El rostro de Chabuca no sólo la deschava joven, algo hermosa, con la mirada infatigable y el gesto adusto. También la muestra en colores. Del pelo azul pasa en degradée a una frente que mezcla verdes, marrones, rosas y amarillos. De ahí, pasa al borde de un ojo rojo y otro naranja. Baja hacia un labio de furioso carmesí. Luego a dos mejillas multicolores, y así hasta el cuello, que tiene su parte negra como un grueso hilo de agua oscura que corre por la laringe. Puede entenderse que la multiplicidad de colores en el dibujo de tapa de Jacqueline Prado obedece a lo multifacético de sus músicas, y de sus pasares existenciales. O también a las doce voces que la recrean en un maravilloso disco publicado bajo el título de A Chabuca, en el que las versiones brillan por sí mismas, y ante las cuales cualquier tratamiento grandilocuente resulta superfluo. Lo que cabe, más que obnubilarse ante el cartel que un disco de estas características podría provocar, es adentrarse en las canciones.
Que Rubén Blades, por caso, le agregue cadencias caribeñas, bellas instrumentaciones y sutil groove a “La flor de la canela”; que Ana Belén, guitarra de Lucho González mediante, intente respetar a la Chabuca con un lindo paseo por “El dueño ausente”, más cerca del cover que de la versión; o que el “adelantado” Joaquín Sabina –padrino del disco– intente cruzar el Atlántico con “José Antonio” en plan andaluz, lejos está de ameritar histerias mercantiles. Más bien lo contrario. Y así con cada una de las piezas que pueblan una de las mejores noticias discográficas de este complejísimo 2016 para Latinoamérica. Así con la austera versión de “Surco”, a cargo del uruguayo Jorge Drexler. Así con otra elegante, medida y sutilmente rítmica –como manda la religión musical de Chabuca– de “Fina estampa”, en la voz de Pedro Guerra. Con “El puente de los suspiros” por Juan Carlos Baglietto –¿qué decir de un tipo que todo lo que toca con su voz se transforma en oro sonoro?–; con la portuguesa Dulce Pontes, volcando su voz de fado ensoñado en “Cardo o Ceniza” –dedicada por Chabuca a Violeta Parra– o con las “Coplas a Fray Martín”, que denota el maravilloso tacto que tiene Kevin Johansen para con las músicas del continente.
Cada quien sostenido por una pata musical de raigambre y sangre peruana que personifican los guitarristas Sergio Valdeos, Ernesto Hermoza y el mismo Lucho González, quien acompañó a la homenajeada durante buena parte de su trayecto; el cajón de Gigio Parodi, el piano de José Luis Madueño y el bajo de Omar Rojas. Y bajo un todo que, grabado entre Buenos Aires, Lima, Lisboa, Los Ángeles, Madrid, Miami, Nueva York, Panamá, San José y Sevilla, también contiene una versión de “Señó Manué”, encarnada por la cantora madrileña Pasión Vega, con Alex Acuña en percusión. Todas versiones que, aún con sus particularidades, hunden sus raíces en una peruanidad percusiva. No es que “Quizás un día así”, la composición que Chabuca grabó a fines de los 50 para el musical Limeñisima, no lo sea. No es que la versión en la voz de Lidia Barroso y las teclas climáticas de Lito Vitale se alejen del mundo Chabuca. No es, tampoco, que a Ivan Lins le pase algo similar con “María Sueños”, o al cantautor peruano Javier Lazo, a quien la singularidad intrínseca de “Zaguán” torna su interpretación en algo que parece un tango. Es que, entre las tres, precisamente por escaparse un ratito del patrón rítmico que el culto “estricto” a la Granda manda, no hacen más que legitimar los múltiples colores de su rostro.