Si existe un género cargado de discurso, ese género es el folklore argentino. Tiene lógica. Desde los primeros rastros de Andrés Chazarreta en Buenos Aires –o aún antes, en el siglo XIX, cuando los payadores furtivos miraban la fiesta de afuera y contemplaban el ceremonial y afrancesado minué o el pericón oficial–, es en la música de raíz donde se zanjan cuestiones que tienen que ver con la identidad y la pertenencia, la nostalgia y el progreso. Pasionalmente: a veces a los gritos, a veces con torpeza chauvinista. En la época de los carros y en la de spotify.

Siempre hubo un folklore de patrón y otro de peón, siempre hubo folklore de paisaje y otro que expone las penurias del hombre, siempre existieron tensiones entre tradición y ruptura y celadores de la pureza. Chango Farías Gómez decía que llamar a alguien “folklorista” en lugar de “músico” era bajarle el precio y en la misma dirección, en medio del boom de la década del ‘60 (boom, perfecto globo del tragicomic de la época), Daniel Toro escribió en la contratapa de su elepé Un año de amor, de 1969, a todo tuteo: “Comenzaré por decirte que si para ser folklorista hay que vivir apegado al pasado del abuelo, sin preocuparse por el presente de los hijos, yo no soy folklorista”.

Cincuenta años después la riojana La Bruja Salguero decide iniciar su notable disco Norte con “Cuando tenga la tierra” (Daniel Toro-Ariel Petrocelli). Es uno de los pocos covers del disco. Un tema estremecedor que tuvo su cenit en una versión en vivo de Mercedes Sosa en Santa Catalina, más al norte imposible, en Jujuy, más allá de La Quiaca. García Márquez decía que la primera frase de un texto define su tono, el ritmo y las intenciones. Lo mismo puede decirse del tema que abre un disco. En el social pero no panfletario Norte, La Bruja Salguero apunta a través de composiciones de una camada más o menos nueva de músicos – los riojanos Juan Arabel y Ramiro Gonzalez, el cordobés José Luis Aguirre, el jujeño Bruno Arias, el santiagueño Franco Ramírez, y más– a lo que Miguel Abuelo llamó “la psiquis y el latido de un pueblo”, la tristeza, el dolor. 

Compañera de región, la catamarqueña Nadia Larcher entiende con claridad meridiana que la música es una tarea colectiva. Cantante, profesora de literatura, es antes que todo una ideóloga con una extraordinaria capacidad de síntesis, una emisora permanente de conceptos: “Se nos engaña con la idea de ser solista. Nadie está solo en la música, siempre viene de otros y va hacia otros. Es una de sus grandes riquezas”. O, también: “Los artistas comprometidos no tienen ningún mérito, están haciendo lo que tienen que hacer: lo que haría cualquier ciudadano consciente. Porque no está mal recordar ante todo que los artistas somos ciudadanos. Discutamos sí con qué ideas estamos comprometidos”. Tritura cualquier atisbo personalista en proyectos maravillosos, audaces, densos. Anoten, escuchen: Don Olimpio con el pianista Andrés Pilar, Proyecto Pato (algo así como una comisión de homenaje permanente al compositor Luis “Pato” Gentilini, un tapado de eje Catamarca-Tucumán) o Serarrebol con Ignacio Vidal. Y más: sus oportunas incursiones con Teresa Parodi, con Diego Schissi, con Juan Falú. 

La Bruja y Larcher no están solas. Se complementan con llaneros más solitarios como el lujanense Nahuel Lobos –que la rompió en las calles del útimo Cosquín y que nutre su oficio de cantautor con estudios regulares de Filosofía y Letras en la UBA– o ya viejas pero siempre inquietas usinas federales como la que fogonea Carlos Aguirre desde el Litoral. Y muchos otros. Hasta Miss Bolivia acerca cada vez más su canto aguerrido como invitada serial. Como en los ‘60 y en las décadas subsiguientes, la música de raíz actual es un caldo espeso donde se cocina la argentinidad como en ninguna otra música. La salud rebosante viene de ese indie nativo y caleidoscópico. Y también representa una de las partes más genuinas de la industria discográfica. Así como en tiempos del CD en el país profundo se seguían vendiendo casetes de folklore, ahora que el disco agoniza fenómenos como Abel Pintos sostienen ediciones de otros géneros. Pintos mutó de aquel buen cantor de Bahía Blanca a la gran bestia pop que abre huellas como ayer nomás lo hicieron la Sole o Los Nocheros o más atrás Carlos Torre Vila y, otra vez, Daniel Toro. Hoy la industria respira como puede, caiga quien caiga, en el management. Volvió a comprobar cuánto mueve el folklore cuando mueve. Y empezó a pensar en la producción en serie: tomó, por ejemplo, ese diamante en bruto que se llama Nahuel Penissi y lo proyectó con un sonido ATP, pop, exportable. Es lo que ocurrió con Soledad en su momento. Como en los 90 al Tifón de Arequito, para entender a Penissi hay que guardar el disco y verlo en vivo.

“Eche una copla compadre /que en el aro del tambor / Tengo un ramito de albahaca/ Que cura las penas y mata el dolor”, escribe Ramiro González en “Dele retumbar”. Y subraya lo que se sabe: el folklore es, también, un libro de historia cantada. Escuchar aquellos discos de fines de los 60, los de 1972/73, los de 1984/85, los de 1994, los del 2001… constituye un inequívoco ejercicio de memoria y reflexión. Escuchar la proteica producción actual y ciertos discursos puede ser un diagnóstico del presente y el futuro de nuestro cascoteado país. Como dice Larcher, los artistas están haciendo lo que tienen que hacer. Quien quiera oír que oiga.