Hubo un tiempo, no demasiado remoto, en el que mencionar el concepto de un cine de terror hecho en Argentina implicaba circunscribirse a un escueto puñado de nombres y títulos: Narciso Ibáñez Menta como mentor ineludible, protagonista de la seminal Una luz en la ventana (1942), de Manuel Romero, donde encarnaba a una suerte de hombre-monstruo encerrado en una tenebrosa casa; el Jekyll y Hyde de Mario Soffici, en su doble papel de director y actor; las Obras maestras del terror de Poe adaptadas por Narciso Ibañez Serrador y dirigidas por el realizador más inopinado, Enrique Carreras; el extraño caso de Emilio Vieyra a fines de los años 60; La casa de las siete tumbas, de Pedro Stocki, a comienzos de los 80 y Alguien te está mirando (Gustavo Cova y Horacio Maldonado) unos años más tarde. Amén de los cruces con el melodrama gótico o el fantástico entendido en el sentido más rioplatense de la palabra, un puñado de coproducciones con países europeos y cierto coqueteo temprano, como el del italiano radicado en Rosario Camilo Zaccaría Soprani y su El hombre bestia o las aventuras del Capitán Richard (1935). Apenas eso y algunas pocas cosas más para una cinematografía que nunca se había detenido a pensar demasiado en las bondades de un género tan noble, rico y atractivo como cualquier otro. De un tiempo no muy lejano a esta parte las cosas parecen haber cambiado y desde que la cantera nacional disparó sus números anuales de producción el cine argentino comenzó a apostarle algunas fichas al horror, entendido éste de diversas maneras, pintado en todos los colores de la oscuridad. El inminente estreno de Aterrados, el nuevo largometraje del director y guionista Demián Rugna no hace más que constatar esa afirmación, acompañada no sólo por el lanzamiento reciente de varias películas que pueden encuadrarse fácilmente dentro del género sino también por el debut del Festival de Cine fantástico Blood Window, el particular reemplazo (por lo aparentemente opuesto de su apuesta) de la tradicional semana de preestrenos conocida como Pantalla Pinamar.
La premier de Aterrados, sin embargo, no disfrutó de un marco pinamarense, sino que tuvo lugar en la vecina ciudad balnearia de Mar del Plata, previo paso unas semanas antes por el Mórbido Fest de México. Fue entonces que la película comenzó su verdadera carrera, dando un giro de 180 grados a las expectativas del director. “Iba a estrenarse en octubre del año pasado y pensábamos que iba a ir al muere, como el 85 % de las películas argentinas”, afirma Rugna, en comunicación desde Bélgica, donde se encuentra presentando el estreno europeo del film en el Festival internacional de Cine Fantástico de Bruselas. “Con mi película anterior, No sabés con quién estás hablando, terminé con una frustración muy grande, porque en los festivales noté que le gustaba a todo tipo de público, pero a la hora del estreno no pudimos armar un buen circuito. Pensé que con Aterrados iba a pasar lo mismo y realmente me estaba planteando qué hacer con el cine; quizás hacer cortos para despuntar el vicio y nada más”. La invitación a competir en la sección oficial argentina del festival marplatense y la buena recepción de crítica y público que allí obtuvo determinaron que el lanzamiento comercial de Aterrados se demorara hasta la primera semana de mayo de este año. Y que de la miniatura de un puñado de salas se pasaran a considerar entre 50 y 70 copias, un número ciertamente elevado para una producción independiente de estas características.
La misteriosa y por momentos truculenta historia de Rugna se suma así a la creciente oleada terrorífica nac& pop, que este año ya tuvo –solamente en el primer trimestre– las incorporaciones de Necronomicón: El libro del Infierno, de Marcelo Schapces, No dormirás, de Gustavo Hernández, y Luciferina, de Gonzalo Calzada, tres títulos que se unieron al contingente de unos cincuenta largometrajes fantásticos y/o de terror producidos durante los últimos tres años. Sin embargo, más allá de los números duros, lo cierto es que el género en su vertiente local continúa en líneas generales atado a dos vicios de difícil erradicación: la canchereada bizarra –ese término nativo tan abstracto como multipropósito y que, muchas veces, no logra ocultar su falta de consistencia– o la imitación crasa de formatos, ideas y estéticas de la producción extranjera, que ni los valores de producción más elevados logran transformar en algo más estimulante que lo ligeramente digno. En ese sentido, la inventiva y seriedad con la cual Aterrados se toma su propia historia, incluso, podría afirmarse, su clasicismo bien entendido, es más que bienvenida. La identidad es, al fin y al cabo, algo bien serio. Ante la ausencia casi total de raíces propias, el terror argento continúa buscando una manera de sembrar para poder así cosechar en el futuro.
