Mientras manejo rumbo al hospital, voy escribiendo mentalmente este texto. Quiero que sea como la novela Viaje en torno de mi cráneo, donde el escritor narra cómo le extirpan un tumor del cerebro, con tanta simpleza y gracia, que hace la operación entretenida. Pero yo no tengo tumor ni el talento de ese escritor, aunque me siento tan mal que pienso que me voy a morir.
Ayer, o mejor dicho hoy a la madrugada, me despertó un ardor que sentí en el biceps. La levanté a Ana y juntos revisamos la cama hasta que encontramos un alacrán debajo de mi almohada. Lo matamos, buscamos en google "picadura de alacrán" y como los resultados iban desde "Inofensivos para adultos" hasta amputaciones, me decidí por la primera y volví a dormir. Ana estaba asustada porque lo que había pasado era serio y porque los alacranes van siempre en pareja. La abracé por atrás y la tranquilicé diciéndole que yo era fuerte. Me desperté sin dolor, fui a trabajar y de la oficina llamé al fumigador, que me dijo que esos bichos se colgaban del colchón, que eran muy difíciles de matar y que la fumigación valía mil quinientos pesos. Reservé un turno para el miércoles. Me estaba yendo a la cocina a hacerme un café pero alguien escuchó lo que hablaba por teléfono y así toda la empresa se enteró del episodio. Me empezaron a contar casos de bebés que se salvaron de milagro por colocarles el suero a tiempo. Cuando volví de la cocina me empecé a sentir un poco mal, así que fui por un Ibupirac y luego de tomarlo, empecé con fiebre, sudor y muchos pedos.
Freno a mitad de cuadra en Presidente Roca. Una chica cruza delante mío escuchando música por unos auriculares violetas. Lleva un paso lento y se la ve tranquila, porque claro, no tiene ningún veneno adentro. Dejo el auto prendido en un estacionamiento que no conozco, y no me preocupa el olor que dejé adentro, tampoco las llaves. Más tarde voy a tener tiempo de explicar todo, y si no vuelvo, no vale la pena hacerse problema.
En la guardia me atienden rápido, tengo baja la presión y fiebre. El médico me aconseja quedarme y hacerme unos exámenes. Me acuestan en una camilla, comparto habitación con dos personas más que no veo porque me tapa un biombo, pero puedo escuchar sus celulares. El mío lo tiene Anita, que me espera afuera. Una enfermera me pone suero en la mano derecha, después se va y no me dice como estoy, ni cuánto tiempo voy a estar ahí. Intento matar el tiempo haciendo respiraciones largas y tratando de recordar la mayor cantidad de detalles para mi texto. Aparecen otras dos enfermeras y me hacen un electrocardiograma. No saben que me pasó, así que les cuento y una me pregunta: "¿Cómo subió el alacrán a la cama?" Le digo que no lo se y no se conforma, o mejor dicho, no le gusta mi respuesta. Se van y me quedo mirando el goteo del suero mientras pienso en lo frágil que soy. Que somos. Cuando era chico, mi mamá se salvó de milagro cuando la picó una hormiga. Pienso en eso, en lo difícil que es controlar a las hormigas, a las abejas, a los alacranes. Pienso en el texto de Joaquín que se titula como el bicho que me picó y que tanto me gusta. Pienso que si me muero hoy, voy a lamentar mucho no haber terminado la novela. Las puertas de la guardia se abren, me digo que es la muerte que viene a buscarme, pero son las típicas puertas vaivén que se ven en las películas y que los médicos las abren haciéndolas chocar con la camilla.
No se cuántas horas llevo internado. Aparece un enfermero flaco con una caja de herramientas en la mano derecha. Me pregunta cómo estoy, le respondo que mejor y me dice que me tiene que sacar sangre de las arterias. Me pincha a la altura de la muñeca y el ardor se parece a la picadura del alacrán, así que saco la mano y veo sangre volando en el aire. El flaco se lamenta, saca otra jeringa de la caja de herramientas y me la clava a la altura del codo. Se va y aparece otra enfermera con un plato de comidas. No quiero comer, quiero ir al baño. Camino despacio y primero meo adentro del frasco que me da el flaco. Se lo doy, me acuesto y veo que la cánula de suero está llena de sangre.
Viene el doctor, que es buena onda, y me dice que estoy bien, que mi familia está afuera. Recién en ese momento puedo distinguir la voz de mi vieja hablando con mi novia. Me quedo solo otra vez e imagino a John Fante ciego puteando a los enfermeros que le robaron la radio. Pienso en la enfermera que le prometió acostarse con Bukowski si él sobrevivía a las hemorragias y a las úlceras. Ambos fueron grandes escritores que sufrieron e hicieron literatura de ese sufrimiento. Yo me resfrío y tengo a toda mi familia atrás mío.
Me levanto a mear por quinta vez y cuando me acuesto el médico me avisa que ya me puedo ir, que mi cuadro fue por los nervios, que no hubo veneno. Me siento mal por lo que me dice, aún estando curado. Me voy caminando del hospital teniendo tres certezas: que estuve cinco horas adentro, que no logré el texto que quería y que vas a revisar tu cama esta noche antes de dormir.