Siete semanas después de mi séptimo cumpleaños, mi papá y yo resolvimos que Panzeri era primo, tío, hermano, abuelo, sobrino o cuñado nuestro. Puedo decirlo con precisión ahora y podré decirlo con precisión en cualquier tiempo porque eso sucedió mientras caminábamos por la avenida Corrientes, lo que representaba para él y para mí, dos habitantes de los lejanísimos suburbios bonaerenses, un acontecimiento excepcional.
Estábamos por cumplir con la promesa de compartir la última de las películas de Walt Disney, con Pluto, con Bambi, con Mickey o con todos juntos en la pantalla de una sala del centro, un lujo que funcionaba como complemento de la pelota que me habían regalado en el día de mis siete años justo siete semana atrás. Sin embargo, antes del cine, una cuadra antes, mi papá frenó en una librería grande. Allí, cruzó dos frases con un vendedor que pronunció la palabra “extraordinario”, sacó un billete verde y uno entre rojo y rosado de su bolsillo derecho y atrapó con la mano también derecha un libro que, enseguida, me entregó. “Fútbol, dinámica de lo impensado” indicaba la tapa, en letras negras y de imprenta, nítidas para que mi condición de lector de siete años y siete semanas no se enredara en ninguna sílaba. Abajo, figuraba el nombre del autor, pero, cuando empezaba a mirar ese nombre, mi papá se anticipó y me habló: “Es de Dante Panzeri, un periodista. Panzeri es uno de los nuestros. Puede ser que ahora el libro no te interese tanto, pero más adelante te va a gustar”. Yo interpreté que, si Panzeri era uno de los nuestros, eso significaba que era primo, tío, hermano, abuelo, sobrino o cuñado nuestro, ya que, siete semanas después de mi séptimo cumpleaños, en mi cabeza y en mi corazón “lo nuestro” se resumía en la plenitud del universo familiar. Se lo pregunté a mi papá que, por convicción o por estrategias de padre, eligió contestarme que sí, que Panzeri era algo de todo eso. Tal cual su vaticinio, tardé algunos cumpleaños en comenzar a leer lo que tenía entre las manos. Cuando pasaron los años, me gustó. Me gustó mucho. Me gustó muchísimo. Tanto que, de ese libro, no me separé más.
“Fútbol, dinámica de lo impensado” era un libro lleno de respuestas y de preguntas que habilitaban nuevas preguntas y nuevas respuestas. O sea que se trataba de un libro que ayudaba a crecer porque crecer, según se aprende precisamente al crecer, es hacerse más y más preguntas que, a veces y sólo a veces, encuentran alguna respuesta. De todas las preguntas que suscitaba ese libro, una que trajo crecer fue la que dio origen a que esas páginas maravillosas estuvieran delante de mis ojos: ¿por qué mi papá sentía que Panzeri era uno de los nuestros? Había que entender a mi papá. Y mi papá conocía mejor los aromas mansos de los pueblos donde nació y donde estudió que el olor seductor y espeso, mezcla de combustibles mal quemados y pizzas a punto de hornearse bien, que se aspiraba en la avenida Corrientes, donde habíamos aprovechado la librería grande y el cine de Disney. En esos pueblos, el fútbol en el que se había educado mi papá era el de la creatividad para ser felices, el que tenía más que ver con la espontaneidad que con la programación, el que se tejía siempre gambeteando rivales y nunca gambeteando respetos, el que se ejercía como actividad popular con una consecutiva fe en la victoria y con una relación con la derrota más de desencanto que de dolor, más tierna que histérica. Ese fútbol no consistía en algo idealizable y, mucho menos, perfecto, pero conservaba las purezas que justifican vivir. A mi papá, el fútbol lo había encandilado porque era un acto de libertad sencilla que quedaba a la vista. Y Panzeri, el gran Panzeri, otro hombre formado en los pueblos, había surgido como una voz capaz de pelear para que el fútbol, en sus instancias más profesionalizadas o en las de los potreros sin audiencia, fuera eso. Mi papá conocía a Panzeri y Panzeri no conocía a mi papá, pero ese vínculo asimétrico no constituía un obstáculo para que los dos advirtieran que, progresivamente, los modos de industrialización que capturaban al fútbol lo iban volviendo más mugriento, más aburrido, más feo. Yo no lo andaba gritando en mis partidos de barrio o de escuela, pero, en la intimidad de mi casa, percibía que mi papá y yo éramos primos, tíos, abuelos, hermanos, sobrinos o cuñados no sólo de Panzeri sino de cada tipo que se nos cruzaba en las tribunas o en las veredas y, a contramano de las tendencias de la época, defendía las concepciones a través de las que Panzeri y mi papá habían sido cautivados por los misterios de ese juego. Panzeri, entonces, era uno de los nuestros porque nuestras, bien nuestras, definitoriamente nuestras, eran unas sensibilidades y unas ideas sobre el fútbol por las que había que pelear. Y nadie peleaba tanto y tan bien como Panzeri.
