Desde Barcelona

UNO Meses atrás, Rodríguez vio la foto del Stratolaunch, “el avión más grande del mundo”, surgiendo de un hangar top-secret en el desierto de Mojave para, se supone, salir volando. Pero no, no aún: pruebas en tierra hasta el 2019. Aunque, para Rodríguez, su aspecto no era muy confiable a la hora de despegar. La aeronave en cuestión –227 toneladas de peso, propiedad de Paul “Microsoft” Allen– tenía ese aspecto absurdo de casi todo lo que tiene inamovibles dimensiones macro en una  época micro y portátil. Y Rodríguez no pudo sino acordarse de aquel capricho del magnate Howard Hughes: el Spruce Goose, que tan sólo se elevó veintiún metros durante 1,6 kilómetros sobre las aguas de Long Beach, California, 1947, y eso es todo amigos. Y Rodríguez se dijo: “Qué ganas de NO tener un Stratolaunch”.

DOS Pero, se sabe, Rodríguez piensa cada vez más diferente que el resto de los mortales. Personas que, de un tiempo a esta parte, sólo sueñan con adquirir el más flamante de los juguetitos para reemplazar al juguetito que salió el año pasado, hace una eternidad en términos socio-temporales de merchandising. Sí, la pulsión que antes un adulto dedicaba al cambio de automóvil o de casa o de pareja, ahora se ha extendido como un virus incontenible por todos los campos. Se empezó con el teléfono inteligente que idiotiza y que ya hasta ha generado la obscenidad de una película de animación con emojis de protagonistas para niños que sólo quieren teléfono móvil propio. Y se acabará con la conversión absoluta y total –cortesía de la llamada Singularidad que tendrá lugar, según los especialistas, en 2045– del ser humano en Inspector Gadget al que añadirle aplicaciones. 

Mientras tanto y hasta entonces, nuevos aparatitos para apaciguar la ansiedad en la espera de una especie cada vez más aparato y aparatosa. Y Rodríguez se informó en el site The Verge de lo que se viene, de lo que ya está aquí. Una avalancha que los responsables de The Verge se reconocen imposibilitados de seguir y calibrar. De allí que hayan abierto un blog especializado –Circuit Breaker– advirtiendo y rogando que no, por favor, “nadie necesita una botella de vino con wi-fi”; pero temiendo el que a alguien que no se le ocurra nada, seguro, se le vaya a ocurrir exactamente eso. La idea/teoría de los tech-freaks de The Verge es que la Era del Teléfono Móvil (que pareció extinguir la fiebre gadget devorando a todos los gadgets) se acerca no a su final pero sí a un inevitable impasse. Y que toda esa tecnología desarrollada para hiper-comunicarnos cada vez menos entre nosotros (lo que, según últimos estudios, no evita el tocar el ingenio en cuestión un promedio de unas 2,617 veces al día) ya está saltando al resto de las creaciones de la Creación. El asunto –The Verge dixit– se conoce ya como Divergencia y puede entenderse como la venganza de los gadgets. Los gadgets como eso nerds de college venciendo por fin a los atléticos celulares que dominaron el campus y se quedaron con las mejores electrizantes cheerleaders a lo largo de la última década. Los gadgets vampirizando los avances conseguidos por el celular para incorporarlos a sus cuerpitos esmirriados de neuronas inquietas. Pero Rodríguez no está tan seguro; porque ahí estuvieron todos esos telefonitos filmando a todos esos teletontitos gritando que “¡El suelo es lava!”, y dando saltos, y trepando para alegría de la amasada masa instagrammer y youtubber. Y después a tirarse agua hirviendo. Y a comer cápsulas de detergente para lavarropas. Y a grabarse y subirse y colgarse y matarse por accidente. Es decir: a desarrollar comportamientos primitivos degenerados con tecnología de última generación aullando/rogando y tarareando/taradeando una canción titulada “Everything Now”. 

TRES Y advierten y predicen en The Verge que muchos de los gadgets que se preparan para atacarnos van a ser soberanas estupideces. Que algunos van a tener la gracia de un chiste inolvidable de esos que no se puede recordar cuando se quiere volver a contarlo. Y que unos pocos llegarán para quedarse y, de paso, modificar nuestras vidas. 