El sonido y los golpes
Todo comienza con unos insólitos sonidos que provienen del interior profundo de la bacha de la cocina, una mezcla de gorgoteo y sibilancia que, por momentos, parece acomodarse y conjurar alguna frase o palabra. La mujer se lo comenta, con el susto esculpido en el rostro, a su pareja, quien no parece darle demasiada relevancia al asunto. Muchos más inquietantes para él –por no decir molestos al punto del ensordecimiento– son los golpes constantes de su vecino, que no tiene mejor idea que ponerse a hacer reformas edilicias en plena madrugada. En el silencio de una calle de barrio los martillazos son aún más penetrantes y el eco permanece en la memoria auditiva incluso cuando su fuente ha dejado de emitirlos. Más temprano que tarde el hombre caerá en la cuenta de que, en realidad, el origen de los estallidos es mucho más cercano: provienen del baño, donde su mujer se está dando una ducha. Es cuestión de abrir la puerta para llegar al desenlace del prólogo de Aterrados, que luego viajará hacia atrás en el tiempo y describirá en detalle qué ocurría exactamente en la casa del vecino y qué relación tenía todo eso con el terrible accidente que acabó con la vida de un niño, en esa misma calle tranquila donde nunca pasa demasiado. Hasta que empieza a pasar. “En parte, la historia de la película surge de un cortometraje un tanto experimental que hice allá por 2002, cuando cursaba la carrera de Imagen y Sonido. Lo hicimos con un amigo, los dos solos, algo que fue improvisándose sobre la marcha. Y la anécdota viene de una experiencia personal rara: una noche, hace mucho tiempo, sentí los pasos de una persona que caminaba en mi pieza. Fue una sensación, ojo, no existió realmente. Bah, ¡espero que no! De ahí sale la idea del corto. Pasaron los años y un conocido me pidió un guion para una película de terror; justo en ese momento mi vecino estaba en construcción y se la pasaba golpeando la pared. Esa segunda experiencia definió otras ideas para el largometraje”.
El guion que terminaría dándole forma a Aterrados se escribió hace casi diez años, pero esa película original, que iba a ser dirigida por otra persona, nunca se realizó por falta de fondos. Nuevamente dueño de la historia, Rugna le mostró el guion a mucha gente durante nueve años, pero las condiciones para la producción nunca se daban. “O no leían el guion o no confiaban en mí”. A lo largo de todos esos años, Demián Rugna fue desarrollando su carrera de realizador con una serie de cortometrajes y, luego de su ópera prima de 2007 The Last Gateway (pensada para el mercado internacional y rodada en idioma inglés), con la participación en el film Malditos sean, codirigido junto a Fabián Forte, y el ya mencionado No sabés con quién estás hablando, una comedia con gruesas pinceladas de grotesco. Para Rugna, “Aterrados logró encontrar a la persona indicada en el momento justo y acá está, después de casi diez años de tenerla lista”.
