Había nacido con un nombre tan poco afín al estrellato –Georgios Kyriacos Panayiotou- que lo cambió por uno aparentemente demasiado común, un hombre sin apellido que sin embargo se convirtió en marca registrada del pop. Se hizo célebre en 1984 con una invitación al baile que se hizo omnipresente; de sobrepique, grabó una de las baladas más exitosas e insoportables de todos los tiempos. Se lanzó como solista, volvió a romper todos los charts, se peleó con su sello, creció, grabó un disco monumental, protagonizó sonados escándalos, salió del closet, desapareció de la escena, reapareció pero ante todo y sobre todo, cada vez que tomó el micrófono demostró tener una voz extraordinaria, poco común para los tiempos de reinado del AutoTune en su género. Cuando estaba en la preparación de un nuevo disco, cayó el bombazo: ayer, a los 53 años, George Michael murió “pacíficamente en su casa” en Oxfordshire, según informaron sus representantes sin dar mayores detalles sobre su sorpresiva muerte. Dado el perfil del cantante, inmediatamente la máquina de rumores lanzó versiones que hablaban de abuso de drogas, aunque la policía inglesa informó que no encontró ninguna “circunstancia sospechosa” y The Hollywood Reporter habló de una “falla cardíaca”.
La muerte del artista, nacido el 25 de junio de 1963 en el norte de Londres, viene a sumar otro crespón en un año especialmente luctuoso para las artes; su impacto en el mundo pop solo puede ser medido en grandes titulares. Junto a Andrew Ridgeley, Michael formó en 1979 Executive, una banda ska que no tuvo mayor suerte, pero dos años después encontró la llave al éxito planetario. Fantastic, el debut de Wham! lanzado en 1982, tuvo un par de hits menores en Inglaterra; fue Make It Big (1984) el disco que hizo honor a su título, primero con los misilazos pisteros “Wake Me Up Before You Go-Go”, “Freedom” y “Everything She Wants” y después con el himno máximo al almíbar de saxo pegajoso, “Careless whisper”, tan perfecto como irritante, una jugada maestra que partió las aguas. Si el pop estadounidense brillaba como nunca con Michael Jackson, Madonna y Prince, en las islas George Michael reclamó su parte.
Porque siempre estuvo claro que el que importaba era el rubio vocalista: al pobre Ridgeley no le quedó más que el papel de comparsa, y de hecho después de la gira que los llevó por escenarios de todo el mundo (Wham! fue la primera agrupación pop occidental que se presentó en la República Popular China), George Michael disolvió al dúo y se lanzó como solista. Y lo hizo con un álbum ineludible de 1987 y del pop de la era: desde ese arranque con un órgano de iglesia que desemboca en una guitarra acústica rasgueada a lo Elvis y una melodía perfecta, Faith hizo de George Michael una superestrella por derecho propio. Baste decir que de diez canciones metió siete en la heavy rotation, algunas de ellas tan inoxidables como “Father Figure”, “One More Try”, “Monkey”, “Kissing a Fool” y “I Want your Sex”. Michael era fachero, bailaba bien, tenía su carga de provocación sexual, componía, producía y arreglaba con buen olfato. Que MTV ya estuviera en el aire ayudó, pero Faith vendió 25 millones de unidades porque era -y es- un perfecto disco pop. Tanto como para meterlo no solo en las preferencias del público blanco sino también encabezar los charts estadounidenses de R&B, el primer caucásico en lograrlo.
