Una segunda descarga te ayuda a saber dónde estás. Un recorrido eléctrico, como una cosquilla que lastima, y te das cuenta de que tus neuronas han hecho sinapsis. Recordás que entraste esa tarde cuando estabas pensando en lo que no podías dejar de pensar ‑ desde que te despediste de él‑ : en vos misma y tu dolor. Y fue de golpe que te metiste adentro. Tal vez penetraste por el nervio óptico donde quedó capturada su última imagen. Lo sentiste un lugar estrecho lleno de luces cortas y sombras. El sonido, como una especie de zumbido y chapoteo a la vez. Imaginás que así puede ser un aparato sofisticado que navega a varios kilómetros por segundo. Y eso estás haciendo, navegando. Todo fue en un instante: navegar por el nervio y recorrer las circunvoluciones, enterrarte en la materia a veces blanca y a veces gris. Demorarte en los surcos. Soportar las descargas. Descubrir de qué forma son las neuronas y cómo se producen los pensamientos. Pero vas a engañarte si dijeras que aprendiste algo, que ahora podés distinguir el mecanismo, el origen del pensamiento. Nada de eso, salís de ahí más rápido de lo que entraste y la corriente te lleva hacia abajo. Te arrastra el aire, imaginás que habrá sido una respiración profunda o un suspiro de esos que tenés de vez en cuando, desde aquella despedida. No quisieras pensar que fue solo un estornudo ‑ es una idea demasiado prosaica ‑ preferís imaginar otra cosa, algo más pasional. Después, una corriente de aire que te arrastra por la tráquea y te deja en la puerta de los bronquios, pequeñas nervaduras como de hoja de álamo, vías perfectas para llegar al algodonoso lugar del aire. Rogás no tener un acceso de tos como los que te suelen dar. Igual, sin tos, rebotás de una pared mullida a la otra y terminás cansándote. Aprovechás un efecto respiratorio para sumergirte en el aire, utilizar el impulso y caer en el torbellino de la digestión. Un líquido espeso, color óxido y por momentos ácido. Navegar. Sin sentido, sin objeto, nadar hasta chapotear en una masa cada vez más oscura, maloliente, densa. Mierda. Deseás salir de ahí con vehemencia y lo lográs. Te sentís empujada hasta la corriente roja que bombeando con ritmo podría llevarte hasta el único lugar que suponés como propio. Subís, bajás, atravesás pasillos estrechos donde tenés miedo de quedar atrapada. Hasta que escuchás su bombeo. Su latido inconfundible, lejano, imparable. Su golpe certero de realidad. El único lugar que sentís totalmente tuyo, con sus roturas sus moretones sus desarraigos, su historia grabada con sangre. Ahí recién podés parar, arropada en el conocido desconsuelo. Llegás al último lugar que latió a su lado, antes de tener que despedirte para siempre. El mismo lugar donde se diluye la sensación de que todo podría haber sido diferente. Ahí sabés, descubrís lo irremediable y, tal vez, lo esperado: "Estoy segura de que ahora soy la única en todo el mundo que sabe dónde estoy, puedo darme por perdida".