Los magros resultados de Los Pumas en 2016 deben ponerse en contexto. No para justificarlos, pero sí para entender porque un equipo que terminó quinto en el ranking 2015, bajó al noveno puesto este año. La estadística es irrefutable: de trece partidos internacionales ganaron cuatro y perdieron nueve. Las tres últimas caídas en serie enflaquecieron el puntaje la IRB que ordena a los países para el Mundial de Japón 2019. El sorteo se realizará el 10 de mayo próximo. Se teme que Argentina caiga en un grupo con dos potencias. Pero eso ya le pasó en Francia 2007 y Nueva Zelanda 2011 y se clasificó igual a cuartos de final.
Los Pumas llevan cinco años de competencia ininterrumpida en el nivel más exigente del mundo (el Rugby Championship) y durante el último –este 2016 que se va– agregaron su primera participación en el Super Rugby, el torneo que juegan las franquicias del hemisferio sur. O sea, extendieron su calendario de partidos. Lo hicieron bajo el nombre de Jaguares con casi los mismos integrantes de la selección. El desgaste fue evidente, sobre todo con un plantel de profesionales corto (unos treinta y pico). En ese certamen, los rivales de Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica compiten con cinco equipos cada uno. Su base es mucho más amplia para elegir después quiénes van a los All Blacks, Wallabies o Springboks.
O sea, 2016 marcó el punto más alto de exigencia desde que Los Pumas debutaron en el Rugby Championship. Su conductor Daniel Hourcade declaró en estos días de balance: “Los jugadores llegaron con un cansancio y un agotamiento no sólo físico, sino mental. Han sido miles de millas recorridas, 46 hoteles y 52 aviones”. Aunque parezca una excusa, su problema es otro. Y no es el exceso de competencia, al fin y al cabo lo que siempre pretendió la Argentina con continuidad.
El entrenador dotó de una identidad definida a Los Pumas desde que asumió su cargo en 2013. Invirtió la ecuación histórica del equipo: ésa de la defensa aguerrida, el juego cerrado de forwards, el scrum como bandera y la contundencia de un pateador. Con Hourcade la selección empezó a tomar riesgos, a jugar de manos, a atacar desde cualquier lugar, a asumir el protagonismo, aún a riesgo de chocar contra varias paredes.
Con esas premisas, mostró su mejor versión en 2015 y la peor en 2016. El cuarto puesto en el Mundial de Inglaterra refleja la primera. La segunda se confirma con las tres derrotas sucesivas de noviembre pasado (contra Gales, Escocia e Inglaterra). También quedó expuesto lo negativo en otros rubros: no saber cerrar determinados partidos, los errores no forzados o el desorden en que se cayó cuando las cosas no salían. Pero siempre con una idea: atacar aunque la calidad de obtención no lo permitiera hacer de la mejor manera.
Hay otras estadísticas que van más allá de los resultados. Las del último Rugby Championship valen la pena: lejísimos de Nueva Zelanda (que marcó 38 tries) Argentina (11) estuvo a dos de Australia (13) y por encima de Sudáfrica (8). Fue el segundo equipo que más corrió con la pelota, también en quiebres y defensores superados. Bajó sus índices de indisciplina, pero también cayó en las estadísticas de tackles (fue el peor entre los cuatro del hemisferio sur), esa bandera con la que hicieron escuela los Pumas.
Quizá este rubro explique el paso sin transiciones de un rugby a otro. Falta encontrar el punto de equilibrio. Y ampliar la base de jugadores para afrontar muchos partidos exigentes por temporada. La selección los reclamó durante décadas. Ahora tiene que hacerse cargo.