión y de la lucha política cualquier idea de transformación del carácter de nuestras democracias. “Aventuras antisistémicas”, “utopías trasnochadas” fueron los anatemas más habituales que la ciencia política oficial asignó a los programas revolucionarios y hasta los reformistas un poco más profundos. El idioma de la defensa de los recursos naturales, el repudio del colonialismo en Malvinas, la distribución justa del ingreso fue declarado caduco. Se impuso la democracia como el nombre de una maquinaria institucional cuyo funcionamiento estable y regular es el único bien al que podemos aspirar. Claro que las elecciones y un grado de respeto por el cuerpo y la libertad de las personas no eran promesas menores después de la barbarie dictatorial.
El caso es que la crisis del consenso de Washington creó las condiciones para que el contrato neoliberal se rompiera. Que se rompiera no significa, desgraciadamente, que se lo reemplazara por un nuevo contrato claro y superior. Pero esos juicios conviene dejarlos para una historia que pueda escribirse cuando hayan pasado algunos años. Los gobiernos “populistas” sudamericanos de los primeros años son el signo definitivo de lo que las élites de la democracia neoliberal –locales y extranjeras– no pueden admitir. Naturalmente, por ahora, el asalto y la recuperación del poder no pueden asumir las formas antiguas de la intervención militar y la violencia sin reglas. Se recurre a sistemas judiciales corruptos, el aparato monopólico de comunicación, servicios de inteligencia que trabajan en redes de conexión internacionales y políticos dispuestos a alinearse. Pero los hechos de Brasil quebraron la línea de los golpes blandos. En Brasil hubo una advertencia de los altos mandos del ejército dirigido al tribunal encargado de dictaminar sobre el hábeas corpus presentado por el líder político brasileño: si Lula queda en libertad el ejército tomaría las armas. Si todavía se habla de Brasil como una democracia, es porque hay muchos que no quieren nombrar al demonio.
El mensaje del poder en Brasil tiene un enorme alcance regional. Es una declaración de guerra preventiva, es el aviso de que no se tolerarán hacia el futuro liderazgos y proyectos que pongan en juego la “paz de los poderosos”. Si con los medios y con los jueces no alcanza, está en pie el recurso extremo para la defensa de los negocios y su sacrosanta libertad. Es indispensable pensar la política en nuestro país en los años que vienen a partir de esta novedad que trae la experiencia brasileña. Todavía la normalidad neoliberal no ha sido alcanzada. Ni en Brasil ni en Argentina. La gran diferencia entre las dos situaciones es el origen electoral del actual gobierno argentino y la manifiesta ilegitimidad de su par brasileño. La derecha brasileña carece hoy de un instrumento político para generar una mayoría electoral. Por eso no podía admitir la participación de Lula en los comicios. La derecha argentina tiene su instrumento electoral; lo construyó exclusivamente sobre la base de la demonización de la experiencia de los gobiernos kirchneristas. Y lo construyó en la calle con marchas y con cacerolas. Parece un importante signo diferencial entre los dos procesos políticos y dos historias nacionales. Siempre se ha destacado la continuidad de las instituciones en Brasil, aún en épocas dictatoriales. Y se resalta ese factor en contra de las rupturas permanentes en la Argentina. Visto así, es una clara ventaja para los vecinos. El problema está en la contrapartida de la cuestión. En el hecho de que la historia argentina –particularmente desde la década del cuarenta del siglo pasado– consolidó la existencia de una roca dura de sindicatos, organizaciones sociales y, por sobre todo, una especial capacidad de movilización y de resistencia popular a proyectos antipopulares. La retahíla macrista tiene algo de cierto: Argentina es un país “menos confiable” para los grandes inversores globales (léase los grupos concentrados del poder financiero). Es demasiado igualitaria, demasiado sindicalizada, demasiado industrialista, demasiado “politizada”.
En la práctica, Brasil ha sido colocado en la situación de globo de ensayo para un cambio drástico en el modo de dominación a escala regional. El Brasil de hoy tiende a ser tan “democrático” como el régimen argentino entre 1955 y 1973, en el que se gobernaba sobre la base de la proscripción del principal líder político del país y de cualquiera que hablara en su nombre. Que una situación de facto, como la que rige en el país hermano se consolide y alcance legitimación jurídica y política sería la consumación de un plan que pondría un obstáculo muy importante a nuestra propia vida democrática. La proscripción política parece una herramienta central para el objetivo de estabilizar regímenes restauradores: ocurrió en Ecuador, ocurre en Brasil. Para saber qué nos toca a los argentinos, basta con mencionar los zócalos de TN dando cuenta de la prisión de Lula y preguntándose “inocentemente” por qué no pasa lo mismo con Cristina.
En nuestro país el objetivo oficial –habitualmente confundido con la realidad– es la desarticulación y debilitamiento definitivo de la fuerza que gobernó al país entre 2003 y 2015. Si, y solo si, esa fracción política queda fuera de juego puede reconstruirse el juego de la alternancia pacífica y el pacto no escrito de la democracia neoliberal. Eso no equivale a confundir esta premisa con el predicado de la necesidad de un “regreso” de esa fuerza. Tampoco que esa fuerza sola alcance para ganar una elección. Significa que su presencia y su influencia es un factor disruptivo –claramente el principal– que le quita consistencia al dominio neoliberal; no como alternativa electoral en sí misma sino como componente necesario de un nuevo reagrupamiento popular para la próxima etapa. Y justamente es el esfuerzo por evitar que el régimen ilegal y autoritario de Brasil adquiera esa consistencia el que demanda una clara movilización popular argentina en solidaridad con el pueblo brasileño y con Lula, su principal líder. Eso, hoy, equivale a defender la democracia en Argentina.