De todas las eras míticas del rock hay una que tiene un particular brillo dorado, pero de oro gastado, de noches demasiado tóxicas, un aire de fin del verano. Canciones hermosas pero llenas de amenaza, paranoia y melancolía. A grandes rasgos, serían los últimos años de la década del ‘60 y los primeros de la década del ‘70: Ziggy Stardust, el nacimiento del glam, los Rolling Stones en su exilio francés grabando su extraordinario disco doble, el sexo lánguido de Sticky Fingers, David Bowie posando como una musa prerafaelita en la tapa de The Man Who Sold The World. Y un poco antes y un poco después, Blonde on Blonde (1965) de Bob Dylan, con sus mujeres inteligentes y ásperas y Blood on the Tracks (1975), con todas esas mujeres que, ya crecidas, enloquecen de dolor al autor.
Ya se volvió latiguillo la “muerte del rock” cuando en realidad debería hablarse del repliegue del rock: se ha hecho pequeño aunque convoque multitudes. Solía ser la cultura juvenil hegemónica: ya no lo es. Ese repliegue produjo cierto secreto, el regreso de la contraseña; también lo convirtió en un sonido y una cultura por completo transversal.
Aquella edad dorada y decadente de entre décadas, que imagina rockers llenos de glamour e inteligencia, dotados para la moda y las palabras, es una era difícil de revisitar. Y de pronto aparece un artista como Kyle Craft. Ahora tiene 29 años pero desde los 15 empezó a componer, inspirado por un disco de David Bowie comprado en el supermercado, esos ubicuos K-Mart del interior de los Estados Unidos. “Yo había quedado fascinado con Laberinto, la película”, cuenta. “Quería la banda de sonido pero terminé comprando un compilado de Bowie. Así que jugaba con mis muñecos de La guerra de las galaxias en el porche de casa y en la compactera sonaba ‘Life on Mars’?,”. Esto transcurría en Shreveport, Louisiana, el sur más húmedo y musical, cerca de New Orleans.
A los 20, Kyle se mudó a Austin, Texas, paraíso de los compositores en el Sur, armó una banda con su novia y la “gira” (precaria, no tenían disco ni dinero ni mucho público) los llevó hasta Seattle. Ahí se les ocurrió llevar el demo a Sub Pop, el legendario sello que contrató a Nirvana y otros héroes del grunge. Lo dejaron en la oficina, como si no existiera el formato digital. “Se lo dimos a la recepcionista diciendo: somos una banda de Louisiana, acá está nuestro disco, chau. Yo sabía que la política de Sub Pop era muy exigente, del tipo ‘si nos mandás tus canciones, probablemente no vamos a escucharlas ni nos van a gustar”.
Pero fue todo lo contrario: a la recepcionista le pareció tan raro que una banda actuara así, de manera, digamos, analógica, que se puso a escuchar el disco. Y en un mes los contactaron.
Un poco después, llegaría el disco debut, Dolls of Highland. Kyle tocó todos los instrumentos, salvo algunas partes de batería. Se tiñó el pelo de rubio platino, como Bowie en Laberinto, pero con un corte que recuerda al Ryan Adams de Gold o a algunas encarnaciones de Jack White (se parece, físicamente, a los dos).
Dolls of Highland es un disco que suena como un bar de paredes transpiradas, una chica hermosa en el rincón tirando Tarot, los pantalones plateados, las botas, cierta tristeza en el aire y en el calor del encierro. Sobrevuelan más influencias: el rock sureño, Axl Rose, con toda su potencia y ninguno de sus tics (“cuando era chico me gustaba Guns n’ Roses y Axl canta muy fuerte: yo también, tengo mucho volumen”, asegura Kyle) y Bob Dylan. “Siempre pienso en Allen Ginsberg, cuando escuchó ‘A Hard Rain’s Gonna Fall’ y dijo que la antorcha de los poetas beats había pasado a los nuevos compositores. Odio conformarme con las letras de mierda que se escuchan hoy.”.
Como todas las buenas letras de canciones, las de Kyle Craft sufren en la traducción y son decididamentente dylanianas. Y la mayoría son pequeñas historias de amor, rupturas y desamparos varios: Kyle Craft es un cronista de su deriva joven, no un cantante de protesta. No le importa hablar de la América de Trump: tiene su propio mundo, sus personajes, su fuera de agenda que es ficción y alivio. Las chicas tristes de “Gloom Girl” (“Y su respiración llenó el cuarto de atrás/ Donde el hombre solitario estaba perdido/ Sentados, intentaron miles de veces que ella se sacara la ropa”), la mujer salvaje de “Lady Of The Ark”, la separación en New Orleans de la rockera “Future Midcity Massacre” o la rarísima y muy breve “Dolls of Highland”: “Ella me dijo que estos días sus noches eran extrañas”.
El disco lo llevó a estar entre los 10 artistas a tener en cuenta de Rolling Stone pero no pasó mucho mas o lo usual: buenas críticas, shows increíbles en radios y en vivo (algunos se pueden rastrear en YouTube) pero nada cercano a un minifenómeno como BORNS que, en su intento fallido de sonar como Marc Bolan ya tiene fans famosos como Lana del Rey y Courtney Love. Después de Dolls…, Kyle Craft hizo un hermoso disco de covers dedicado únicamente a compositoras mujeres, Girl Crazy: homenaje a ellas y reconocimiento de que escucha algo más que Exile on Main St. Hizo versiones de “Believe” de Cher y “Waterfalls” de TLC (el pop más pop imaginable) y también “The Body Electric” de Hurray for The Riff Raff, “Actor Out Of Work” de St. Vincent y versiones incendidadas de “Distant Fingers” de Patti Smith o la inspirada “Something On Your Mind” de la enorme Karen Dalton. Ese recreo llevó al reciente Full Circle Nightmare, su disco nuevo. Ya afincado en Portland, Oregon, más cerca de Seattle que del pegajoso Sur, y con la producción de Chris Funk de The Decemberists, Kyle Craft hizo un segundo disco de ensueño –tan famoso es el trauma de repetir la hazaña de un buen debut que hay pocos N°2 en las discografías que no sean una decepción–. El mundo siguen siendo las madrugadas en ciudades que duermen, el (des)amor de las mujeres, los personajes nocturnos que parecen fascinantes hasta que sale el sol, la autodestrucción que se miente tener bajo control. Canta en “The Rager”: “Busca a quien matar/ Si no a sí misma/ Quizá a su novio de esta noche”. O en la extraordinaria “Heartbreak Junky”: “Yo era la publicidad barata/ Y vos era el poster satinado”. “Exile Rag” no tiene ese título por casualidad: suena como un outtake del disco de los Stones. “Bridge City Rose” es un lamento por una amante fantasma y una ciudad perdida (“Es un escalofrío/ Cuando llega la voz llamando desde tu balcón/ y ahí no hay nadie”) y “Gold Calf Moan” podría estar en cualquier de los discos clásicos del glam: es tan buena como “Ballrooms from Mars” de T-Rex.
En The Guardian, los críticos describieron a Kyle Craft como Brett Anderson de Suede + Dylan y si, es por ahí: el joven rockero que no hace un gesto irónico de nostalgia, sino una genuina apropiación de aquella música y aquella sensibilidad que se parece a la suya, porque ya no es la sensibilidad de una época: un mito se convierte en algo permamente y todavía hay músicos así, preocupados por el look y por las letras borroneadas en un cuaderno, que a veces hacen discos buenos o, como en el caso de Kyle Craft, extraordinarios.