Mosquito Sancineto es una figura popular muy querida, aclamada entre otras razones por todo el tremendo puterío que ha ido armando en estos años. Está siempre alimentado por un público que lo adora, lo sigue, le grita frases de amor. Frente a esta masa de admiradores él jamás se muestra distante porque es una completa antidiva que goza del lujo de la humildad. Ahora celebramos los treinta años que cumple improvisando, pero mi recuerdo de él se remonta mucho más atrás. Hace cuarenta yo lo veía constantemente en los shows con Batato Barea y Alejandro Urdapilleta, compartíamos el under porteño. Era y es parte de una constelación que llamo “la familia trolar”. Mosquito es dentro de esta familia cósmica una de las estrellas más jóvenes. Forma parte de un grupo de personas que hemos usado la sexualidad y la diferencia como maravillosa trampa para arremeter contra lo establecido, como trampolín para el arte, como plataforma para la creación de un estilo propio.
Mosquito ha recorrido un trayecto inolvidable. Ya se veía mucho de lo que vendría en el trabajo que hizo dirigido por Jorge Polaco en la película La dama regresa. Ya sea en cualquiera de sus facetas, en sus puestas personalísimas, en su trabajo en el circuito oficial (por ejemplo, en el Teatro Cervantes) o como apasionado y comprometido pedagogo, Mosquito fascina a propios y a ajenos por su lealtad, su osadía, su velocidad, su payada actoral integral, que es lo que le permite pasar de un rol masculino a uno femenino en un pestañar, por nombrar sólo una de sus destrezas camaleónicas. Mosquito se mueve con total soltura y habilidad en el límite entre el marketing y el engrudo de lo periférico, de lo subterráneo, de la autoproducción. Es un eslabón de una gran resistencia cultural en estas tierras contra la mediocridad. Ya le he dicho personalmente que yo lo imagino poseído por Puck, el personaje de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. Mosquito, diría Federico García Lorca, tiene mucho de ese duende mágico y hacedor. Esas cualidades se traen, no se heredan, ni se aprenden, a lo sumo se estimulan. La de Mosquito es una larga guerra, que ahora cumple treinta años pero continuará, contra el prejuicio y el catálogo soporífero de las obviedades.