Recién con el tercer disparo logré tumbarlo. Intentó pararse. Me miró con los ojos ciegos, ensangrentados; estiró un brazo con los dedos en garra, las uñas como dagas cubiertas de tierra y sudor. El cuarto disparo le dio en la frente y entonces sí todo el cuerpo se desplomó desinflado, sordo sobre el pastizal, como una pelota pinchada y descosida.

Solté la pistola y caí de rodillas. Me temblaban las manos, el estómago, las pupilas, los maxilares, el cuello. Miré hacia el cielo. Quise llorar y tal vez lo hice. Pero en silencio y seco. Ni una lágrima; todas ellas se habían convertido en piedras y se habían acumulado en la boca de mi estómago.

Me acerqué gateando hasta el cuerpo de Antonio y le limpié con el dorso de la mano la sangre que fluía sucia de la frente. Al rojo impuro lo contaminaba algo viscoso y más bien amarillo que blanco. Son los sesos, pensé. Me senté con la espalda apoyada en la rueda de la camioneta y acomodé a Antonio sobre mi regazo. Le acaricié la cabeza estirándole el cabello hacia atrás. Cabello negro, lacio y muy fino que solía ser tan suave y ahora se me pegoteaba en las manos por la sangre que comenzaba a coagular. Tampoco esta vez logré que fluyera alguna lágrima; todo seguía adentro: el miedo, la furia, el dolor, la enorme tristeza.

El amarillo seco del pastizal se extendía hasta el horizonte, el sol caía en picada y su hiriente luz rebotaba en el polvo flotante haciendo del espacio un insoportable escenario de sucio blanco brillante. Las moscas comenzaron a lanzarse sobre la masa pringosa de sangre. El zumbido creciente y el cosquilleo de los insectos sobre la cara me arrebataron del sonambulismo al que me había rendido de cara al sol.

Continué el pozo que había comenzado a cavar Antonio, lo más profundo que me permitió el suelo reseco; hice girar el cuerpo sucio de tierra y hojas secas hasta el borde de la fosa. Con una patada lo mandé al fondo y, sin dedicarle una mirada más al cadáver mugriento de mi hermano, comencé a rellenar el improvisado sepulcro.

La noche cayó mucho antes de terminar el trabajo. Hacía un calor húmedo que me impedía la desidia; cada vez era más grande el desánimo, la tristeza y la estridente conciencia de que esta venganza apenas cumplida nunca lograría devolverme la voluntad. Me senté a un lado de la tumba y lloré como no lo había vuelto hacer desde que murió papá, 15 años atrás. Huyeron con mis lágrimas la traición, los años de prisión, y otra vez la traición. Pero el llanto terminó y el alivio posterior me duró apenas algunos minutos. 

No hubo testigos, estaba seguro. Y tampoco nadie se preocuparía por la desaparición de Antonio; no al menos por ahora, acostumbrado como estábamos en la familia de sus ausencias. La primera vez que se fue, la primera que recuerdo, ocurrió el año que vivimos en Casilda y fue breve y fundamental. Él tenía 10 años, yo 8. Extrañábamos a los amigos de Rosario. Nos aburríamos. Y no lográbamos encajar, forasteros engreídos, entre los chicos locales. Campechanitos, les decíamos con desprecio y resentimiento por el rechazo que nos mostraron desde el primer día de clases. Intentaron hostigarnos dos o tres veces, pero nuestra respuesta a puñetazos los aplacó por el resto del año. No nos molestarían más, pero tampoco nos harían un lugar.

Una noche, en la habitación, Antonio me propuso que nos fugáramos a Rosario. Vamos de la abuela, me dijo. La abuela no era en realidad nuestra abuela, sino una vecina del antiguo barrio que algunas tardes nos invitaba a merendar. Era mucho más vieja que nuestras abuelas de verdad, pero vivía muy cerca y la veíamos con más frecuencia. Nos servía la leche vestida con un deshabillé suelto que dejaba al aire, al agacharse, sus pechos secos y desinflados. El sólo recuerdo de su vientre frotándome el hombro, cuando nos servía la chocolatada, me dio náuseas. No, le dije; yo me quedo.

