¿De qué manera los alumnos se convierten en jugadores de tenis? ¿En qué momento comienzan a construir sus carreras? ¿Cómo lo hacen? ¿Qué elementos de su rutina cotidiana, su día a día, los ayuda a ser mejores? No hablemos del ranking, no midamos el éxito desde ese lugar porque, a una edad en la que recién comienzan a desarrollarse, importa poco el puesto que ocupen en el mundo, o si ganan una copa o un torneo. Cuando son chicos, el desafío es otro: se trata de sacarle al tenis lo mejor que puedan, exprimirlo al máximo, aún sin saber todavía cuál será ese máximo. El desafío es poder convertirse en esponjas.
Ser esponjas.
En eso consiste el aprendizaje, en absorber y exprimir; en sacar el máximo provecho de cada situación que se presente. En la escuela, en sus casas, y en la vida. También en el tenis.
Lo que nos importa cuando aún son chicos, cuando todavía tienen tanto por delante, cuando parece que eso de ser jugadores profesionales queda tan lejos, es comenzar a potenciar sus cualidades. ¿Conocemos sus límites? Todavía no. No sabemos cuál es su techo, no sabemos cuánto podrán rendir; eso es algo que conocerán con la experiencia, forjando su propio camino. Ningún chico puede decir que en un futuro estará entre los cien mejores del mundo, entre los diez mejores o, en sentido contrario, que no llegará al puesto seiscientos del ranking. Tampoco lo pueden garantizar los profesores y no lo pueden predecir los padres, porque no existe bola de cristal que determine hasta dónde se podrá maximizar el talento. Sólo con el trabajo podremos saberlo.
Los profesores siempre deben estar focalizados en sacar el máximo de sus jugadores. Es en el esfuerzo donde se harán mejores, y es el esfuerzo que hagan –su entrega, su actitud– el que definirá su éxito. Haberse exigido al máximo será su mayor triunfo. Es posible –todo es posible– que el máximo potencial de un alumno sea, por ejemplo, ser el número uno de su ciudad. Ahí, entonces, se trazará el objetivo: llegar hasta esa frontera, impuesta por distintas razones y contextos. Y eso supondrá la gloria, su gloria, lo que pudo conseguir.
Si cuando ese niño o niña termina la carrera, cuando se retira al final del camino, lo que logró fue haber alcanzado la posición número tres de la región, tendrá motivos suficientes para estar feliz de ese logro si dio todo para haber llegado hasta ahí. Si lo mejor que un alumno podía hacer era convertirse en el segundo de Sudamérica y finalmente consiguió ser el segundo de Sudamérica, tiene que estar plenamente feliz.
Si los jugadores terminan la carrera después de los treinta años, miran para atrás y ven que lo mejor que pudieron hacer con el tenis fue jugar torneos en Europa, viajar por todo el mundo, hacer amigos, recorrer las más lindas ciudades y las mejores canchas, y eso no se reflejó en el ranking, pero hicieron todo lo posible para lograrlo, entonces estamos hablando de un éxito deportivo espectacular.
El éxito no se relaciona con un número de ranking, el éxito se relaciona con aquel que pudo sacar el máximo de sus posibilidades. Ese es el exitoso, ese es el que ganó: el que se esforzó al máximo. Y quizá, tomando en cuenta nuestra medida, que valora el éxito según lo que cada uno se haya esforzado, haya sido más exitoso que otros que han estado acaso por arriba de su ranking. Porque podemos dar muchos ejemplos de jugadores que han estado entre los cincuenta mejores del mundo pero que no han exprimido todo su potencial, que dicho por ellos mismos, no han dado lo que podían dar. Y viceversa. Hubo jugadores que han llegado a ser setenta del mundo pero que dieron todo lo que tenían para dar, que no se dejaron nada en el bolsillo; jugadores que vaciaron el tanque y en eso consistió su éxito: pueden retirarse orgullosos, pueden mirar hacia atrás con tranquilidad.
Los jugadores de tenis –los hombres, las mujeres– somos artífices de nuestro destino; los únicos responsables de nuestra carrera. Escribimos nuestro futuro desde chicos, apenas agarramos una raqueta para dar nuestros primeros golpes, desde el momento en que el profesor nos empieza a inculcar conocimientos sobre el deporte que elegimos y la manera adecuada de comportarnos dentro y fuera de la cancha. Por eso es vital que los profesores estén bien capacitados. Cuando los chicos ya son conscientes de su deseo por mejorar y competir, por dedicarse al tenis, cuando empiezan a ser responsables –a los trece años, quizá a los quince– comienza la etapa final del aprendizaje, la etapa final de la formación como jugadores. Es ahí, entre los dieciséis y los diecinueve años, cuando el profesor los prepara para tomar el camino del profesionalismo.
