Hay cosas que salen tan mal que terminan saliendo bien. Derrotas tan profundas, de ésas que parecen sin un mañana, las que llevan al subsuelo del abismo, que con el tiempo son reconsideradas con un prisma más relajado, incluso positivo, como los lunares que se convierten en marca de belleza. La mayor goleada en los Mundiales, el 10 a 1 de Hungría contra El Salvador en España 82, parece haberse reciclado 36 años después en un partido con dos equipos ganadores. De tan antihéroes, los futbolistas salvadoreños también se quedaron con lo suyo: una perspectiva conmiserativa de la derrota, un llamado de los medios extranjeros cada vez que se aproxima una Copa del Mundo y un documental de origen salvadoreño-colombiano estrenado en 2010, “Uno, la historia de un gol”, que focaliza en ese solitario descuento de El Salvador en medio de la manada de goles húngaros. Lejos de acomplejarse, su autor, Luis “Pelé” Zapata, anticipa por WhatsApp que sí, que le encanta hablar de aquel 15 de junio de 1982 en Elche, un desastre ya metabolizado y autoindultado. En lo que algunos pueden ver el gol más inútil de los Mundiales, Zapata encuentra un punto de fuga para su biografía. En YouTube se lo puede ver celebrando aquel gol con una alegría de viaje de egresados, un grito más acorde a una final y no a un equipo que acaba de descontar un 0-5, y 36 años después lo sigue reivindicando.
Su gol, dice cuando atiende la llamada, es todavía el único de El Salvador en los Mundiales. Y más también: “Fue el primero de Centroamérica”, agrega uno de esos datos que suenan a poco desde nuestra lejanía, pero que sirven para entender el contexto. Nada podría haber detenido su festejo, ni siquiera la amenaza de más goles húngaros. “Huezo –Norberto, un compañero de aquella selección– me dijo ‘no lo grites que nos van a hacer más goles’. Tenía miedo de que los húngaros se enojaran y nos hicieran más. ¿Pero cómo no lo iba a gritar?”, se ríe Zapata. Si Martín Palermo era el optimista del gol, aquí está el optimista del único go l.
Aquel resultado más acorde al hockey sobre patines –es el único 10 a 1 de los 836 partidos jugados en la historia de los Mundiales, aunque otros dos terminaron 9 a 0– es también la crónica de una noche de la que, con mucha mala suerte, nadie está exento: todo lo que les podía salir mal a Zapata y sus compañeros, en especial al arquero Luis Guevara, les salió mal, muy mal, incluso peor. “Fue el debut en el Mundial y no conocíamos a Hungría, no teníamos videos ni nada. Nosotros nos sentíamos bien, le habíamos ganado 3-0 a Dinamarca y 1 a 0, en la preparación, al Peñarol de Fernando Morena. Pero salimos a jugarles de tú a tú y fue un desastre. Se equivocaron los técnicos (Mauricio Rodríguez y Salvador Mariona). Los húngaros tenían mucha más experiencia y eran mejores en lo físico. Después, cuando jugamos contra Bélgica y Argentina, decidimos no tener en cuenta a los técnicos, pero además ya habíamos visto sus partidos, y perdimos por poco, 1 a 0 y 2 a 0, y eso que eran el subcampeón de Europa y el campeón del mundo. Contra Hungría nos tendríamos que haber resguardado”, dice Zapata, de 64 años, a la salida de una jornada de trabajo en San Rafael Oriente, a 140 kilómetros de la capital San Salvador, donde trabaja como cazador de talentos del Instituto Nacional del Deporte.
Si la clasificación de El Salvador para su primer Mundial, el de México 70, remite a “La guerra del fútbol” –la crónica del conflicto armado con Honduras que Ryszard Kapuscinski bautizó con un título más efectista que real–, el pasaje para la segunda y última Copa del Mundo de los salvadoreños, la de España 82, estuvo marcada por el comienzo de la guerra civil que causó 75 mil muertes y despedazó al país entre 1980 y 1992. La clasificación en las Eliminatorias de 1981 –por encima de México, que por última vez quedó fuera de un Mundial por fracaso deportivo– fue un islote de festejos en un mar bravo de violencia y tristeza. El país era un caos, y la selección también. “Tardamos tres días en viajar. Primero fuimos a Guatemala. Dormimos ahí. Después el avión hizo dos escalas hasta Madrid. Volvimos a dormir. Y recién al tercer día llegamos a Alicante, donde teníamos la sede”, recuerda Zapata, que tres meses antes del Mundial, en marzo de 1982, había estado en la Argentina junto sus compañeros de la selección en una gira con resultados negativos: 2-0 contra el San Lorenzo de la B, en Vélez, y 2-1 ante Talleres de Córdoba, en La Boutique.
