Medios a lo largo y ancho lo han bautizado “el primer tampón reutilizable del mundo”; mentirillas, mentirillas porque, en verdad, lo reutilizable es el aplicador. Y es que, aunque más o menos populares según hábitos y costumbres, harto sabido que algunos tampones traen un tubo generalmente plástico que ayuda a empujar e insertar el absorbente adminículo en la vagina, sin marcharse la muchacha, y que debe ser inmediatamente descartado tras cumplir la función de colocación. Por practicidad o rutina, en sitios como Estados Unidos o Gran Bretaña, la mayoría de las mujeres opta por este formato antes que por la más modesta -y económica- versión sin aplicador, a pesar de que genera un mayor impacto contaminante en el planeta tierra, un desperdicio extra. Finalmente, en promedio, una mujer usa a razón de 11, 12 mil tampones o toallitas durante su vida reproductiva; prácticamente todos estos productos contienen componentes que no se biodegradan, y que acaban en mares y ríos. Si se suma el mentado aplicador descartable, asciende astronómicamente la chicharra de alarma… De allí que dos brits, Celia Pool y Alec Mills, pusieran manos en la masa para resolver (parcialmente) tamaño intríngulis, y con suflamante firma Dame, hayan desarrollado “el primer aplicador reutilizable” y, por tanto, eco-friendly.
La novedad -bautizada D, de larguísima durabilidad, fabricada con un material antibacteriano de grado médico- ha tenido buenísima acogida por el globo, dispuestas numerosísimas clientas con consciencia verde a esterilizarlo pos uso y conservarlo en la coqueta funda hasta la siguiente aplicación del tampón. Empero, aunque Pool y Mills recomiendan “cargar” a D con tampones orgánicos, libres de lejía, rayón, pesticidas o fragancias (“si tenemos cuidado con lo que llevamos a nuestras bocas, ¿cómo no vamos a tener el mismo cuidado con lo que ponemos en nuestras vaginas?”, dicen), probable es que las usuarias lo utilicen con el tampón que esté al alcance de la mano, en cualquier farmacia, largamente cuestionado por su sintética composición. Sintética composición que acarrea efectos adversos en la salud de la mujer. Y no, ni siquiera nos referimos al infamemente célebre Síndrome del Shock Tóxico (SST), enfermedad rara que potencialmente puede afectar al 1 por ciento de las mujeres, “aquellas que son portadoras de la bacteria staphylococcusaureus en sus vaginas”, explica Le Monde, porque “con la sangre menstrual bloqueada, caliente, amén del tampón, se desarrolla a sus anchas la bacteria y puede disparar la peligrosa toxina TSST-1, que pasará a la sangre”. Tan peligrosa la toxina que a algunas les ha costado la vida; a otras, la amputación de una pierna, o de las dos…
Más allá del riesgo de SST, los tampones esconden otros peligros. Sin más, en el mentado artículo, advierte la susodicha publicación que “varios estudios han demostrado la presencia de productos químicos en ellos. Un estudio realizado entre 60 millones de consumidoras pone en evidencia trazas de dioxinas, uno de los doce contaminantes más peligrosos del mundo, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), y residuos de pesticidas, ligados a los tratamientos de materias primas”. Nótese que, para su celebrado documental Tampón, nuestro amigo íntimo, emitido por la tevé francesa meses atrás, la realizadora gala Audrey Gloaguen mandó a analizar 6 de las marcas más utilizadas en el país de la Marsellesa, y a esta conclusión arribó: “Tienen tantos componentes químicos que resultaría imposible hacer inventario”. Entre ellos, “fibras de celulosa, a las que las industrias de higiene femenina le aplican dióxido de cloro, o lisa y llanamente cloro, para blanquearlas; sustancia que produce dioxinas, es decir interruptores endocrinos”. “Los tampones son pura basura química”, se despacha la realizadora, previo a enumerar -entrevistas con especialistas mediante- algunos posibles efectos adversos: lesiones dérmicas, alteración de la función hepática, degradación del sistema inmune…
Con tamaña información, no se ven tan, tan rústicos los “tampones” de antaño… Claro que antes la regla ocupaba menos tiempo que hoy. Como han establecido cantidad de informes, las antepasadas occidentales que vivieron hace 100 años menstruaban tres veces menos que las muchachas actuales. Además de lo conocido: antes del siglo 20, se comenzaba a menstruar más tarde, casi pisando la veintena; y se moría más joven, a punto tal que algunas ni vivían tanto para conocer la menopausia. Se casaban las muchachas jóvenes y, a falta de anticonceptivos, pasaban tanto tiempo embarazadas, y luego amamantando, que se les detenía la regla a cada rato. Por supuesto, corriese más o menos sangre, nunca faltó imaginación y resolución. Usaban papiro flexible en el Antiguo Egipto; se introducían papel las japonesas; un trozo de caña envuelto en lino las griegas; rollos de lana en el Imperio Romano; entre otros dispositivos precarios. Antecedentes directos de la versión moderna, creada entre los 20s y 30s por el doc Earle Cleveland Haas, que -preocupado por facilitarle la vida a su mujer bailarina- creó la variedad de algodón comprimido, y ¡ojo!, ya venía con aplicador.