Así: gafas wi-fi, pantalones y sujetadores inteligentes, parches que te previenen de rayos ultravioletas, un chip imantado a implantar en la punta de un dedo que te permitirá destapar latas de cerveza sin tocarlas en plan Magneto y, sí, podrás injertarte un neotamagotchi junto a tu corazón para demostrarle cuánto lo quieres. Y los drones cubriendo el sol como si fuesen nubes. Y los automóviles que se autoconducen y autoatropellan. Y los nuevos skates y patines y bicicletas electrónicos y los audífonos. Y la realidad virtual (Rodríguez aún no entiende muy bien de qué iba y sigue yendo on line este spot perteneciente al género “cómo nos reímos de nuestros clientes, ¿no?”:  https://www.youtube.com/watch?v=ie5AG3FIwmU) aplicada a video-games y películas y versiones reboot y tuneadas de artefactos que parecían en extinción como cámaras de fotos y laptops y televisores. Y, por supuesto, los robots/asistentes domésticos/mascotas (con nombres como Alexa, Echo, Covfefe) con los que, dicen, “hablaremos más que con nuestros seres queridos” y a los que acabaremos preguntándoles si Dios existe. Y productos “raros” –propuestos desde plataformas de crowfunding como Kickstarter y Indiegogo– como un “stress reducing mind spa” y pistolas para dispararle sal a las moscas y criaderos de referéndums modelo Sea Monkey y máquinas de leyes fuera de la ley y falsificadores de másters universitarios y ecualizadores de reinas en conflicto y, sí, la botella de vino con wi-fi que te avisa que la estás bebiendo demasiado rápido.   

CUATRO Y esto es interesante y a veces es conveniente retrotraerse a la génesis del asunto para entender de qué va y vendrá el apocalipsis. Etimológicamente, gadget –según el Oxford English Dictionary– es, desde más o menos 1850, el término que se aplicaba  algo técnico cuya función no se recordaba o no estaba del todo clara. Gadget, también, podría salir de la empresa francesa Gaget, Gauthier & Cie –responsable de la fundición de la Estatua de la Libertad– quien tuvo la idea de fabricar pequeñas reproducciones del monumento a modo de souvenir. Gadget fue, también, el nombre en clave que se dio a la primera bomba atómica detonada por los científicos del Manhattan Project en Los Alamos. Y Jacques Lacan lo adoptó como síntoma/estigma/tentación de objetos de consumo deseables que incluyen anzuelo tecnológico y prestigiante con los que la “lógica capitalista” convierte al homo sapiens en homo mercadería incorporando de forma psicótica a su entorno a todos esos objetos de consumo/status de intensidad poderosa pero efímera. Después, claro, gadget como lo que distingue a Batman y a James Bond y a Iron Man hasta ser abducido por la industria informática para denominar a esos programas de computadora que proveen servicios sin necesitar de una aplicación independiente o algo así.

Rodríguez sale de The Verge pensando en tomarse un Stratolaunch a otra parte. Pero el problema es que ya no queda otra parte segura. A no ser que esa parte esté fuera de todo. (¿Tal vez a ese Buenos Aires de Twin Peaks donde ese gadget caja negra recibía s.o.s telefónicos? ¿O quizás en ese reciente episodio de The X-Files en el que todos los aparatitos se lanzan tras Mulder & Scully.) 

Y, sí, Rodríguez va a volver de tanto en tanto a The Verge. Y estará atento a la buena nueva de que a alguien se le haya ocurrido el gadget que detecte la proximidad de un terrorista aullando que Allah es más grande que el Stratolaunch. Un gadget que si bien no te permite desactivar al loco, al menos te permitirá alejarte de él. Corriendo con zapatillas que te informarán de la acelerada cantidad de latidos de ese gadget primario y primal pero cada vez más potente –batteries siempre included– llamado miedo. 

Miedo que, al encenderse, quema. 

Y que da tantas ganas de ya no pisar la calle. 

El miedo es lava.