Si en su sentido más profundo, la palabra experiencia no es otra cosa que recuerdo acumulado, La vida invisible, el nuevo libro de Sylvia Iparraguirre, revela hasta qué punto la lectura puede convertirse en un acontecimiento autobiográfico tan determinante como esencial. “En mi caso soy tanto lo que he vivido como los libros que he leído. A la experiencia de la relación familiar con tus padres y hermanos, de la naturaleza, de los animales, que son primarias, se mezcló, muy temprano en mí, el mundo imaginario de los libros. No fue que sucediera cuando empecé a escribir; ni siquiera cuando tomé la decisión de seguir la carrera de Letras. Fue en la infancia y tuve la suerte de tener a disposición libros en mi casa y en la biblioteca de la casa de mi abuela, donde yo armo, digamos, el primer capítulo de mi novela personal como lectora. Esa inclinación a leer la viví de una manera muy natural, con total libertad y esta libertad quedó asociada al acto de leer e imaginar”, dice Iparraguirre. Más adelante habrá que hacer hincapié sobre la importancia que tiene el título del libro, los múltiples sentidos que va cobrando a lo largo de los distintos capítulos hasta alcanzar la dimensión de lo que, a la distancia, tiene toda la fuerza de un destino ineludible, en la acepción que los antiguos le daban al término; porque es cierto: son los libros los que llegan a uno, y no solamente en un inicio de lecturas desordenadas sino también después, en esa zona inefable donde la contingencia se nutre de la sensibilidad para generar un orden secreto. Muy íntimo. Y es justamente hacia ese lugar donde se dirige desde un comienzo Sylvia Iparraguirre en La vida invisible, plenamente consciente de las arbitrariedades de la memoria, las lecturas de la primera infancia como un puente tendido entre la colección Billiken y Robin Hood: van reconstruyendo distintas escenas de la vida familiar en su Junín natal, la relación con su padre mediada por los libros, su madre y la lecturas de diarios, los juegos con su hermana y primos,hasta alcanzar dos momentos cruciales para la escritora:un descubrimiento muy intenso en relación al universo maravilloso que hay en el interior de las palabras y la biblioteca en la casa de su abuela en Los Toldos, donde nace una anécdota hermosa entre lecturas del Martín Fierro, un enigmático visitante que resultó ser un misionero español que se hospedaba cada año en la casa de sus abuelos y un libro que quedó de regalo en esa biblioteca:Pequeño manual del misionero: Para evangelizar a los indios fronterizos, libro que, sospecha Sylvia Iparraguirre, “sembró en lo hondo una preocupación o un interés que reaparecería años después en La tierra del fuego”.
¿Los libros que resultan determinantes como lector son los que de alguna manera definen la propia literatura de un autor?
–Una parte del ADN del escritor pasa por sus lecturas. El recorrido que hace o los maestros que tuvo marcan una tendencia, una mezcla de sensibilidad, intereses e identificación que después, tal vez, se va a notar en lo que escribe. Todo pasado por su subjetividad. Uno está marcado por las admiraciones literarias. En mi caso, Katherine Mansfield y Ray Bradbury fueron marcas esenciales de lectora muy joven. Ahora bien, al principio uno lee hedónicamente, algo que yo he intentado conservar a lo largo de los años. Me parece parte fundamental de la lectura mantener esa credulidad y entrega hacia el libro. Recuerdo haber experimentado algo muy fuerte cuando leí a los 24 años La guerra y la paz, de Tolstoi. La sensación de vida paralela cobró una potencia muy intensa, los personajes me parecían tanto o más reales que las personas y quería correr otra vez a abrir el libro donde lo había dejado. A eso me refiero cuando hablo de la entrega del lector, que más tarde se va a ir complejizando, porque la lectura literaria de un libro se adquiere, es un ejercicio del gusto y de la reflexión. Por solo saber leer uno no hace una lectura literaria de un texto; es un aprendizaje. No se le puede pedir a un chico que saque las relaciones implícitas de un texto complejo cuando no tiene las redes básicas para sostenerlas. No es una capacidad que se tiene simplemente por “saber leer”. Pero volviendo a lo que decía, hay inclinaciones o gustos que después no pasan a tu literatura, pero sí permanecen en tu fibra de lector.
