Algo tienen en común el cuerpo y el silencio, y es que no pueden mentir.
María Fux
Una definición amplia y descriptiva sostiene que el abuso sexual es la convocatoria a un/a niño/a por parte de un adulto, a participar en actividades sexuales que no puede comprender, para las que no está preparado su psiquismo por su nivel de constitución, y a las cuales no puede otorgar su consentimiento desde una posición de sujeto; y que viola la ley y los tabúes sociales.
Cuando la convocatoria es a un/a adolescente, por más que éste/a ya haya atravesado la pubertad y pueda comprender de otro modo la intencionalidad del abusador, constituye un abuso a partir de que casi siempre la relación de poder no permite que ese/a adolescente pueda negarse o protegerse, y a partir de que proviene generalmente de alguien de quien se espera cuidados y no ataques.
El adulto, o sea el agresor, usa al/la niño/a o adolescente para estimularse sexualmente él mismo, al niño/a o a otra persona.
Las actividades sexuales pueden consistir en cualquier tipo de relación oro-genital, genital o anal, o un abuso sin contacto como el exhibicionismo, voyeurismo, o la seducción a través de las redes sociales e internet, o la utilización del niño en la producción de pornografía; e incluye una amplia gama que oscila entre la violación forzada hasta la sutil seducción.
Durante muchos años la legislación consideró privados los episodios que ocurren dentro de una familia, incluido el abuso sexual infantil. Esto brindó un marco de complicidad para que estos delitos se perpetuaran. Las leyes vigentes hoy consideran todo abuso sexual o maltrato un asunto público en el que el Estado debe intervenir para frenarlo. Por eso todo agente del Estado, entre ellos los docentes y los distintos profesionales de la salud, debemos actuar una vez que detectamos una situación de vulneración de derechos, hacia la realización de la denuncia.
La experiencia clínica nos muestra que el abuso sexual en la infancia y adolescencia tiene en la mayoría de los casos efectos traumáticos, que se traduce a veces en multiplicidad de síntomas y, otras veces, en un encapsulamiento, quedando la vivencia traumática aislada del resto de la estructura psíquica, con una eficacia que permanece aún mucho tiempo después del acontecimiento. Esto se ve muy bien en algunas mujeres adultas que nunca hablaron del abuso que sufrieron en la infancia y, para mantener en silencio frente a sí mismas ese acontecimiento infantil como si nunca hubiera sucedido, desmienten la posibilidad de que sus hijos sufran un abuso y no pueden entonces protegerlos. Esto da como resultado que muchas veces lleguen a la consulta porque sus hijos padecieron un abuso sexual. No se trata de “madres negligentes”, sino que su propia historia de haber sido abusadas y el destino de esos traumatismos en su propio psiquismo no les permite detectar los indicios de que sus hijos o hijas están padeciendo algo similar a lo que ellas vivieron. Lamentablemente esto es considerado por la Justicia patriarcal como un motivo para dar bajo crédito a las denuncias cuando éstas son realizadas por una madre que sufrió un abuso en su infancia. Suelen considerar que si la madre fue abusada ella ve abusos en todos lados y entonces no es confiable su denuncia.
Este no sería el único motivo por el cual una madre u otro adulto a cargo de la crianza no habría detectado un abuso sexual hacia el niño o niña. Existen madres con muy poca conexión emocional, que participan de un ambiente renegatorio de éste y otros padecimientos; o madres muy indiscriminadas que funcionan en paridad con sus hijos sin que se marquen diferencias de generaciones; o madres muy deprimidas que no están en condiciones de mirar y ver a sus hijos; o también madres perversas que actúan en complicidad con hombres abusadores. Que un niño, niña o adolescente haya atravesado una situación de abuso sexual, y que ésta se haya perpetuado en el tiempo, compromete por lo menos a dos adultos: a quien lo o la violentó, y a quien por diversas razones no pudo registrar lo sucedido.
Pero es importante remarcar cómo en muchos casos nos encontramos con mujeres con mecanismos psíquicos de disociación, de escisión del Yo, que sufrieron violencia sexual en su infancia y que nunca se lo contaron a nadie. El resultado de estos mecanismos es el empobrecimiento del Yo para reconocer la presencia de algo que las acerque a tomar contacto con ese núcleo de ideas traumáticas que necesitaron encapsular para mantenerlo aislado del resto del funcionamiento psíquico. Mecanismos que resultaron indispensables para poder seguir viviendo después de dichos traumatismos infantiles propios, pero que funcionan como barreras para detectar lo que padecen sus hijos/as.(...)
