Hay voces íntimas y singulares que conmueven por el modo de ser y estar en el mundo. Por la manera en la que exploran la condición humana. Todos somos huéspedes en la tierra, asediados por el deseo de permanencia y por la inquietud que genera lo efímero. La escritora y traductora Menchu Gutiérrez vivió veinte años en un faro en Igueldo (San Sebastián). Desde hace casi diez años, cambió el paisaje del mar por la montaña, cuando decidió restaurar un viejo caserón del siglo XVII conocido como “la casa de María la Molinera” en Rubalcaba (Cantabria). “Muchas veces he tenido la secreta sensación de que el faro era un ser vivo, un animal inmovilizado por un hechizo. Subía las escaleras de la torre y me parecía hacerlo por el interior de un tronco erguido. Cada peldaño correspondía a una vértebra”, confiesa esa voz en primera persona de El faro por dentro (Siruela), novela que inhala poesía y exhala un aliento narrativo que no olvida su origen lírico.
Leer a Menchu –especialmente el díptico El faro por dentro, que incluye Basenji, la historia de un farero y su perro africano, pero también Viaje de estudios, La tabla de las mareas y La mujer ensimismada, tríptico editado como La niebla, tres veces– es como poner el cuerpo ante un paisaje alegórico del pintor alemán Caspar Friedrich (1774-1840). Los lectores bucean por las páginas de la escritora española como el “Monje a la orilla del mar” o “El caminante sobre el mar de nubes”, buscando respuestas subjetivas y emocionales al vértigo de ese mundo natural de “esperanzas vertebradas”. Subrayar fragmentos de su libro es una manera de dejar una huella en el umbral del tiempo. “La noche, limpia como el frío, agranda la plaza nevada. Sobre mi cabeza, las estrellas parecen todos los pensamientos del mundo abandonados a su suerte y, a pesar de su fijeza y de su peso, también la luna, aunque obedezca la ley planetaria, parecer ir a la deriva”, dice la narradora de La mujer ensimismada.
Gutiérrez, que se presentará por primera vez en el país pasado mañana a las 19 en el Auditorio del Rectorado de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Untref (Juncal 1319), en el marco de la Serie de Lecturas Frost, anticipa en la entrevista con Páginal12 algunos temas de su disertación “Una palabra escondida, silencio y creación”.
–Al principio de El faro por dentro se afirma lo siguiente: “cada peldaño, una moneda de inquietud en el pecho: el precio a pagar por un sentimiento de extranjería que nunca me ha abandonado”. ¿Esa sensación de extranjería le pertenece? ¿Es la sensación que tiene como escritora española?
–Vivir en un faro es sentirse huésped de un espacio que, como la iglesia o el castillo, está cargado de simbolismo. El faro potencia una sensación de extranjería que, como bien has adivinado, es extensible en mi caso a otros ámbitos vitales. En realidad, ese elemento diferenciador, esa sensación de no pertenencia actúa como un motor creativo. Es muy difícil escribir sobre la singularidad propia, quizá lo único que podría comentar es que mi familia literaria escribe en el décimo tercer mes del año, ese tiempo errante descubierto por Bruno Schulz.
– “Vivo ahora dedicada en gran medida a esa labor de concentrada minería, atraída fatalmente por lo que no veo; esa enorme colección de tesoros ocultos que imagino”, se lee en una parte de la novela. ¿La escritura surge de lo que no ve, de esos tesoros a los que trata de llegar o que intenta descifrar, aunque fracase en la tentativa?
–Sí, yo creo que en gran medida escribo sobre las realidades invisibles, sobre lo que no entiendo o me produce extrañeza. El otro día leía en la prensa cómo unos investigadores estadounidenses han descubierto un nuevo órgano del cuerpo, que llaman intersticio, y que consiste en una red de cavidades rellenas de líquido que se encuentra bajo la piel y recubre otros muchos órganos. Este órgano habría pasado inadvertido hasta ahora porque las cavidades se vacían por completo al fijar las muestras anatómicas en el microscopio. En mi último libro, una especie de poética de las medidas del tiempo, escribo sobre un órgano, llamado reloj, que estaría repartido por todos los órganos del cuerpo. Creo que el escritor es también una suerte de zahorí del misterio.
–Vivió en un faro en un pueblo del País Vasco unos veinte años. ¿Qué relación establece entre experiencias vividas y escritura? ¿Hasta qué punto permite que eso que se suele llamar muy torpemente “la vida” entre en lo que está escribiendo?
–En general no utilizo mi biografía como material literario, o, mejor, no de manera consciente. He tenido siempre un deseo de trascender la realidad inmediata en favor de un espacio más universal. Hay escritores de caballete de la realidad, y otros que encontramos la inspiración lejos de lo que nos rodea. Una de las pocas excepciones, quizá, haya sido mi libro El faro por dentro, pero, de nuevo, mi intención fue escribir sobre un faro que pudiera representarlos a todos y el guardián del faro, debía ser también una especie de testigo de la luz, que rozase el anonimato.
–Algo que puede sonar paradójico es que en varias partes de El faro por dentro aparece la sensación de que hay una relación muy fluida entre la prosa y el mar, como si la prosa intentara “emular el ritmo del mar”. ¿Busca un ritmo de escritura que responda al paisaje, a los fenómenos de la naturaleza?
–No es algo que busque conscientemente, pero hay una cosa que decía Boecio que me gusta mucho sobre cómo, no sólo el movimiento de los astros, sino el paso de las estaciones y todos los movimientos cíclicos y ordenados de la naturaleza imprimen una cadencia en la música del mundo. Quizá, el profundo deseo de identificación de la palabra con aquello que nombra puede producir un efecto parecido.