Lo que sigue después de los insistentes golpes del vecino es la secuencia más genuinamente perturbadora y divertida en la historia del terror argentino reciente. Un llamado telefónico despierta a Jano (Norberto Gonzalo), un ex médico forense que decidió retirarse del oficio luego de una serie de extrañas situaciones en la mesa de examen mortuorio y que ahora dedica sus horas libres a la investigación de lo paranormal. Quien lo llama en medio de la madrugada es el comisario Funes (Maximiliano Ghione). Y si lo llama a esas horas es porque sus capacidades como policía no alcanzan para comenzar siquiera a abrir un expediente. El pobre chico que murió hace algunos días volvió a su casa, eso es un hecho. El cuándo es fácil de responder, su propia madre lo contó con lujo de detalles; el cómo y el por qué es lo que desvela a Funes y a los dos nerviosos efectivos que recibieron el llamado original. “No recuerdo cuándo apareció la idea del nene muerto”, comenta Rugna. “Supongo que hay alguna reminiscencia de Cementerio de animales, esas historias y el cine en general de esa época, los años 80. Pero realmente no está basada literalmente en algo. Eso sí, hay una anécdota personal: una vez le puse a mi hermana una muñeca maquillada para que parezca mutilada en la cama y se pegó un susto bárbaro. Algo de eso habrá quedado”. El nene de Aterrados, sentadito en la cabecera de la mesa con la leche preparada por la madre, por las dudas que tenga hambre, es un poco más pasivo que el de Cementerio de animales. ¿Acaso alguien llevó el cadáver a la casa o realmente el pequeño cuerpo caminó desde el cementerio hasta su casa? ¿Se movió o no se movió? “La idea es jugar un poco con el fuera de campo y que, al menos en ese momento del relato, queden algunas dudas. Creo que logramos que esa escena esté ligada a la historia y no que simplemente aparezca y no tenga un desarrollo”. Entre el presente de ese día y el flashback a los sucesos en las dos casas de enfrente –la de los ruidos y la de su vecino– las piezas comienzan a encastrar y a definir una silueta: algo realmente particular está ocurriendo en esa pequeña circunscripción del catastro. La relación con el cine de John Carpenter, al menos con algunas de las coordenadas de sus situaciones y personajes, comienzan a hacerse visibles para el espectador más cinéfilo. “Es algo que marco todo el tiempo: me crié con las películas de género fantástico de los ‘80 y obviamente John Carpenter atravesó toda mi infancia y adolescencia. Hay cuestiones ligadas a cómo resuelve situaciones con dos mangos, cómo contar las historias, cómo usar la cámara. Es fácil encontrar referencias”.
Miedo y trama
“Dentro de los mecanismos del cine de género trato constantemente de encontrar facetas originales o que no se hayan visto demasiado. Que haya algo novedoso, que me dé ganas de hacerlo”, continúa describiendo el realizador, nacido hace 38 años en Haedo y tal vez criado en una calle no muy diferente de la que puede verse en la película. “El primer espectador soy yo. No sé si eso es bueno o malo, pero soy espectador del género y les exijo a las películas una serie de cosas a nivel narrativo y de creatividad que últimamente cuesta encontrar. De veinte películas por ahí aparecen en una o en dos. Podría decirse que Aterrados es la más clásica de las películas que he dirigido, la que se maneja dentro de las convenciones de manera más firme. No es tan delirante como otras cosas que he hecho y tal vez por eso encontramos algo que puede ser para todos. Nunca trataría de hacer una imitación literal de un género o de una película y quizás por esa razón me ha ido siempre más o menos mal, porque no he seguido una línea que esté de moda o imitado algo que haya sido exitoso. Creo firmemente que lo más importante de una película de terror es la historia; sin historia y solamente con efectos especiales… o con una sensación o un tono… o con mostrar la tortura y la muerte… solamente con eso todo pierde el sentido. Me gusta que la historia sea fuerte y que haya muchos cuentos dentro de un mismo relato. Entiendo que hay películas que sólo buscan crear una estética, pero están vacías en su interior. De lo último que he visto me gustó mucho Matar a Dios, una película española dirigida por Caye Casas, que es bien de género, aunque no netamente de terror. Es como una película de Álex de la Iglesia, pero del Álex de la Iglesia que nos gustaba a todos. Te sigue también me gustó mucho. Y ahora vengo de ver acá en Bruselas Un lugar en silencio, que salvo algunos clichés americanos me pareció muy interesante”.
