Cada vez que escuchaba a Luciano Pavarotti en el cuarto de su casa en Xalapa, la capital de Veracruz, sonreía. El más excéntrico y políglota de los escritores mexicanos, Sergio Pitol, murió a los 85 años por las complicaciones provocadas por una afasia progresiva, enfermedad que sufría desde el 2009. No podía caminar, moverse ni hablar a causa de esta enfermedad neurodegenerativa que empezó horadando la producción verbal del autor de El arte de la fuga, hasta dejarlo mudo. Que no pudiera articular palabras es una de las ironías más atroces del destino del Premio Cervantes 2005. Esa sonrisa que esbozaba cuando oía al tenor lírico italiano era su manera de expresar que estaba contento. Todas las tardes la ópera vibraba por las paredes de esa vivienda de la calle Pino Suárez. Hasta Homero y Lola, dos perros que Pitol sacó de un refugio para hacerlos sus acompañantes, disfrutaba de esa epifanía musical. De vez en cuando le leían libros y le mostraban imágenes de su vida y de sus amigos, especialmente de Carlos Monsiváis (1938-2010).
Pitol –nacido en Puebla, el 18 de marzo de 1933- perdió a su madre –que murió ahogada en el río Atoyac- a los cuatro años. Al poco tiempo murió su padre y su hermana -una seguidilla fúnebre demencial-, y estuvo enfermo de malaria entre los seis y los doce años. Como no podía salir de su casa, la vida real fue la de los libros. Su abuela, quien lo cuidó y educó, era una lectora de tiempo completo. Pronto iniciaría un largo camino de la mano de Julio Verne, en cuyas historias había muchos protagonistas huérfanos –como él-, que buscan a sus padres o que se pierden en el mundo. Después llegarían Robert Louis Stevenson, Mark Twain y Charles Dickens. De la lectura como “medicina” a la palabra escrita había apenas un par de pasos. Y lo hizo en la adolescencia, cuando se animó a escribir. Entonces, los dos escritores que más le interesaban, a quienes admiraba con devoción, eran Jorge Luis Borges y William Faulkner. “Si me acercaba demasiado a Borges, sería un esclavo de ese lenguaje, una mera copia”, recordó el escritor mexicano en 2005 en una entrevista con Página/12. Leer, escribir y viajar formaban parte de un mismo núcleo vital indisociable. A los 20 años salió de México y en Caracas garabateó varios poemas. “Decir que eran deleznables sería elogiarlos”, admitía con esa ironía que cultivaba para huir despavorido de la solemnidad. Durante dos décadas publicó cuentos: Tiempo cercado (1959), No hay tal lugar (1967) y Del encuentro nupcial (1970).
Miembro del servicio Exterior mexicano desde 1960, se desempeñó como agregado cultural en París, Varsovia, Budapest, Moscú –donde consolidó su afición por la literatura en general y por Antón Chéjov en particular- y Praga. También vivió en Roma, Pekín y Barcelona, donde estuvo entre 1969 y 1972 traduciendo para varias editoriales, entre otras Seix Barral, Tusquets y Anagrama. Tradujo libros del chino, inglés, húngaro, italiano, polaco y ruso. Una de sus traducciones más citadas y reconocidas es El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; pero también tradujo al español a Witold Gombrowicz (Cosmos, Transatlántico, Bakakai y Diario argentino, entre otros), a Jerzy Andrejewski (Las puertas del paraíso), a Henry James (Las bostonianas, Una vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern, entre otros), a Ronald Firbank (En torno a las excentricidades del cardenal Pirelli), a Chéjov (Un drama de caza) y a Vladimir Nabokov (La defensa), entre otros. Este adicto a la invención de historias, acaso el más chejoviano de los narradores mexicanos, invitaba a sus amigos en los restaurantes a imaginar las vidas de los comensales vecinos, y entre platos, vinos y postres, apelaba al juego, al dislate, una repentina y jubilosa ferocidad en la que ponía a prueba esos procedimientos narrativos que caracterizan su prosa, especialmente la intuición más radicalizada y la libertad para aventurarse a escribir distinto a la tradición en la que se habita. Jamás se sublevó ante la etiqueta de escritor “raro” o excéntrico. Él mismo se reconocía como un “personaje excéntrico”. Esa rareza –la libertad de escribir diferente, casi de espaldas a eso que se podría llamar “sistema literario mexicano”- cristalizó en el hecho de que fue un narrador secreto o poco reconocido por sus pares mexicanos hasta mediados de la década del 80. Su prestigio y reconocimiento empezó a crecer cuando ganó el Premio Herralde de novela en 1984 con El desfile del amor, “una comedia de enredos donde la parodia, lo esperpéntico y lo grotesco juegan un papel esencial”, definía Pitol a esta novela, la primera de Tríptico del Carnaval, que incluye Domar a la divina garza (1989) y La vida conyugal (1991).