¿Por ejemplo?
–Por ejemplo, yo muy temprano me incliné por la literatura de ciencia ficción. Fue a partir de Ray Bradbury a quien descubrí por un cuento maravilloso que se llama “Caleidoscopio”. Tenía quince años, nunca había leído nada igual. Pero yo no escribo ciencia ficción, por lo tanto hay caminos que vos hacés únicamente como lector, pero que te enriquecen como escritor. No importa que después no abordes determinado género. El cuento de Bradbury no es solamente ciencia ficción. Es un cuento con una estructura perfecta. Entonces, esa forma te queda, hay un aprendizaje de la forma. Y el dominio de la forma es fundamental para un escritor.
Lecturas entreveradas
“En la adolescencia la vida invisible adquirió bordes imprecisos y vergonzantes. De algún modo, entre mis compañeras y amigos se sabía que a mí me gustaba leer, y aunque participaba encantada en todo lo de mi edad (fiestas, salidas, novio, rifas y bailes para el viaje de egresadas, etcétera), yo leía. Había un reborde de sospecha sobre mi entrega sin condiciones al grupo y sus actividades. No sé cómo sobrellevé esta cuestión tácita o mediante qué estrategias esquivé esa mirada que me incomodaba”, escribe Iparraguirre en Adolescencia y comme il faut, capítulo destinado a la adolescencia y sus múltiples lecturas reveladoras como una especie de continuación de su vida invisible, ahora de resguardo, hasta llegar al capítulo tercero destinado a esa figura mítica que fue Borges como profesor. “Nos hacía reír, Borges. En esos cruces que parecían bromas, hechos con el fin de quitar toda pomposidad a la literatura, todo falso oropel al arte de los trovadores antiguos y toda importancia a su propio oficio momentáneo de profesor, de transmisor de esos fragmentos que lo fascinaban, y a fin de que nos sintiéramos más cerca de aquellos hombres remotos, estaba todo Borges: traer a una clase de literaturas germánicas del siglo VIII los bordes de Buenos Aires, sus compadritos, y entreverarlo (el verbo es suyo) con la épica nórdica, es el mecanismo borgeano por excelencia”.
Entre Borges y su relación de amistad con Jorge Polaco, la visibilidad comienza a marcar sus contornos bien definidos en la carrera de Letras, inaugurando otra parte constitutiva de su ser: la lectora académica.
Imagino que no debió resultar nada fácil hacer una selección de los libros que fueron importantes en tu vida.
–Sí, fue una de las decisiones que tuve que tomar, y bastante difícil. Todo libro, de cualquier género, implica una selección. Es ley que no se puede abarcar todo, ni siquiera todo lo que uno considera significativo. Y la siguiente: qué tono iba a tener el libro. Lo primero fue delicado, ¿por qué éste sí y aquél no? Lo del tono lo supe enseguida: iba a tener un tono narrativo. Cuando Graciela Batticuore me propuso la idea, volví a casa tan motivada que me puse en la máquina de inmediato, a buscar las primaras palabras, las primeras páginas. Y ese fue el tono: contar lo que me había pasado con los libros que de algún modo me marcaron, en mi vida, o parte de ella. Tono narrativo y corte autobiográfico. Me puse en narradora, que es donde más cómoda me siento.
¿Tuviste que dejar muchos libros sin mencionar?
–Cantidad de libros quedaron afuera, libros teóricos o de crítica que leí a lo largo de mi vida en la facultad y en la investigación con el mismo placer con que leí ficción, como El curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, Mimesis de Auerbach, Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman, La poética del espacio de Gastón Bachelard, Cultura e imperialismo de Edward Said, La Viena de Wittgenstein, de Janik y Toulmin, El campo y la ciudad de Raymond Williams, La dimensión oculta de Edward Hall, un tratado sobre el espacio visto desde la cultura,Los libros que nunca he escrito, de George Steiner, Chomsky, Labov, Todorov… y podría seguir, haciéndoles el mínimo reconocimiento de nombrarlos acá, ya que abordarlos en el libro era imposible; hubieran requerido otro libro entero. Son libros que releo siempre.
