Murió en el mar. Un hombre llamado Albert dijo haberla visto caminar entre las olas y otro, un regatista, encontró su cuerpo cerca del puerto de Shoreham un día después. El suicidio de Ann Quin se contó primero en un diario local, era verano y era un fin de semana festivo en Brighton, la playa en la que había nacido y donde transcurre Berg (publicada por John Calder en 1964), su tan elogiada como desconocida (agreguemos “poco leída” entre quienes dicen conocerla) primera novela.
Ann se crió sola con su madre, estudió en un colegio católico y era una secretaria -trabajaba de- cuando escribió Berg en tiempos de alucinaciones, colapsos nerviosos, terapias electroconvulsivas y pastillas psiquiátricas. “Un hombre llamado Berg, que cambió su nombre a Greb, llegó a una ciudad costera con la intención de matar a su padre...”, esta es la primera oración de la novela y la que le ha hecho ganar a Berg un lugar entre las mejores primeras páginas que un libro pueda tener. Hay una versión cinematográfica, se llama Killing Dad (Matar a papá o Cómo amar a tu madre), es de 1989 con Julie Walters, Richard E. Grant y Denholm Elliot.
“¿Cómo puede ser que no se piense en Ann Quin y su vanguardia literaria feminista y solo se haya pensado en el Finnegans Wake cuando se piensa en la ficción experimental?” se preguntan quienes descubren un invernal aire edípico, con sal marina en la boca y arco tenso helénico, en el monólogo suntuoso de Greb. Una voz en primera que despliega exuberancia, linaje de piedad y diversión en una tercera nada ajena. Enseguida llegarán las lecturas críticas que la comparan con Beckett, el mejor Burroughs o Nathalie Sarraute, y los ecos de su amor por Anna Kavan, Virginia Woolf y el nouveau roman (sin perder su verbo británico). Hay grotesco, policial negro y melodrama –el maniquí ventrílocuo, el maniquí padre, el maniquí cadáver de padre, es apenas un botón– en Berg, la historia de una pérdida que habita la ventura de lo inconveniente sin rémoras prolijas.
Banalizando o a veces sobrevalorando erudiciones, la ficción de Ann Quin descansa en el olvido y en la moda de un parpadeo, dos sillones con diferente tapizado donde se apoyan cerrados sus otros libros: Tres (1966), Pasajes (1969) y Tripticks (1972) con las ilustraciones de Carol Annand y con nuevos juegos de experimentación formal sin atisbo de simulación alguna, un vuelo surrealista con estética prepunk, que cuestiona a la ficción, a “la propia empresa de la ficción” sin rumbo seguro ni barandas pero manteniéndose en el hilo de oxígeno de su palabra conversada -escrita- con los ojos llenos de horas, llenos de tiempo como si fuera una imagen de Biagioni. Amelia, finalmente, vence.
Hace unos meses, unos pocos meses, se editó The Unmapped Country: Stories and Fragments, una selección de historias de Ann (que se suman a los sillones, y ahora también a las vidrieras) que, en parodia autobiográfica o en ficción, no olvidan su entusiasmo por las yuxtaposiciones, su devoción por las listas y su recuerdo por esa Inglaterra de la posguerra, en la que las madres servían las verduras “como si ya hubieran sido masticadas”. Con el paladar lavado y piernas nerviosas Ann salió a buscar vertientes con otra oscilación y sin recaudo, y las dejó escritas.