Desde el momento en que son conscientes de que quieren ser jugadores de tenis, en que buscan sacar todo el jugo de sus carreras y entrenase para ese objetivo con seriedad, con responsabilidad, con un equipo de trabajo acorde a su crecimiento, tienen por delante entre cuatro y cinco años para lograr la máxima expresión de su rendimiento. Ese tiempo es lo que tarda un jugador para formarse física, mental, táctica y técnicamente; el tiempo en el que se asimilan y se incorporan todos los conocimientos necesarios: ya no hay que pensar en cómo hacer los movimientos, hay que repetir automáticamente cada gesto, mantener la concentración y sostener la intensidad que requiere el circuito internacional de tenis. Se tarda entre cuatro y cinco años para llegar a ese nivel.
Es por eso –y no por una supuesta falta de madurez de los deportistas latinos– que la gran mayoría de nuestros jugadores logran sus mejores rendimientos a partir de los veinticinco años. Porque muchos de ellos no transitan como corresponde la etapa de juveniles, sino que se dedican a pelear por el ranking local o internacional y dejan de lado lo más importante: la formación.
Se compite durante veinte semanas al año y no se le da el tiempo necesario al aprendizaje, al desarrollo de todas las cualidades que se requieren para afrontar el difícilísimo circuito. Nuestros jugadores salen de las edades juveniles con mucho talento, pero sin la suficiente preparación; con rankings y resultados excelentes como juniors, pero con cierta fragilidad para enfrentar a verdaderos tenistas. Chocan contra la pared del profesionalismo: algunos más, otros menos, pero todos encuentran una realidad distinta a la que esperaban, una realidad lejana a lo que vivieron cuando eran juveniles. Y es ahí, recién entonces, que comienzan a entrenarse como corresponde, como deberían haberse entrenado antes, cuando tenían trece años.
Los que logran hacer foco a esa edad, llegan a los dieciocho años completamente listos para el desafío del profesionalismo. Los que se dan cuenta a los quince, comienzan a disfrutar de su mejor tenis a los veinte. Pero los jugadores que salen de la etapa de juveniles sin haberse formado, chocan, rebotan, se golpean; y si hacen el cambio, si la frustración no los doblega y no abandonan el tenis, logran estar listos para expresar su mejor nivel recién cinco años después, entre los veinticuatro y los veintiséis.
Ser conscientes de esto es esencial para pensarse como jugadores de tenis; para tomar, en ese camino de crecimiento, las mejores decisiones. Eso es lo que hay que transmitirles a los que recién comienzan: los jóvenes tenistas tienen que poner el foco en su carrera y su destino. Por eso les decimos que ninguno gana o pierde por alguna obra del azar, sino por toda la preparación previa que hizo para conseguirlo. Y también por sus propias cualidades.
Algunas limitaciones, es cierto, exceden a lo que un chico pueda superar: no se puede lograr ser más alto, más robusto, tener mayor o menor talento. Pero existen otra serie de variables que sí dependen del alumno, y esas cosas son las que lo van a llevar a ser un buen jugador de tenis. Siempre hay que aclararlo, porque vale la pena: no se trata de tener más dinero, ni tampoco de tener el mejor entrenador del mundo, ni de tener un compañero del otro lado de la red que juegue mejor que ellos para que, supuestamente, eso eleve el nivel. Tampoco es necesario –o excluyente– vivir en una ciudad en particular. No importa si están en Nueva York o en Buenos Aires; en Zurich o en Resistencia; en Londres o en Tandil. Lo importante siempre es lo que puedan dar, el esfuerzo que estén dispuestos a entregar. Y caminar junto a un profesor bien preparado, cuyo conocimiento potencie la estructura con la que se cuenta. Un profesor que sepa, que administre bien los ejercicios y los tiempos para corregir y competir. Un profesional que esté capacitándose constantemente en los últimos métodos de entrenamiento.
Apuntemos a proponerles objetivos para tratar de alcanzarlos, a no dejar al descubierto aspectos que son fáciles de cubrir y que no requieren nada extra, que solo dependen de la voluntad. Luego sentirán la satisfacción de saber que hicieron lo mejor posible con los recursos que tenían. Ahí podrán quedarse tranquilos internamente; quedarse tranquilos al fin de la semana, al final del año o, simplemente, al final de sus carreras. Porque al mirar para atrás sentirán satisfacción por haber escrito su mejor historia posible.
Y cuando hablamos del final de una carrera no siempre nos referimos a lo que todos puedan pensar. No se trata sólo de un recorrido que quizá termine a los treinta y cinco años. El final de una carrera puede ser a los dieciocho años cuando eventualmente decidan dejar el tenis para ser arquitectos, abogados, contadores, médicos o el oficio y la profesión que elijan. La victoria, en ese caso, será que el tenis les habrá servido como herramienta para formarse como personas; que les haya permitido conocer el país y crecer culturalmente. O que les haya permitido, por ejemplo, tener responsabilidades que luego les servirán para la vida que elijan. Incluso es posible, que el tenis les permita pagarse una carrera que les ayude a ser mejor profesionales.
Ser esponjas.
Adquirir conocimiento.
Desarrollarse todo lo posible.
De eso se trata.