Antonio se fue al día siguiente. Por la tarde, cuando todavía mis padres ni sospechaban de su huída, sonó el teléfono. Atendió mi padre. Era Luisa, le dijo a mamá cuando cortó; dice que Antonio está en su casa, que fue hasta allá porque lo habíamos echado y no sabía donde más ir. ¡Y a ese pelotudo qué mierda le pasa!, gritó mi madre. Lo fueron a buscar de inmediato y lo trajeron casi a rastras, castigado. Por mucho tiempo estuvo seguro de que yo lo había delatado y desde entonces empezó a dinamitar mi existencia. Cometía infinitas maldades de las que intentaba luego culparme. Algunas veces, no pocas, lograba su cometido y yo era víctima de castigos injustos. Una tarde, mientras leía, me cayó por detrás y empezó a pegarme con furia. ¡Nunca te voy a perdonar que me vendieras a papá, nunca! Me gritó. No sabía de qué me acusaba. Hasta que entendí que era por lo de su escape frustrado. ¡Fue la abuela, fue la abuela!, le grité mientras trataba de defenderme de los golpes. Me soltó sin estar convencido del todo y se fue. Más tarde me dijo que mamá le había confirmado lo de la abuela, pero no me pidió perdón.

Creí que dejaría de hostigarme y así fue durante un tiempo. Pero la facilidad con la que lograba culparme de todos sus actos era demasiado tentadora. Se hizo costumbre; sólo que ahora, cada vez que yo asumía alguna de sus culpas él me premiaba. Primero con figuritas, con juguetes y después, cuando crecimos, con plata y regalos caros. Era mi hermano mayor y en el fondo me hacía feliz que él me reconociera, me aprobara y me recompensara.

El día que me citó al bar para contarme la idea que tenía de vaciar el tesoro del banco en el que trabajábamos, yo supe de inmediato que si algo salía mal el que iba a terminar en cana era yo. Y eso fue lo que sucedió. El huyó, como era su costumbre, pero me escribía seguido para prometerme que la mitad y algo más de la plata del robo me estaría esperando a mi salida. El primer año la plata fue consuelo; pero los siete siguientes fueron un hundirme en la desesperación y en la idea de que la muerte de Antonio sería la única recompensa para mí. Cada golpe que recibí en la cárcel, cada humillación, cada pija sucia, eran un tiro más prometido para el hijo de puta traidor.

Llegó el día. Salí de prisión y en la calle me estaba esperando Antonio. Me abrazó, me besó, lloró. Vamos, me dijo, vamos a buscar lo tuyo ahora mismo. Salimos a la ruta. Mis primeras horas de libertad eran horizontes vacíos y campo reseco por la sequía de aquel verano. Antonio no paraba de hablar, estaba exultante. Por un momento sentí que lo quería, pero me arranqué de cuajo ese estúpido sentimiento. Abrí la guantera por hacer algo y vi la pistola. Por las dudas, me dijo sonriendo, vamos a cargar mucha platita. Saqué la pistola y la sopesé. Ojo, que las armas las carga el diablo pero la descargan los boludos, bromeó. Él estaba feliz, ansioso por ver mi reacción por el premio que me había reservado, incapaz de sospechar lo que representaron para mí los últimos 8 años en Coronda; yo sentía que nunca más podría tener un poco de consuelo hasta que le reventara a tiros esa estúpida felicidad pagada con mi vida.

Me equivocaba.

Cuando llegamos a la alameda, Antonio empezó a cavar a unos pasos de un tronco seco: ahí estaba mi plata, me dijo. Tuve todavía un buen rato de dudas, pero el calor húmedo en el campo reseco no favorecía ningún germen de compasión. Mientras él transpiraba al sol, yo saqué la pistola de la guantera y le disparé: una, dos, tres, cuatro veces. Volví a Rosario con el botín.

Solo.

Estaba solo.

Me encerré en un cuarto del primer hotel que encontré. Esparcí la plata sobre la cama: había no menos de 300.000 dólares. Me asomé a la ventana y miré hacia la calle. Amanecía. Es ahora. Se ve la plaza seca, los negocios de San Luis, la peatonal, las horas muertas, el sol que lastima y un silencio de voces y de músicas, de relojes y de pasos. Sólo queda llorar, o ni siquiera eso. Mejor es callar y que las lágrimas secas rueden en mi cara ahora que es piedra, ahora que es vacío, ahora que es siempre.