No hay eufemismos que valgan: Brasil muestra en estas horas lo peor y más descarnado del fascismo contemporáneo. Sacar a Lula de la carrera presidencial, y meterlo preso, es una decisión del fascismo brasileño.
Desde los llamados medios –que en realidad son enteros en su misión de engañar– se inventó la absurda condena y veloz prisión. Sin ninguna prueba, ninguna, de que el expresidente brasileño haya cometido hecho ilícito alguno.
Carece de importancia el departamento en supuesto pago de una supuesta coima, que ni siquiera es delito probado en tanto es apenas “convicción” de un juez mediático al servicio de la Rede Globo. Pudo ser un Rolls Royce obsequio de la reina de Inglaterra, o un flirt con Natalia Oreiro, o un avión regalado por algún narcotraficante. Cualquier fábula disparatada podía servirle a Sergio Moro y/o a cualquier otro juez o fiscal equivalente en prevaricación, de los que hay tantos, muchísimos, allá y acá.
A la operación del grupo Globo, camarada de los mentimedios argentinos, se sumó la prédica de varias décadas de docencia reaccionaria a cargo de decenas de iglesias truchas y abusadoras de la ingenuidad popular. Que en Brasil tienen un inmenso poder. Dizque misioneras, salvadoras, milagreras, allá están –como aquí cada vez más, y auspiciadas por casi todos los gobiernos, nacionales y provinciales– para formatear la ignorancia de millones de seres humanos, pobrecitos, que hartos de ser estafados creen cualquier cosa.
Con esos ingredientes –mentiras, falsas convicciones, carencia de pruebas y mucha bulla en la televacía nacional– y con poderes judiciales, con minúsculas, que son proverbialmente injustos servidores del poder de turno, hoy se puede condenar a cualquier persona. Sobre todo si esas personas tienen influencia, ideas, reconocimiento y trayectorias de decencia y honradez. Y ni se diga proyección política, como es el caso de Lula da Silva, cuyo techo político es todavía, y a pesar de estas bestialidades jurídicas, incalculable.
Es claro que las excepciones a estos barbarismos políticos y judiciales –que las hay, claro, allá y acá– son simplemente sólo eso: excepciones. Porque la regla epocal, el sello de estos tiempos, es la mentira y el engaño; la estafa y la frivolización; el aborregamiento de las masas que “creen” en lugar de pensar.
Así los medios y la telebasura, de Brasil pero también de todo el continente –y del mundo si me apuran– inventó y plantó y regó esta red destructora de una de las figuras políticas más interesantes, atractivas y reformistas de Nuestra América. Y lo hizo con la misma estrategia que impera entre nosotros y que se impuso hace años en la hermana república de Chile, que hoy encabeza el ranking mundial de desigualdad social. Como el monstruo invertebrado y sigiloso que es, capaz de entrar en todos los hogares y someter todas las mentes y todos los corazones, se impone día a día y hora a hora abusando de “la pobre inocencia de la gente” (León), ésa que “le cree a las revistas” (Charly) y a la tele, y ahora a las infamias reproducidas al infinito por las llamadas redes sociales, que en realidad son antisociales e incluso contrasociales.
Es por eso que los viejos diarios y la vieja tele, ahora evolucionados a cables y netflixes, de manera cada más precisa y veloz y voraz, ahora también se apoderaron aquí –servidos por el gobierno actual– del universo óptico de las telecomunicaciones. Ese nuevo, gigantesco e irrefrenable sistema tecnológico al servicio de negocios fabulosos e ilícitos casi todos, encargado de ejecutar el arrasamiento de todos los principios y normas constitucionales.
Entonces la pregunta es: ¿quién detiene a estos tipos, estos medios, estos jueces, estos gobiernos, esta maldad de traje y corbata y coches suntuosos que llaman de “alta gama”? ¿Quién los para ahora que vuelven a enfermar de antidemocracia a las fuerzas armadas que tanto costó democratizar? ¿Quién, si el único argumento final de estos tipos son las fuerzas de choque y el chocobarismo santificado por una montonera conversa al servicio de tenedores de Panamá Papers a rolete? ¿A qué magistratura recurrir, a qué justicia?
El panorama es desolador. En Brasil y también aquí, donde el silencio del gobierno sólo se puede leer como complicidad. Aquí donde se desplaza al fiscal de la causa escandalosa del Correo y la familia presidencial.
Entonces lo que nos queda es primero enterarnos. Y refrescar la memoria de los conscientes que aún quedan, diciéndoles que esto se llama Fascismo. Y que así funcionó siempre. En Europa y en Asia y en África, y en toda América.
Refrescar la memoria es necesario, y con las palabras precisas: cuando los fascistas proceden, como ahora contra Lula en Brasil, eso es sólo espejo de lo que nos pasa y seguirá pasando con estos tipos que marchan día a día hacia el funeral de la democracia.
Lo que en estas horas se vive en Brasil equivale a un golpe de estado. Sin disimulo, sobrado de hipocresía, con un cinismo fenomenal que en todo el continente cuenta con “periodistas” –y hay parvas de ellos– que son capaces de justificar lo que sea. Y así lo hacen.
En ese espejo debemos mirarnos hoy. Pero no para llorar y desesperarnos, sino para remontar. Porque la esperanza no muere, a pesar de todo. Y porque a pesar de dirigencias que muestran sus mezquindades a diario, la esperanza se sigue llamando democracia, paz, conciencia cívica y sobre todo decencia.
En países de corruptos a mansalva, la esperanza está en no serlo. En países de mentirosos, la esperanza es no mentir. En países ganados por el fascismo, la esperanza y carta de triunfo está en pensar y decir lo que se piensa, y luego actuar como se dice. Sólo así la política es digna y es buena, y vence, como siempre venció, a los fascistas.