El cantante supo aprovechar las puertas que se abrieron. Giró nuevamente por el mundo, grabó duetos con Elton John y Aretha Franklin, se tomó unas merecidas vacaciones y, cuando volvió al estudio, hizo eso que no se le suele perdonar a las estrellas pop: buscó otra cosa. En Listen Without Prejudice, Vol. 1 (nunca hubo un Volumen 2) profundizó sus matices como intérprete y tomó una decisión que fue el origen de un conflicto finalmente insalvable con el sello Sony, al negarse a aparecer en los videos de promoción. Listen... tuvo un single tan poderoso como “Freedom ‘90” pero, claro, no vendió tanto como Faith; canciones como “They Wont’t Go When I Go”, “Cowboys and Angels”, “Soul free” y la misma apertura “Praying for Time” mostraban una nueva sofisticación, a un artista en búsqueda de otros paisajes, experimentando con el soul, el gospel y el hip hop para conformar un álbum impecable, sobre todo para un tipo que venía de semejante sobreexposición. Pero Michael no solo terminaría yéndose de su sello sino también iniciando una demanda judicial que, como el célebre litigio entre Prince y Warner, solo se resolvió mucho tiempo después y con resultados agridulces. Pasarían seis años hasta que volviera a las bateas, bajo la etiqueta Dreamworks y con Older; para una escena que necesita realimentar nuevamente la galería de figuras, una eternidad.
Claro que George ya estaba mucho más allá de eso; le bastaba con la respetabilidad que había ganado, con actuar en el concierto homenaje a Nelson Mandela en 1988 o con volver a Wembley para la performance inolvidable en el tributo a Freddie Mercury de 1992, que estimuló las versiones de que Queen seguiría adelante con él al micrófono. Condiciones no le faltaban, pero todo quedó allí. Alejado de las histéricas exigencias del mundo pop, prefirió editar discos como el disco de covers Songs From the Last Century (1999, con relajadas versiones de temas como “Roxanne” de The Police y “Miss Sarajevo” de U2) y Patience (2004), donde transita su rol con elegancia y madurez, sin necesidad de buscar el hit permanente, el gancho fácil o la repetición de fórmulas. En el medio, claro, aparecieron los problemas de su vida personal. En abril de 1998 se produjo el célebre episodio en un baño público de Beverly Hills, cuando fue detenido por ejecutar “un acto lascivo” en el Will Rogers Memorial Park. Que Michael cayera en la trampa de un policía de civil que lo invitó a ejecutar ese acto lascivo no impidió el escándalo, una multa de 800 dólares y una condena a 80 horas de servicio público. Sin acobardarse, anunció públicamente que era gay y realizó el irónico y provocador video de “Outside”, que termina con dos policías comiéndose la boca. Marcelo Rodriguez, el undercover cop que lo había arrestado, le inició juicio por mofarse de él, pero perdió.
No serían los únicos problemas del cantante con la ley. Confeso consumidor habitual de marihuana, en febrero de 2006 fue arrestado por conducir un auto “under the influence”, en un año que siguió con otro arresto por cuestiones sexuales en un baño público, esta vez en Londres. Entre 2008 y 2010 se convirtió en chiste habitual su costumbre de aparecer estacionado en lugares insólitos, completamente fumado e incapaz de coordinar los movimientos necesarios, hasta que le quitaron la licencia de conducir y debió cumplir cuatro semanas de cárcel. En una entrevista de diciembre 2009 con el diario de The Guardian se mostraba esperanzado al declarar que había bajado su consumo de 25 porros a “unos 7 u 8 por día”. Su militancia por causas como Human Rights Campaign (organización estadounidense que lucha por los derechos LGBT) o para recaudar fondos para víctimas de las campañas guerreras de Estados Unidos con apoyo de su país hicieron que, de algún modo, fuera un blanco fácil para sectores intolerantes de la sociedad.
Al cabo, todo eso terminó siendo el anecdotario típico del mundillo, que coloreó a un tipo que, con sus vaivenes, supo distinguirse por la música. En los últimos tiempos, Michael debió lidiar con problemas de salud como una infección que derivó en neumonía en 2011. Pasó toda una década entre Patience y la edición de Symphonica (2014), una recorrida por temas propios de toda su carrera (afortunadamente, sin “Careless whisper”) y algunos de otros autores, grabada en una gira de dos años junto a la Symphonica Air Orchestra. Al cabo, resulta el testamento de George Michael: un tipo que podría haber sido solo un ídolo juvenil más, otro pasajero de la calesita pop. Y sin embargo, haciendo básicamente lo que quiso en un medio que suele imponer condiciones, terminó dejando un buen puñado de grandes canciones. Solo se trata de escuchar su invitación, y escucharlo sin prejuicio.