Pero los desmanejos de la Federación eran serios (o, de tan serios, a la distancia ya parecen divertidos). En otro hecho inédito en la historia de los Mundiales, los dirigentes anotaron una lista de 20 jugadores, en vez de los 22 permitidos. Según reconstruyó el periodista argentino Claudio Martínez en “El Diario de Hoy”, de El Salvador, esos lugares fueron ocupados por amigos de las autoridades que aprovecharon el viaje para pasear por Europa. Los dos futbolistas marginados, Gilberto Quinteros y Miguel González, que habían participado en las Eliminatorias, fueron sumados simbólicamente por sus compañeros, pero no pudieron jugar esa Copa del Mundo. Cuando el plantel debió posar para la foto oficial, alguien advirtió que los dirigentes les habían entregado trajes y corbatas, pero faltaban las camisas: los jugadores debieron ir a comprarlas y las pagaron de su bolsillo. El día previo al debut contra Hungría, la organización les alcanzó a los salvadoreños 25 pelotas Adidas Tango para entrenarse, pero nunca llegarían al campo de entrenamiento: alguien las desvió en el camino y los futbolistas tuvieron que pedirles balones prestados a sus rivales, los húngaros. “Hasta que llegamos a España, nunca habíamos entrenado con esas pelotas”, contextualiza Zapata. Estaba tan desvirtuada la noción de autoridad que ocho jugadores taparon el logo de la indumentaria con la que saldrían a jugar contra Hungría, un desconocido lado B de la rebelión más famosa de Johan Cruyff en el Mundial 74 –el holandés tenía contrato con Puma y le sacó la tercera tira a la camiseta Adidas que usaba su selección–. “Había jugadores que tenían contrato con Puma, por 2.000 dólares, desde las Eliminatorias, y lo renovaron para el Mundial. Entonces querían taparse el logo de Adidas en la camiseta y se pusieron un esparadrapo (trozo de tela autoadhesiva, un sticker). El resto les dijimos que se lo sacaran, que el patrocinador general de El Salvador era Adidas. Igual algunos salieron a jugar con el logo tapado con el esparadrapo para que no se viera por televisión, pero durante el partido se les fue cayendo, o se lo terminaron sacando”, recuerda el goleador solitario.
Dos días después de la derrota de nuestra selección contra Bélgica en la inauguración del Mundial 82, o sea mientras las tropas argentinas se rendían en la guerra de Malvinas, Zapata comenzó el partido contra Hungría en el banco de suplentes. Tenía 28 años y una larga trayectoria: había debutado en la selección en 1971 con 17 años, había convertido goles en las Eliminatorias para el Mundial 1978 y había enfrentado en 1980 a una Argentina Sub 20 en la quedó impresionado, recuerda, por Oscar Ruggeri. Pero en el estadio del Elche los goles húngaros comenzaron a salir como salen las fotocopias, uno, dos y tres en 23 minutos, demasiados para que Zapata pueda recordarlos con precisión. “Se lesionó un compañero y entré a los 27 minutos, cuando el partido estaba 5 a 0”, dice, aunque en verdad todavía estaba 3 a 0. Sí, en cambio, estaría 5 a 0 cuando Zapata, a los 18 minutos del segundo tiempo, marcó el gol que se convertiría en documental y en historia.
“El gol fue normal, no fue especialmente bonito, pero el arquero de ellos (Ferenc Meszaros) era muy bueno, atajaba en Portugal (en el Sporting de Lisboa). Vivir eso, sentirlo, fue una experiencia muy grande, no hay descripción posible. Lo sentí enormemente y la afición también me lo recuerda. Cada tanto lo vuelvo a ver, alguien siempre me lo pasa en Facebook. Es cierto que habíamos perdido por mucha diferencia y que tenía sentimientos encontrados, porque también me daba tristeza, pero la verdad es aquella noche me sentí bien. Un gol en un Mundial no lo había hecho nadie en mi país, y nadie lo volvería a hacer. No es tan fácil” dice Zapata, en referencia a los tres partidos sin efectividad que El Salvador había jugado en México 70 y a los últimos dos, también sin convertir, de España 82.
Como si los húngaros efectivamente se hubiesen enojado por el festejo desatado por Zapata, el 5 a 1 se convirtió en un chasquido de dedos en 10 a 1. Y pudieron haber sido más: Hungría pisó el freno a los 38 minutos del segundo tiempo. “En el vestuario hubo un problema bastante fuerte, y yo tuve que separar. Después llegamos a la conclusión de que los entrenadores se habían equivocado, que habían hecho un sistema deficiente, y para los partidos siguientes ya no le pasamos tanta cabida. Nosotros hacíamos la alineación. Yo era delantero pero contra Argentina jugué de mediocampista y tuve que marcar a (Osvaldo) Ardiles. Al regreso, el que no la pasó bien fue el portero (Guevara). Le quisieron quemar el carro”, dice Zapata, omitiendo parte de lo que sufrió el arquero: le dispararon 22 balas a su auto.
La camiseta con la que Zapata convirtió aquel gol, 36 años después, está en Houston, en la casa de uno de los hermanos del futbolista. También en Estados Unidos fue que Franklin Roosvelt dijo su célebre frase sobre un dictador centroamericano, el nicaragüense Tacho Somoza, y que después copió Henry Kissinger sobre el segundo Somoza, también dictador: “Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Aquella derrota 10 a 1 fue un desastre deportivo, sí, pero fue el desastre deportivo de Zapata y sus compañeros –y en parte también es el desastre que a todos nos puede tocar cada tanto, o que ya nos tocó–. ¿Cómo, entonces, no aprender a quererlo, a reivindicarlo, casi –silenciosamente– a agradecerlo?