Nadie narró como él la épica de los derrotados. Sabía de eso, había visto defeccionar a compañeros de lucha y de escritura y nos lo recordó libro a libro editado o reeditado en los aciagos noventa. Su escritura habla de claudicaciones, convicciones, fidelidades como tal vez ninguna otra en nuestra literatura. Encontró para eso una lengua de condensación, interpelación histórica y potencia ideológica inusitadas y con ella narró luchas, decepciones y triunfos en el camino de los oprimidos hacia la conciencia de clases. Una frase de Bedoya en El amigo de Baudelaire (“Un hombre, cuando escribe para que lo lean otros hombres, miente. Yo, que escribo para mí, no me oculto la verdad”), podría resumir toda su vida: la coherencia de quien no le teme a sus palabras porque hombre, hacer y palabra son ya la misma cosa. Comencé a leerlo finalizada la dictadura, en pequeños sellos. Momento revelador para mí, la seguridad de que estaba descubriendo a un escritor que cambiaba las cartas de juego de la literatura argentina. Sin embargo, pese a la excepcionalidad de su obra, su circulación siguió en los márgenes hasta que en 1992 obtuvo el Premio Nacional. Sus ficciones arman una biografía de país: Castelli, Rosas, Cufré, Paz, Fioravanti o su alter ego Reedson, son pivotes en la saga de hombres que prefirieron perderlo todo antes que permitir que se avasallaran sus convicciones. Es una de las voces más personales de nuestra literatura, está en el cruce de nuestras mayores y mejores tradiciones, en el nodo donde confluyen novela erótica, relato político, ensayo social, thriller, novela histórica, poesía… 

Podría decir muchas cosas sobre Andrés, a algunas las dijimos hace unos años, con Lilia Lardone, en Ribak/Reedson/Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera, un libro que editamos en De la Flor, bajo el ala de Daniel Divinsky (le gustó que esa editorial nos hubiera aceptado el libro), donde dijimos que su escritura apareció como un puñetazo entre nosotros, que de solo estar en Córdoba elevó por así decirlo el techo de nuestras aspiraciones, que era un hombre corrido (en el doble sentido de la palabra) de la Academia (sigo pensando que no tuvo ahí la recepción que tuvieron otros escritores de su calidad)…, que era para sus pares un hueso duro de roer, que comprendo que a muchos no les gustara su manera de no rendirle pleitesía a nadie (podía decirte en la cara un par cosas que estaban en el límite de lo tolerable, tal vez porque no le importaba conseguir nada por el camino de la corrección política o social), que nos haría muy bien releerlo en estos tiempos de arrasamiento de derechos, que veo su escritura y sus asuntos más actual que nunca, que ejerció hacia mí un magisterio involuntario (no le gustaba nada la idea de docencia en escritura y le parecía que los talleres literarios –de los que yo vivía en esos años– eran un modo de sacarle plata a la gente) y que sentí hacia él un cariño que llamaría filial. Los encuentros semanales con Lilia Lardone y Estela Smania en El Quijote, las parrilladas en Beto’s (era muy criollo en sus hábitos), las comidas en nuestras casas o en la suya, las largas charlas grabadas para el libro y algunos encuentros en Buenos Aires me lo traen a la memoria como un hombre de profunda ternura, una vez que una lograba derribar esa cáscara de gruñón que tanto le divertía tener. Los momentos compartidos, el relato de episodios vividos con su madre, con sus hijos, la casa conventillo donde pasó sus primeros años, ese mundo de lucha política de padres y tíos inmigrantes, militantes, aportantes al partido... y ese humor suyo tan ácido, condensan (mientras escribo esto están llevando sus restos al crematorio, dejó –como era de imaginar– expresas indicaciones de que lo cremaran sin ceremonia previa) más de veinte años de intenso privilegio. 

* Escritora y poeta.