Emblemáticamente ese lugar lo toma Mijaíl Bajtín –agrega Sylvia Iparraguirre–, en un capítulo titulado “De la vida académica y otros sucesos”. Y agrega que también quedaron afuera libros de lectura más reciente como El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro, que francamente le fascinó, o El cielo de los animales de David James Poissant. “En el capítulo Diario de libros, doy entrada a una serie de relecturas y lo que esas relecturas me provocaron. Iba a llevar un acápite que finalmente no puse: Leer es como buscar un tesoro; releer, como encontrarlo. Cuando uno relee llega a ser, como dice Virginia Woolf, cómplice del escritor. Descubre los detalles, los sentidos sutiles, los legítimos artificios de un texto que, en una primera lectura, tal vez no se notan. Como ver una buena película por segunda o tercera vez”.
Las lecturas de un escritor son algo así como una especie de su radiografía espiritual, podríamos decir.
–Si, es cierto. En mi caso, fue el camino más directo para ampliar mi mente, para poder pensar cualquier idea, para que nada de lo humano me fuera ajeno, digamos. A veces siento una falta general de uso de la imaginación, la gente quiere que imaginen por ella, y eso te lleva, entre otras cosas, a no poder situarte en el lugar del otro, una cuestión, si querés, ideológica. Hasta ahí llega el beneficio de la lectura para mí. Yendo a tu pregunta, precisamente lo que vos llamás “radiografía espiritual” yo lo llamo, “la vida invisible”, es donde reside tu biografía lectora. Un espacio mental que van construyendo las lecturas, que crea su propio leguaje y reflexión; es lo que te pasa por la mente cuando leés, las redes de sentido que vas armando y que, a la larga, estimulan tu capacidad de pensar, de disentir. Y este mapa espiritual o mental no es privativo del escritor; esto le pasa a cualquier lector apasionado, a cualquier lector común consecuente, al que le gusta que un libro lo esté esperando en la mesa de luz.
Hablábamos de admiraciones y de Ray Bradbury e inmediatamente pensé en aquella frase de Salinger sobre que hay escritores a los que uno quisiera llamar por teléfono después de leerlos.
–Yo lo había leído a los 15 años, y lo que jamás pude imaginar fue que lo iba a conocer algún día. Fue para una Feria del Libro, cuando vino a la Argentina por primera vez. Estaba asombrado de la larga fila, como dos cuadras, que había para entrar en la Feria. Y se asombró mucho más cuando supo que hacían cola para verlo a él, con algún libro suyo bajo el brazo; eran sus fanáticos. Lo divino fue que cuando llegó la hora de cerrar, Bradbury pidió una botella de vino y dijo que dejaran por favor entrar a toda la gente que todavía esperaba afuera por una firma suya. Se vació la Feria, se cerraron las puertas y quedó solamente abierta la sala de Bradbury, firmando libros hasta la madrugada. Días más tarde hubo un asado en una quinta y ahí pude conocerlo de cerca. Era una persona accesible, cálida, con sentido del humor. Hay una historia suya que a mí me encanta repetir. Bradbury era muy pobre, tenía dos hijas y por entonces vivía en una casa muy pequeña, en California. No tenía lugar para escribir. Entonces iba al sótano de la Universidad donde había una larga mesa sobre la que estaban en hilera diez o doce máquinas de escribir trabadas por un mecanismo que se abría cuando se introducía una moneda de diez centavos de dólar; eso te daba media hora. Luego se volvía a trabar. Así que escribía acuciado por el tiempo. Y lo gracioso de todo esto es que Bradbury contaba que Fahrenheit 451 le había costado nueve dólares con setenta y cinco centavos.
En un momento afirmás que la poesía es la parte menos descifrable del libro. ¿Por qué?