Suele decirse que hacer comedia es mucho más difícil que encarar una historia dramática. Tanto o más complejo es lograr que la pantalla y los altoparlantes logren transformar la situación más absurda en un hecho coherente, verosímil y amenazante. Inquietar al espectador, asustarlo. Cuando el trío de investigadores conformado por Jano, la especialista Mora Albreck (Elvira Onetto) y un tal Rosentock –un estadounidense que parece ser una eminencia en los fenómenos para(nada)normales– se suma al comisario Funes con la intención de pasar un noche repartidos entre las tres casas infernales, la mesa está servida para el tercer acto. El momento en el cual las sombras y ruidos y movimientos sin razón aparente (y el nene, claro, el nene muerto) comienzan a adquirir una lógica aparente. Quizás un sentido. En el peor de los casos, un destino. Aterrados no es una comedia. De hecho, es bastante seria, aunque nunca solemne. Sin embargo, el humor no deja de estar presente, tan agazapado como el innominado ser que repta por debajo de la cama, en ocasiones se oculta en el armario y a veces se queda mirando a aquel que duerme o intenta dormir, vaya uno a saber con qué intenciones. Funes tiene problemas de salud serios y esa ficha médica que nunca deja de mencionar, sumada al hecho de que tiene miedo y nunca dejará de tenerlo (cosa extraña: en la mayoría de las películas de terror el o la protagonista deja de tenerlo en cierto momento, como por arte de magia), terminan construyendo un héroe bastante atípico. Un personaje que puede convocar una sonrisa porque sería muy parecido a casi todos nosotros si estuviéramos ante una situación semejante. Dice Rugna que “es raro, porque me parece que el humor forma parte de mis intereses y no puedo escaparle. Pero para esta película me parecía que había que ponerle un freno. Incluso, mientras filmábamos, le decía todo el tiempo a Fabián Forte, que hizo las veces de asistente de dirección, que esta película no debía tener nada de humor. Y él me respondía que el guion lo había hecho cagar de la risa. Lo que ocurre es que cuando te ponés a indagar en la psicología de los personajes o en ciertas situaciones que siempre intento que tengan algún asidero con la realidad, terminás enfrentado a la misma pregunta ¿qué estoy haciendo acá, en medio de todo este quilombo que no puedo entender? Y eso causa gracia, de una manera u otra. Además, creo que el humor es parte del miedo. El susto es un buen chiste. Cuando uno asusta a alguien lo que termina provocando es risa. El timing del humor, la imprevisibilidad. Cuando quiero escapar de eso me resulta imposible. Y aunque acá intenté salirme un poco, supongo que algo de ese humor ya venía adosado a los personajes”.
Los cazafantasmas
Una grieta en la pared que parece ensancharse con cada minuto que transcurre, el jugueteo de una docena de cubiertos de mesa colgando de un lugar imposible, sillas que se mueven solas, como si estuvieran siendo empujadas por un ente invisible. Y el grupo de cazafantasmas más insospechado, sin disparadores nucleares de fotones ni unidades contenedoras, pero con la experiencia que sólo puede brindar la edad. “Eso se relaciona un poco con el tema de los clichés y de copiar lo que viene de afuera. Durante muchísimos años estuvo muy de moda esa idea de tener un casting de actores jóvenes y bonitos, así los podés poner en el póster. Pero soy de la idea de que, en muchos casos, las películas de terror tienen que estar protagonizadas por gente mayor. ¿Te imaginás El exorcista con un reparto de teenagers? Para Aterrados el planteo siempre fue tener un electo de más de cuarenta. Partiendo de esa base, sabíamos que no necesitábamos ningún actor conocido. Que, por otro lado, no hubiéramos podido pagar. A Maxi Ghione llegamos a través de Fernando Díaz, el productor, con quien él ya había colaborado varias veces. Me parecía que era alguien de carácter, además de tener una buena voz. Es un actor que la mayor parte del público relaciona con su trabajo en la televisión. También está Norberto Gonzalo, con quien ya había laburado en una miniserie, y la verdad es que es un actorazo, alguien que debería estar trabajando más seguido. El papel del norteamericano fue todo un tema, porque debía ser alguien extranjero, además de saber actuar y vivir en la Argentina. Finalmente, lo interpretó George L. Lewis. Y el personaje del hombre atormentado por el ser durante las noches no podía ser otro que Agustín Rittano, un actor que ya venía incluido en la película, porque es el mismo actor de aquel cortometraje de hace muchos años. De alguna manera, es el mismo papel, pero quince años después”. La edad, entonces, no es un elemento menor. La baza de los personajes es una de las más interesantes de la película, uno de los pilares esenciales en el desarrollo del relato: no hay aquí jóvenes inocentes cayendo en la boca del lobo sino un grupo de profesionales perfectamente conscientes de los riesgos que están a punto de correr. El ya no tan incipiente –a pura prepotencia de producción– pero todavía algo trastabillante cine de terror argentino continúa buscando y buscando. Con Aterrados, el fenómeno encontró un emergente que ilumina las posibilidades futuras de un género que, en nuestro país, quizás esté a punto de dejar los pañales.