Con el tiempo, otros cumpleaños, otras librerías y otras rutinas, en compañía o no de mi papá, me trajeron más Panzeri. Vinieron sus artículos incandescentes, mazazos que actuaban como un despertador individual y colectivo frente a la tentación de ir según la comodidad de la corriente. Y vino “Burguesía y gangsterismo en el deporte”, el segundo de sus libros. Aunque Panzeri llevara sobre los hombros una bolsa de argumentos desde la que descartaba ser un docente, ese texto traía las luces que distinguen a una obra maestra. A tal punto que el propio Panzeri, quien había asegurado que “Fútbol, dinámica de lo impensado” no servía para nada, afirmaba que este trabajo podía ser útil. Lo fue. Para miles y, en particular, para mí porque ahí terminé de descubrir qué era lo que mi papá sabía suyo, soñaba nuestro y reconocía en cada individuo que nos resultaba una especie de pariente porque enarbolaba valores que, igual que el buen fútbol, solían sufrir castigos. En “Burguesía y gangsterismo en el deporte”, como en cada uno de sus artículos anteriores y posteriores, Panzeri perseguía un mundo de integridades, se armaba con su máquina de escribir, con su documentación infalible y con su coraje a prueba de hijos de puta y elevaba la condición moral del mundo. Y creía que la decencia no sólo era un comportamiento personal de cada día sino una cuestión social que demandaba y obligaba a una batalla cotidiana. Era una batalla que, a causa del periodismo y del deporte, se tornaba pública. Sin embargo, mi papá estaba seguro de que, en privado, en silencio, en oficios que no se desarrollan en caja de resonancia, muchos se identificaban con Panzeri y muchos expandían esa batalla con conductas pequeñas y gigantes. Para entonces, yo disfrutaba de la existencia de gente así. Por ejemplo, mi papá.
De la misma manera en la que Panzeri redefinió su vínculo con su admiradísimo Chueco García, aquel wing izquierdo de Central y de Racing que lo recomendó en la redacción de El Gráfico (“no era que yo hubiera dejado de admirar su genio, sino que yo empezaba a ser yo y empezaba a dejar de ser lo que era mirándome en él”, detalló), mi papá y yo confrontamos y nos amigamos con Panzeri montones de veces porque no acordábamos con unas cuantas de sus sentencias políticas, con evaluaciones de partidos o con alguna de sus contundencias. En cierto sentido, esas disputas reforzaban el concepto de que nos ligaba algún parentesco con nuestro periodista favorito, ya que se parecían a las que se sostienen con los familiares entrañables: con relativa frecuencia, nos alejaba o nos arrimaba lo circunstancial, pero lo esencial no se fracturaba nunca. Todavía más: diferir con Panzeri implicaba casi un tributo a Panzeri, alguien que no requería que todas las cabezas fueran iguales, pero proponía en cada palabra que todas las cabezas pensaran.
Mi papá, como los nobles papás, no renunció nunca a ser mi papá, así que asumió, con las fuerzas que pudo y que tuvo, la angustia de anunciarme, el 14 de abril de 1978, que Panzeri se murió. También como los nobles papás, aceptaba que es imposible que a los hijos no les toque la tristeza, pero en el instante en el que no le quedó más camino que contarme la noticia me di cuenta de que me hubiera comprado el sol con tal de evitarme el nudo que me ataba la garganta y el corazón. Ser un noble papá transforma a un individuo en un generador de recursos que ni ese papá sospecha: como certeza o como consuelo, mi papá razonó que la obra de Panzeri perduraría y que, inclusive, cada uno de los que habían sentido a esa obra como propia contribuiría a esa perdurabilidad. Yo había madurado un poco y, acaso como efecto de esa maduración o de inhibiciones que brotan en la edad en que se deja de ver el cine de Disney, me conformé con la explicación, coincidí en que la obra de Panzeri no moriría y no me largué a llorar. Jamás supe si el que lloró fue mi papá.
Ni Panzeri ni mi papá me habían inducido a mentirme, por lo que en las décadas posteriores observé que el fútbol y la realidad, en general, no avanzaron en la dirección del esfuerzo, del compromiso y de las posiciones de Panzeri. No obstante, alguna potencia invencible habrá atesorado todo eso porque no quedó sepultado. Lo comprobé en los últimos inviernos, cuando, como flores de librerías, “Fútbol, dinámica de lo impensado” y “Burguesía y gangsterismo en el deporte” fueron editados de nuevo para la fascinación y el debate de viejos y de flamantes lectores. Y lo certifiqué con la aparición de “Dirigencia, decencia y wines”, la compilación apasionante de notas de Panzeri que Matías Bauso construyó desde la minuciosidad y desde el afecto. Ahí, Panzeri no se rinde, combate, desafía, enseña, conmueve. Y vive.
Voy a revelarlo con el mismo entusiasmo de aquella excursión para ver la película de Disney: hace ya algunos abriles, a cuatro semanas del cumpleaños setenta y nueve de mi papá, elegí regalarle ese libro. Sé que lo leyó compenetrado y radiante, recorriendo línea por línea. Seguro que ya no será necesario que nos repitamos que Panzeri es primo, tío, hermano, abuelo, sobrino o cuñado. Al cabo, la verdadera sangre es la que llega a la conciencia. Por eso mi papá y yo sabemos, siempre vamos a saber, que Panzeri sigue siendo uno de los nuestros.