“La parodia es un procedimiento literario que surge de mi personalidad, de mi modo de mirar el mundo –explicaba el escritor mexicano-. Desde niño vivo, hablo y escribo la parodia. Thomas Mann decía en su diario que todas sus novelas eran paródicas. Cuando leía un trabajo académico sobre uno de sus libros o sobre su presencia literaria, Mann sentía que ese lenguaje era serio y que estaba mutilado porque en todas sus novelas, hasta el Doctor Faustus, utilizó las formas paródicas. Para mí la parodia es el carnaval; son formas de mi organismo mental que ayudan a compensar y a equilibrar mis neuronas. La literatura paródica es vital en Latinoamérica, pero hubo épocas tan tenebrosas en nuestros países, las dictaduras militares, que hicieron que fuera casi imposible hacer algo cómico”. El arte pitoliano distorsiona todo lo que mira y desconfía de los géneros literarios. Enrique Vila-Matas, que prologó Los mejores cuentos del mexicano, advierte en el prólogo que el estilo Pitol “consiste en contarlo todo pero no resolver el misterio”.
El autor de Trilogía de la memoria, compuesta por El arte de la fuga (1996), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005), fue el gran alquimista mexicano que difuminó las fronteras entre realidad y ficción con ensayos que devienen relatos y novelas que se transforman en ensayos. Entre los premios que fue cosechando se destacan el Xavier Villaurrutia (1981) por Nocturno de Bujara -reeditado por Anagrama, la editorial que ha publicado toda su obra, como Vals de Mefisto (1984)-, el Juan Rulfo (1999), el Premio Cervantes (2005) y el Alfonso Reyes (2015). Pitol era un enamorado de las literaturas periféricas. “Las modas literarias, las supereditoriales, las grandes metrópolis aniquilan cualquier posibilidad creadora –advertía el gran alquimista mexicano-. Toda mi formación está situada en culturas periféricas. Vivir en un enclave lingüístico donde la vida cotidiana transcurre en medio de tres o cuatro lenguas es apasionante y enriquecedor. Algunos de los logros literarios de este siglo surgen de esta vibración que se establece entre una cultura lejana y la metrópoli: Irlanda, Austria, Polonia... O los escritores rusos del XIX: ellos también son literatura periférica”.
“Tengo como orgullo y privilegio el que mi vida se haya cruzado, al menos por un día, con la obra de Pitol: fui miembro del jurado que le otorgó el Premio Cervantes una luminosa mañana de diciembre –recuerda Rodrigo Fresán-. Recuerdo que salí de allí muy contento y que entré en internet (ese aleph inequívocamente pitoliano) para ver qué se decía allí sobre el flamante ganador. Todos los comentarios eran unánimes en su alegría y, por ahí, flotando en el ámbar de la electricidad, reparé en una frase de Pitol: ‘La inspiración es el fruto más delicado de la memoria’. De ser esto cierto —y creo que sí lo es— entonces Pitol es uno de los frutos más delicados de la inspiración”.