Me llamaron del sanatorio un miércoles a las siete de la mañana y fui con mis hermanos a recibir la noticia de la muerte de mamá. Una muerte no se informa por teléfono: hay una elusión, un imperativo de que vayas rápido. Entonces hay que hacerse presente, escuchar el discurso grave del médico de guardia y empezar enseguida los trámites. El cuerpo de los muertos se nos niega al principio y supongo que el suyo, como todos, salió por una puerta lateral, fuera de cuadro, como corresponde a las primeras señales del olvido.

En esos días aciagos la infancia regresó con fuerza, como el Ludueña después de las lluvias. ¿Se termina el niño cuando la madre muere? La memoria tiene a veces la forma de una canción, como la que ella cantaba en el patio, con gran sentimiento:

Una vez un ruiseñor

con las claras de una aurora

quedó preso de una flor

lejos de su ruiseñora.

 

Esperando su vuelta en el nido

ella vio que la tarde moría

y a la noche, cantándole al río

medio loca de amor, le decía:

¿Dónde estará mi vida,

por qué no viene?

¿Qué rosita encendida

me lo entretiene?

 

Cantaba y baldeaba, mientras el lavarropas bailaba su twist, la comida se hacía en la olla y yo me sentaba en un rincón a leer las novelas de tapas amarillas de la colección Robin Hood.

Cuando volvió a enfermarse creí que se repetirían los hechos de treinta y cinco años atrás, cuando tuvo cáncer por primera vez. Yo tenía dieciocho, mis hermanos quince y nueve y ella apenas treinta y ocho. En ese entonces fue mi padre el que llevó, mal o bien, la bandera. Y esta vez, como hermano mayor, me tocaba a mí.

Empecé a preguntarme qué había pasado entre la primera pelea que ganó (¿o era sólo una tregua?) y esta caída. Traté de contármelo como una historia que hiciera soportable la pérdida. Fueron treinta y cinco años de buena salud, en los que terminó la secundaria y entró a trabajar en la Municipalidad. Nacieron sus cinco nietos y viajó a Europa y a Tierra Santa. Hasta besó la tierra en Casarsa della Delizia, el pueblo del Friuli en el que nació su abuelo gringo.

Los indicios de que estaba enferma los tuvo en un crucero que hizo cinco meses antes de morir. Había volado a Barcelona, donde estuvo tres días, se embarcó y pasó por Casablanca y Marrakesh, cruzó el atlántico hasta Brasil donde estuvo en Bahía y finalmente voló desde San Pablo a Ezeiza y de ahí a Rosario.

Unos días después de su muerte, la casa funeraria nos entregó la partida de defunción y ahí comenzó a imponerse la ausencia. Como si todo hubiera sido un sueño hasta verlo escrito. Es bien conocido el ritual de desarmar una casa: llenar las bolsas de plástico negras, regalar los muebles, la ropa y los objetos. Y afrontar la ingrata tarea de tirar casi todo, salvando sólo las fotos y los viejos documentos de los abuelos y bisabuelos. Aparecen entonces todas las cartas, las tarjetas y los dibujitos de los nietos de los últimos veinte años. Libretas llenas de anotaciones, frases que hablan de la soledad, de la lucha por seguir en pie, por no rendirse. Aparecen las cosas que no nos dijimos, que no podíamos decirnos porque las barreras de nuestros vínculos suelen ser demasiado fuertes.

Al final hay una repetición de comunicar la muerte. Entrar en oficinas y empezar diciendo: "Mi mamá murió el 31 de mayo". Dar de baja el celular y el cable. La Naranja y la Master. Abrir su computadora como un ladrón, separar las fotos y borrar todo lo demás. Revisar el Facebook y averiguar cómo dar de baja su cuenta. Usar las últimas vidas que me mandó en el Candy Crush. Esperar en el club mientras Francisco está en natación y no poder llamarla. Borrar su celular de mis contactos, su teléfono fijo de la memoria del mío.

De algún modo ella había planeado ser borrada, no tener tumba. Cumplimos su deseo, no sin largos trámites en el crematorio municipal. Elegimos el lugar para las cenizas: un pedazo de tierra donde el camino se hace pampa, donde nuestra familia ronda desde hace más de cien años. A pocos metros de donde ella, Beatriz, alimentaba con marlos la cocina económica de sus abuelos criollos, a fines de la década del cuarenta. En ese tiempo le decían "la negrita" y el mundo estaba recién hecho.

 

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