Contexto para pensar el abuso sexual infantojuvenil
Antes de adentrarnos en cómo entender el abuso sexual desde el psicoanálisis, para luego pensar las formas de detección e intervención que pueda aliviar a quien sufrió semejante traumatismo, resulta necesario comprender algunas condiciones del contexto en que esta problemática se desarrolla, crece y constituye un problema alarmante hoy en salud pública.
Abuso sexual infantil es una categoría que proviene del ámbito jurídico, aunque la complejidad de la problemática hace que se entrecrucen sobre ella varios discursos y prácticas que comprenden, mínimamente, su dimensión jurídica de vulneración de derechos sobre niños y adolescentes; y su dimensión relativa a la afectación de su salud integral, abarcando aspectos intrapsíquicos, familiares y sociales.
Para comenzar, es difícil pensar el abuso sexual de niños y niñas si no se lo ve a partir del estado de dependencia que el niño tiene respecto del adulto y del poder que esa dependencia le otorga a éste último, en una sociedad capitalista atravesada por grandes desigualdades sociales que instituye y naturaliza modelos de poder abusivos.
La particularidad de los cuidados que necesita recibir un niño por parte de un adulto dada su dependencia física y emocional, tornan a esa dependencia un terreno de vulnerabilidad para distintos tipos de abusos, entre ellos, el abuso sexual intrafamiliar. Ámbitos de exposición a abusos de poder por parte de los adultos cuidadores, no sólo pero sobre todo en el caso de que éstos fueran perversos.
Pero para que estos abusos se instalen y se perpetúen en el tiempo tiene que haber además otras complicidades, muchas veces no conscientes. Desde predominancia de mecanismos de desmentida y renegatorios a nivel intrafamiliar, que conducen a que otros adultos no registren lo que sucede o no le crean al niño cuando se anima a contarlo. O adultos frente a quienes el niño ni se anima a relatar porque percibe que no hay condiciones para que lo escuchen o le crean. O la presencia de docentes o profesionales que tal vez pudieron haber advertido un malestar sobre el cual no se detuvieron a indagar, o que no cuentan con la formación que les permita reconocer la presencia de efectos de un traumatismo en un niño o adolescente, o que sí lo detectaron, pero no se animaron a enfrentarlo y dejaron pasar los indicios en la consulta.
O instituciones como lo es un gran sector de la Justicia, que funcionan con ideología patriarcal, que revictimizan al niño/a a través de no generar condiciones propicias para que se exprese dentro de sus posibilidades y en dispositivos acordes a su edad. También psicólogos del ámbito pericial que no están preparados para comprender cómo funciona el psiquismo de un niño después de un traumatismo y no pueden reconocer indicadores cuando el niño no puede relatarlo con palabras, etc. (...)
¿Más cantidad de casos de abuso o sólo más consultas porque aumentó la visibilización?
En los últimos años registramos un aumento significativo en las consultas ligadas a la violencia sexual sobre niños y adolescentes. Sin embargo, se trata de una problemática que no llega como motivo de consulta en la mayoría de los casos.
Desde mi punto de vista no sólo hay más consultas porque quienes son víctimas encuentran un tejido social más abierto para recibir los relatos sin culpabilizar, sino que las condiciones de crecimiento del neoliberalismo propician el crecimiento de formas de vulnerabilización social y sometimiento a los sectores más fragilizados de la sociedad, que redunda en aumento de las violencias. A la vez encontramos formas de organización social de resistencia muy importantes, como por ejemplo Ni Una Menos, por parte de varios colectivos de mujeres, y muchas otras que concientizan y asisten a familias que sufren estas violencias.
Ana María Fernández sostiene que para que el golpe, la violación y el ataque incestuoso en forma de abuso sexual existan, es necesario que previamente una sociedad haya vulnerado, fragilizado e inferiorizado al grupo social al cual está dirigida esa violencia. Este colectivo social de niños, niñas, adolescentes y mujeres termina siendo percibido como el más débil, por lo cual se legitima toda clase de vulneración.