–La poesía es el lenguaje en el estado más alto y la síntesis en el estado más puro. Todo lo que dice un buen poema en cuatro versos a un narrador le lleva cuatro capítulos, por decirte algo un poco exagerado pero que yo lo siento así. La poesía te alcanza de una manera muy especial cuando está escrita por un poeta de verdad. Para mí tiene el mismo valor y poder que la música, tocan tu parte más vulnerable. Por eso a veces me preservo de la poesía y de la música. La poesía no podía faltar en el libro en relación a mi historia como lectora. Y ahí llegó el problema ¿cómo le hago un lugar a la poesía? Tomé una decisión un poco drástica que consistió en poner algunos poemas o fragmentos de poemas significativos para mí. Apelé a aquello de la puerta en el muro que lleva al jardín secreto, de Wells, porque me pareció una manera muy hermosa de aludir a la poesía.
A veces uno está acostumbrado a pensar que lo más íntimo de un escritor pasa por contar sus experiencias vitales dejando de lado justamente otro aspecto de lo más íntimo que son sus lecturas.
–Es tan exacto lo que decís que, por ejemplo,Robinson Crusoe, libro que leí y releí a lo largo de los años, toca una parte esencial mía, en el sentido de que me reveló algo muy profundo Cuando se escribe ficción uno también está presente pero disfrazado o armado detrás de un personaje y sus situaciones. Si bien La vida invisible tiene la artificialidad del armado al dividirlo en capítulos y seguir una cronología, más allá de eso cuando me encuentro hablando de Bradbury o de Borges o de cualquier otro escritor o escritora estoy tocando zonas profundamente personales. Por eso es un libro muy íntimo.
La vida invisible dejará de serlo un día y eso será para siempre. Siguiendo el orden cronológico que ha hecho Sylvia Iparraguirre, el modo en que cruza las múltiples maneras de leer (basta con ir a ese magistral capítulo final “Diario de libros”, donde comenta y analiza una larga lista de autores y libros que pueden apreciarse como un consejo para armar una gran biblioteca) entre reflexiones, recuerdos y sensaciones, resulta sencillo advertir una vez más que hay cierta clase de seres que parecen venir al mundo con la literatura encima. Y si en un sentido poético todo libro nace para ir detrás de su lector ideal, lo mismo sucede con las parejas ligadas por el amor. Un amor que, en su forma evolutiva, ha generado una gran familia literaria. Sobran las palabras para comentar el capítulo que Sylvia Iparraguirre le dedica a Abelardo Castillo. “Necesito decir antes que nada que el nuestro no fue un encuentro intelectual ni literario. Fue un encuentro vital, emocional. Nos gustamos; nos enamoramos de nuestras virtudes y defectos, y fue para toda la vida. A pesar de que yo era muy joven y de que la diferencia de edad al comienzo pesó, desde el primer momento, superando los alarmantes altibajos que respondían, básicamente, a nuestros caracteres empecinados, intuimos compartir un núcleo profundo, central, un sentido general de la existencia y de las cosas, que los años solo profundizarían. Eso fue lo esencial. La literatura, además de haber sido la causa de nuestro encuentro, le dio a nuestra relación una dimensión y una felicidad sumadas. Con ‘dimensión’ quiero decir la posibilidad de una unión de otro tipo, una complicidad en algo que nos llevaba más lejos, que venía de antes e iba al futuro: los libros. Fuimos muy afortunados; tuvimos esa suerte que tienen algunas parejas que comparten un oficio o profesión que aman y en la cual se regocijan. Y si hubo un secreto fue este: nunca intenté domesticarlo; nunca interfirió en mi independencia. La nuestra fue una historia de amor profundo y de concesiones mutuas” Y luego: “Con Abelardo la vida invisible se visibilizó, fluyó, para transformarse en un diálogo continuo. Si la biblioteca de la casa de mi abuela arma la primera escena de mi novela personal como lectora, en la biblioteca de Abelardo, en nuestro departamento de la calle Pueyrredón, empezó mi educación literaria”.