Terminó la tercera temporada de Love, y junto con ella la historia de Gus y Mickey, al menos para lxs espectadorxs que tendremos que imaginar el resto. La serie ambiciosa y modesta a la vez, que desde su nombre se propuso como un retrato del amor contemporáneo aunque lo resumió en apenas unos meses en las vidas de un chico y una chica en Los Ángeles, quizás se salve de este modo de caer en esas prolongaciones erráticas que son tan comunes a las series de estos últimos años, pero también ese final que se siente casi prematuro es fiel al espíritu que desplegó desde el principio: no se trataba tanto de acumular episodios y eventos alrededor de dos personajes, sino de desplegar un mundo, dos formas de ser, dos historias, y una dinámica entre ellas que en las tres temporadas creadas por Judd Apatow, Paul Rust y Lesley Arfin resultó mucho más compleja de lo que imaginábamos.
Seguro que se acuerdan: Gus (Paul Rust) conoció a Mickey (Gillian Jacobs) una madrugada en la que ambos, después de una mala noche, fueron a una estación de servicio, él para comprarse snacks, ella a buscar un café. El meet cute fue bien contemporáneo porque en realidad las primeras palabras que Gus escuchó de la boca de Mickey fueron las puteadas dirigidas al encargado del autoservicio que no le quería fiar un café. Gus se ofreció a pagar y allá fueron juntxs, por las calles de Los Ángeles, como dos extraños que al parecer no tenían nada que ver pero que en la conversación casual encontraron un ritmo, algo que cerraba. Desde el comienzo fueron tan importantes ellos dos como los respectivos amigos y amigas -ese hábitat natural para los de treinta-, los trabajos que no les interesaban del todo, la acumulación de aventuras amorosas pésimas y la dificultad para sostenerlo todo como haciendo malabares en los que siempre, siempre, alguna pelota se caía.
Love tuvo algunos rasgos infrecuentemente realistas; el primero de ellos, que el romanticismo (incluso el de los mensajes de texto, la espera de esos mensajes, la incertidumbre) no surgió nunca de momentos estereotipados sino que creció orgánicamente de lo que pasaba entre Mickey y Gus. Por otra parte, el sexo estuvo bueno desde el principio pero todo lo demás se pareció al desastre. El timing no era bueno, la combinación entre la inseguridad de Gus y la brutalidad de Mickey tampoco, hubo mentiras, arrebatos, grandes peleas, y sin embargo… Gus y Mickey, de hecho, hicieron todo lo que se supone que no hay que hacer en esta era donde la pedagogía de las relaciones es omnipresente y continua; quizás si Love se llama Love es porque recupera algo de las relaciones contemporáneas que tantas veces se olvida, y es que si dos personas no se despiertan mutuamente cariño y ganas de cuidarse, difícilmente las instrucciones para tener una pareja logren que algo funcione.
La temporada 3 encuentra a Mickey y Gus en el momento mismo de quererse y apostar a seguir juntos, ese vértigo, entre excitante y aterrador, por el que todas las relaciones pasan en los primeros meses (y la gran revelación sucede entre los azulejos del baño, después de haberse enfermado juntos). Pero estar bien no pasa solamente por ellos; hay que ordenar un poco alrededor. En ese sinceramiento y en la necesidad de frenar un poco se revelan algunas verdades sobre los protagonistas: ni Mickey era tan cualquiera ni Gus tenía todo tan claro como podía parecer. Love merecía llegar a su tercera temporada solamente para mostrar eso: que los mitos de origen muchas veces no son más que eso, que el tiempo pasa y hace su trabajo, las personas muestran otras facetas, las relaciones pueden ser mutantes, atravesadas por la precariedad. Porque la pareja protagónica tendrá su final esperanzador pero ahí anda la ex novia de Gus, Sarah, como la divorciada de treinta años, para mostrar otros desenlaces posibles.,