– “Sólo los jeroglíficos no mienten. Ésta es mi tesis”, se afirma en una parte de Basenji. ¿Qué relación hay entre literatura y jeroglífico?
–En una suerte de juego de sugerencias, el jeroglífico pone en pie una realidad incompleta y el lector debe añadir lo que falta. El escritor no puede entregar un texto en el que todo esté masticado y digerido; la verdadera lectura necesita de un espacio vacío que pueda ser ocupado por la imaginación de quien lee.
–“Nada permanece, sino la pérdida”, podría ser una frase que funda, en un sentido muy amplio, un modo de interpretar el arte en general y la escritura en particular. ¿Sin pérdida no habría escritura?
–Yo creo que la vida se arma a partir de las pérdidas: pérdidas grandes y pérdidas pequeñas, hijas de las pérdidas grandes, que remiten siempre a la muerte. Efectivamente, no creo que pudiera existir la literatura sin ellas, porque el deseo de escribir nace siempre de algo que nos falta. La escritura tiene un elemento paradójico al querer fijar lo que sabe transitorio. Pero también hay una clase de literatura que coloca esa premisa como punto de partida, que la trae al frente, ¿tuvimos aquello alguna vez?
–¿Qué importancia tiene el silencio? ¿Cómo intenta, si es que lo hace, que el silencio se pueda apreciar o sentir en la página?
–Hay muchas clases de silencio y ninguno de ellos tiene, para mí, un valor constante. El silencio actúa un poco como el yin y el yang: en épocas ruidosas revalorizamos el silencio, tras un duelo prolongado, necesitamos las palabras. Lo que me parece importante es no contraponer silencio a palabra. La palabra necesita al silencio. Decía Max Picard que cuando dos hablan de verdad, siempre hay un tercero que escucha, y ese tercero es el silencio. Es decir, que el silencio es un requisito fundamental para que la palabra sea escuchada o leída. Este silencio literario puede crearse de muchas maneras, los japoneses tenían lo que se llamaba “el lenguaje del vientre” para indicar las pausas de una conversación, pero, esencialmente, no creo que se trate de aplicar una fórmula. Al igual que una persona tiene una forma particular de hablar, que contiene dosis más o menos grandes de silencio, nuestra forma de escribir reproduce esas pausas naturales.
–En Viaje de estudios trabaja con la orfandad. ¿Qué encuentra en la condición del huérfano, en esos niños que no tienen a nadie de quien despedirse?
–La orfandad de esos niños que viajan por un paisaje lleno de agujeros, blancos y negros, remite a algo que podríamos llamar la Gran Orfandad. Los niños huérfanos desconocen a sus padres, pero están inmersos en un desconocimiento mayor del que participamos todos, el del origen de la vida.
–¿Qué importancia tiene la traducción en su escritura?
–Creo que la traducción me ha ayudado a entender de qué modo el lenguaje, como en una especie de selección natural, toma decisiones y decide apostar por favorecer un aspecto u otro de la comunicación. Cómo una lengua está más dotada para comunicar el espacio o el tiempo. Lo que hacen los ingleses con los adverbios, lo que hace el castellano con los tiempos verbales… resulta fascinante buscar el puente que une dos orillas del lenguaje. Siempre termino en algo que llamaría el océano caliente del que surgieron las palabras.
–¿Por qué hay tanta niebla en su literatura?
–La niebla es una suerte de anestesia que pone a dormir un paisaje. Cuando se retira, como si despertara de un sueño, van apareciendo las formas: los árboles, el río… Durante ese periodo de sueño, el tiempo ha estado de alguna forma suspendido, y al despertar percibes cómo el sueño ha aportado a la vigilia algo que no estaba ahí antes. Es como si la duda contaminase el paisaje. Mi literatura sospecha de las certezas.
–¿Cómo es la respiración de su poesía? ¿Trabaja prosa y poesía con ritmos diferentes?
–Siempre he defendido que la poesía no es patrimonio exclusivo del poema y que es en realidad el motor de todos los lenguajes creativos. La poesía puede estar repartida por un texto, como sucede en ese nuevo órgano descubierto del que hablaba antes; puede ser el armazón de un libro; puede ser la idea que lo pone en marcha o puede condensarse en un poema. Existen un tiempo y una lógica poéticas. Me vas a permitir que termine de contestar a esta pregunta con un poema de dos líneas: “Se escucha el sonido del acecho/ en el paraíso de los túneles”.
–No vive en Madrid, aunque nació en esa ciudad, y tampoco en Barcelona, dos ciudades estratégicas desde lo artístico y lo editorial. ¿Por qué prefiere la “periferia”, por llamarla de alguna manera? ¿Desde la periferia ve mejor?
–Para extraer lo mejor de la ciudad es preciso que la dosifique, de otro modo te engulle fácilmente en la inconsciencia y, sobre todo, borra cosas para mí esenciales. Una cosa es pasear por un parque y otra por un bosque. Una cosa es ver una cabra o una oveja en el camino y otra encontrar pedazos de estos animales en las asépticas bandejas de los supermercados. Una cosa es escuchar la lluvia golpear las tejas de tu tejado y otra imaginar ese sonido sobre la acera, desde un cuarto o quinto piso, tras una doble ventana. Me da la impresión de que la primera línea de todos los fuegos es precisamente la periferia.