Desde París
De la Guerra Fría a la casi guerra tórrida. El conflicto en el este de Ucrania primero y luego la guerra interna Siria donde Occidente y Rusia mezclaron las cartas hacia una tensa escalada desembocan ahora en un circuito de amenazas que pone al mundo en la frontera de un conflicto de proporciones inescrutables. El fin del mundo bipolar después de la caída del Muro de Berlín (1989) y el advenimiento de un “nuevo orden mundial” definido por el presidente George Bush (padre) no vio emerger un nuevo sistema internacional de seguridad sino una multiplicación de guerras permanentes. Siria es el último modelo. La supuesta utilización de armas químicas por el régimen de Bashar al-Assad contra la localidad de Duma (7 de abril) llevó al presidente norteamericano Donald Trump a prometer una respuesta militar con “misiles bonitos, nuevos e inteligentes” y a Moscú, que ya bloqueó dos resoluciones en las Naciones Unidas, a reiterar su oposición total a esa iniciativa y a advertir que derribaría cualquier misil. En Gran Bretaña, la Primera Ministra Teresa May parecía dispuesta a participar en la coalición sin autorización parlamentaria mientras que, en Francia, el Presidente Emmanuel Macron aseguró que “tenemos la prueba de que las armas químicas fueron utilizadas por Bashar al Assad”. París, no obstante, conserva un perfil prudente ante el temor de “una escalada mayor” cuyo telón de fondo es una puja por el control geopolítico entre Washington y Moscú.
La guerra Siria es un afluencia de actores y una catástrofe humanitaria: los siete años de conflicto dejaron más de medio millón de muertos y uno de los desplazamientos de población más imponentes de la historia moderna (más de la mitad de la población). Sea cual fuere su naturaleza, una excursión militar es un rompecabezas. En abril de 2017, Donald Trump ya lanzó 59 misiles Tomahawk contra una base aérea (Shayrat, en la localidad de Homs) como respuesta al empleo por parte del régimen de Bachar al Assad de armas químicas. La configuración militar no cambió por ello. Al contrario, el presidente sirio reforzó sus posiciones. Hoy tiene bajo su control dos terceras partes del país gracias a las sucesivas victorias contra los rebeldes y al respaldo de Irán, Rusia y combatientes chiítas oriundos de la región. La última batalla en el suburbio (afueras de Damasco, la capital) de la Gruta Oriental acabó con los rebeldes de Jaish al Islam y consagró la doble victoria de al-Assad y Rusia. Pese a las gesticulaciones de Occidente, Bachar al Assad ha ganado la guerra.
Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Rusia, Arabia Saudita, Irán, Israel, Turquía (en guerra contra los Kurdos), los rebeldes Kurdos respaldados por Washington (hay 50.000 desplegados en la frontera con Siria), Irak, el Estado Islámico, opositores insurgentes, rebeldes islamistas y grupos afines a Al Qaeda, milicias chiítas, grupos sunitas (Frente al Nusra) y otros salafistas más los “consejeros” enviados por las potencias conforman uno de los mayores enredos que se hayan conocido en la región. En ese río agitado de muchos brazos el régimen sirio navegó a sus anchas. La multitud de frentes vivos torna imposible una solución radical. Los “misiles bonitos, nuevos e inteligentes” con los que Donald Trump fanfarroneó en Twitter no podrán mover las piezas instaladas. El triángulo sirio-ruso-iraní construyó un éxito compacto.
Lo que comenzó en 2011 junto a la Primavera Árabe como una revolución pacífica contra Bachar al-Assad y su régimen autoritario derivó en una guerra civil, luego en una confrontación regional entre Irán, Arabia Saudita y Qatar (Teherán respaldó a Bachar al-Assad y saudíes y cataríes a la oposición). Más tarde, lo regional pasó a ser una confrontación internacional con dos polos mayores: Estados Unidos y sus aliados europeos y Rusia, país que selló su alianza con Damasco a partir de los años 50 del siglo pasado. En 2012, Washington y sus socios europeos se metieron en el conflicto mediante la ayuda que prometieron a la rebelión siria. La incoherencia de esa rebelión y los tanteos aproximativos de las potencias de Occidente no hicieron más que cavar la tumba de miles de civiles inocentes. En 2103, luego de otra masiva sospecha de recurso a las armas químicas por parte de las tropas de AlAssad, el entonces presidente norteamericano Barack Obama fijó una “línea roja”: prometió, otra vez junto a París y Londres, una respuesta que nunca llegó. Occidente se empeñó inútilmente en que si había una solución a esa guerra pasaba, antes que nada, por la salida del presidente sirio. La aparición del Estado Islámico y su famoso y hoy desarticulado califato trastornó los ya promiscuas estrategias de las potencias. Enfrentadas entre su, suministrando ayuda a insurgentes sunitas que eran enemigos de otros grupos a su vez sostenidos por otras capitales aliadas, París, Londres y Washington fueron los actores quizá involuntarios del triunfo de al-Assad y Moscú. Se desplazaron a ciegas. Las soluciones políticas que se buscaron en el curso de innumerables negociaciones organizadas en Ginebra tampoco dieron resultados. La condición occidental -franco norteamericana- de la renuncia de al-Assad hipotecó cualquier salida. La guerra cambió radicalmente de naturaleza a partir de 2015 cuando entró en acción la aviación rusa. El principio fijado era “la lucha contra el terrorismo” pero Rusia extendió su radio de acción, bombardeó las bases rebeldes, incluidas aquellas apoyadas por Occidente, y contribuyó a la caída de Alepo y, por consiguiente, a la victoria de Bachar al-Assad.
Luego de la caída del imperio Otomano, franceses y británicos pactaron las fronteras oficiales de Siria después de la Primera Guerra Mundial (Acuerdos de San Remo, 1920). El país y sus 23 millones de habitantes vivieron bajo mandato francés hasta 1946. En 1963, al cabo de un golpe de Estado militar, se estableció el régimen político actual, pero sin la figura del clan al-Assad. Recién en 1970, Hafez al-Assad, el padre de Bachar, accedió al poder mediante un putsch. Tras su muerte, en el año 2000, su hijo tomó las riendas del país. Al principio, la liberalización económica y los modales educados del heredero (se formó en Londres) hicieron suspirar de alivio a los occidentales. Luego, el régimen volvió a su naturaleza represiva articulada en torno a un clan. Contra ese modelo clánico se levantó parte del país en 2011 cuando Túnez, Egipto, Jordania, Yemen y Bahrein hacían lo mismo durante la Primavera Árabe. Israel, saudíes, cataríes y occidentales pensaron que aquella revuelta pondría fin no sólo al régimen de los al-Assad sino, también, a la creciente influencia regional del Irán chita enfrentado a los sunitas de Qatar y Riad. Vieron una doble oportunidad y perdieron por los dos lados. Metieron sus armas y sus intereses en juego para terminar afianzando a quienes pretendían derrotar y provocando lo que el ex Secretario general de la ONU Ban Ki-Moon calificó como “la crisis humanitaria más grande de nuestro tiempo”.