La misma memoria, con pobre almacén para números y fechas, era parcela fértil para sembrar nombres de departamentos, provincias y próceres. Stella, mi hermana mayor, comparaba a la palabra con su mamuska, acepciones, sinónimos, antónimos, habitaban adentro de cada término. En forma inductiva, parado en el centro del barrio Echesortu, fui memorizando la región cuyana primero, partiendo desde calle San Luis, mirando hacia el sur, corrían San Juan y Mendoza, después viajé  paralelamente por otras arterias que homenajeaban al centro de mi patria. Los apellidos de los que alguna vez habían gobernado, hoy eran calles que interceptaban perpendicularmente a las distintas regiones.  Me gustaba acompañar a mi hermana en su periódicos novenarios por distintas embajadas pidiendo folletos, revistas, fotos de lugares históricos, que terminaban prolijamente encuadernados o hechos cuadros  para su pieza. Una gigantografía  de la Torre Eiffel, que la acompañó siempre a los pies de su cama y con la cual soñaba despierta hasta quedarse dormida, era el único dato que manejaba sobre Francia, avenida que desentonaba en mi territorio, entre tantos nombres autóctonos. Casualmente, en la intersección del país galo y la provincia del buen sol y del buen vino, supe ganarme mis primeras monedas para mis gastos personales, llevando bolsos desde el supermercado La Porteña hasta los domicilios de las amas de casa que se negaban a cargar peso. En esa esquina, aprendí, entre otras cosas, que no sólo frente al médico se desnudaban los pacientes. Cada changuito cargado de productos solía ser una radiografía de los gustos, hábitos y vicios de cada grupo familiar. En las interminables colas sobre la única caja habilitada, me llamaba la atención una mujer distinta a todas. Su belleza se completaba al escucharla hablar, sus palabras eran seguras como su mirada. Siempre tenía una visión diferente sobre los temas que flotaban en las monótonas charlas de las compradoras. Exponía su elección de no ser madre siempre con una sonrisa, como enseñando otras opciones para la mujer moderna, "Nos debemos una revolución dentro de la revolución, deben ayudar a sus hijas a crecer, no a buscar maridos", dijo un día antes de retirarnos del lugar con bolsos cargados con yerba, fideos y Martini para la familia grande que esperaba a siete cuadras del lugar y en cuyo trayecto se imponían varios descansos. Mariana sabía hacer de la rutina un paseo agradable. Sabiamente me hacía sentir útil. "Menos mal que te encuentro a vos, siempre fui un desastre para acomodar bultos. Nunca aprendí a armar valija ni mochilas. No sé quien dijo alguna vez que aprender es recordar. O nunca lo supe hacer o lo perdí en el sistema solar de mi memoria".  Me gustaba escucharla pensar en voz alta. No me hacía preguntas obvias. Se apasionaba conjugando verbos como leer, viajar, militar. "Es el último lugar que visitaría, me gusta lo nuestro, caminar la Patria Grande....", me confesó alguna vez cuando le pregunté si  conocía París. Mi película de terror más violenta no la vi en ningún cine, fui espectador inesperado frente a una fría vidriera de un supermercado al que nunca volví. Un falcon verde por Francia, otro por Mendoza, gritos y golpes varios, mi amiga y su pareja arrastrados al interior de los autos por hombres con lentes negros. Después, un manto verde de miedo cubrió la esquina. No dije una palabra a nadie de lo vivido. Mi secreto pesaba como piedra dentro de mi bolsa de asombros. Traté de romper con mi bicicleta el muro de silencio impuesto. En la casa vacía sólo alcancé a ver por la ventana una mesa, una silla, una máquina de escribir y un soldado. Solamente los nombres de las calles vencieron al tiempo. Las casas, cosas y sobre todo nosotros, cambiamos irremediablemente. Reemplacé a mi amigo Luis, los meses que le llevaron la recuperación de la operación en su tendón de Aquiles, trabajando de mozo en el bar habilitado en el viejo  edificio, lleno de mesas y risas para los parroquianos, galpón de recuerdos para quien escribe. Entre las primeras indicaciones del dueño del negocio, me señaló con un leve movimiento de su cabeza una mesa en donde esperaba ser atendida una mujer cruzada de piernas con un libro sobre su rodilla izquierda. "Su nombre es Mariana, si te pide lo de siempre, llevale un Martini". Existen presentimientos tan poderosos que no necesitan ninguna comprobación. Mientras limpiaba la superficie de madera con mi trapo rejilla, busqué cruzar su mirada y le dije, "Francis Bacon lo dijo". Sorprendida me respondió: "Disculpe, no lo entiendo, qué fue lo que dijo Bacon?". "Si aprender es recordar, ignorar es saber olvidar, ya todo está, sólo nos falta verlo. Nunca pude olvidar esta frase y tampoco a usted". Mi emoción alcanzó la suya cuando le conté lo recordado. Con la misma admiración de entonces, volví a escucharla pensar en voz alta. "El infierno está compuesto por celdas, capuchas y cámaras de torturas. Pasé varias sesiones, casi me quedo en la corbatita. Ignoro si me escapé, se equivocaron o me dejaron ir. Nadie te saca la culpa de haber salido viva. Aprendí a deambular entre símbolos. Caminé durante años kilómetros a orillas del Sena como equilibrista al borde del abismo. Un arnés de recuerdos anudados a la sombras de mi pasado me enseñaron a levantar con mis penas una torre más alta que la Eiffel desde donde pude observar otro paisaje, buscar una nueva posibilidad, volver a creer. Tuve una hija, que hoy es la historia de un desencuentro. Soy docente jubilada, tengo un taller de arte y pinto. Como verás soy muchas cosas más, pero nada soy sin aquella historia". Avenida Francia ya no me es extraña al paisaje de calles con nombres nacionales. Por algo es de dos manos, como la vida, de ida y vuelta. A veces, cuando me paro sobre el cantero central mirando al sur, me parece ver a lo lejos la silueta de la Torre Eiffel, en donde algún día me sentaré a tomar un café con los recuerdos más profundos y sentidos de mi hermana.

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