Estos procesos operan como invisibles sociales, porque están naturalizados en una sociedad en la que un grupo pequeño se ha enriquecido durante muchos años, a costa de empobrecer y someter a millones a través de dispositivos represivos feroces como fue, por ejemplo, la dictadura militar en la Argentina, para instalar un sistema económico neoliberal con fuertes desigualdades.
Por eso el comienzo de esos dispositivos de fragilización social es económico-político, pero para que perduren en el tiempo en una sociedad y se profundicen, como lo notamos hoy por la cantidad de consultas sobre abusos y violencias diversas, la desigualación social necesita también comprometer a la subjetividad: se necesitan sujetos que se sientan inferiores, sometidos, para que soporten la vulnerabilización social sin siquiera registrarla y mucho menos denunciarla.
Ana María Fernández sostiene que aunque los argumentos sociales vayan variando históricamente, se sostiene estable una lógica de varias operaciones simultáneas. Sobre todo inscribir las diferencias entre hombres y mujeres (por su condición sexuada) en un orden binario: el masculino considerado el criterio de medida, mientras los atributos femeninos son considerados falla y defecto.
Es importante que resaltemos que el terreno del abuso sexual infantil y adolescente, no sólo afecta más a mujeres y es perpetrado mayoritariamente por hombres, sino que además entre los profesionales que visibilizan, atienden y demuestran el abuso en sus informes tenemos a una mayoría de psicólogas y trabajadoras sociales mujeres. Lamentablemente una parte de los jueces y juezas de familia, formados en una ideología netamente patriarcal dudan de lo que plantean madres y niños/as, y dan crédito a los hombres, sobre todo si son blancos, con poder económico y heterosexuales.
Con esto, que retomaremos luego, queremos marcar que no se trata de una cuestión de varones y mujeres, sino de cómo cada sujeto está más o menos atravesado por una ideología patriarcal al servicio de relaciones de un poder que ubica al varón de clase media o alta como confiable, y a las mujeres y los niños o niñas como sospechosos de mentir para perjudicar el poder superior de un varón.
Es así que resulta interesante pensar las formaciones sintomáticas actuales a la luz de una cultura del sometimiento que florece en el capitalismo mundializado. Asistimos a formas de ejercicio del sadismo y agresión que cada vez resultan más crueles. La cultura, cuya función es contener y regular las pulsiones de los sujetos, avanza, de la mano del mercado, hacia una privatización de los sufrimientos. Cada uno tiene que proveerse una salida individual, ya que el tejido de sostén que nos tiene que proveer la cultura está quebrado. Para ser más precisos, cada cual podrá tener fantasías sádicas, pero el problema es si la cultura no interviene para regular las acciones sádicas intersubjetivas.
Este es el contexto para pensar los abusos sexuales que recorren todas las clases sociales. Lo es también para la trata de personas, el negocio de la prostitución infantil y muchas otras formas de violencia sexual sobre niños, niñas y adolescentes.
Rita Segato, antropóloga argentina que investiga la violación, plantea con preocupación por el aumento de este tipo de violencia en el mundo y en América Latina: “Las relaciones de género son un campo de poder. Es un error hablar de crímenes sexuales. Son crímenes del poder, de la dominación, de la punición. El violador es el sujeto más moral de todos: en el acto de la violación está moralizando a la víctima. Cree que la mujer se merece eso. Los jueces, los abogados, los legisladores, no están formados, no tienen educación suficiente para entenderlo.”
Luego agrega: “La violación no es un hecho genital, es un hecho de poder. Puede realizarse de forma genital y de muchas otras formas. Si no cambia la atmósfera en que vivimos el problema no va a desaparecer.”
Más allá de las especificidades del tema de la violación como diferente al tema del abuso sexual intrafamiliar, hay un telón de fondo social y cultural en común.
En el mundo capitalista actual crece la idea del poder de los que se sienten “dueños” de la vida y la muerte. Podríamos pensar que esto queda expresado en la apropiación del cuerpo de las mujeres y de quienes están en un lugar de mayor vulnerabilidad: niños, adolescentes y sexualidades diferentes a las hegemónicas.
Rita Segato propone, lejos del endurecimiento de las penas, como salida a este problema, ofrecer más educación de género en las escuelas, con docentes capacitados y que el abordaje sea integral, que abarque la violencia machista en sus varias formas.
* Psicoanalista de niños y adolescentes. Psicóloga (UBA).