Aquellas pinzas de las viejas máquinas de peluches que ya casi no se ven casi siempre eran tramposas. Uno se daba cuenta, después de la tercera o cuarta moneda, que aunque hubiera logrado que los tentáculos agarraran y arrastraran un muñeco hacia la salida, la pinza cedía su resistencia y lo soltaba justo antes, dejándolo caer del lado de adentro. Los peluches más lindos eran los más pesados, los que ni cien monedas lograban correrlos un centímetro. Los más deslucidos parecían accesibles y generaban la expectativa que después era defraudada: no importaba la pericia ni del niño ni del adulto que accionara la pinza cuando había trampa. El peluche no llegaría a las manos de nadie. La pinza, que parecía una extensión de los dedos que apretaban los comandos, no lo era. Estaba al servicio del dueño de la máquina. Su tiempo de presión era menor al de la duración del juego: miles de peluches han quedado tirados sobre otros o con cabeza o patas asomando hacia la salida, mientras la frustración o el llanto indicaban el fin de las monedas.
Quería escribir sobre nuestros países, todavía conmovida por la lírica de un hombre, Lula, que decidió no pedir asilo y entregarse sólo para sellar su nombre al de una etapa y un sueño que sigue adelante. Fue un día histórico porque él no le bajó la presión al proyecto político por el que luchó junto a millones toda su vida. Así lo dijo. Tan bellamente, tan desesperado y poético hace una semana, entre los suyos, que lloraban y le pedían que no acatara una sentencia ridícula, que no se prestara a la vergüenza tendida por la canalla que gobierna de facto Brasil. Pero él decidió que no se iría de su país, ése que vivió sus años más desagobiantes bajo su gobierno. Que incluso preso por el capricho de un juez que expresa deseos geopolíticos norteamericanos, seguiría siendo una herramienta para que las fuerzas populares brasileñas no se dispersen y no se diluya todavía la potencia de una idea, que puede sintetizarse en lo que todos dicen que aceptan y muchos detestan: la igualdad de oportunidades. Eso es la democracia para Lula y muchísimos más: la igualdad de oportunidades.
Lo que vivimos hoy no es ese sistema con independencia de poderes y contralores que nos enseñaron que es la democracia. Esto no tiene nada que ver con la democracia. Lo que ha hecho Cambiemos en la Argentina, en todo caso, es dejar al descubierto que hay un electorado que está de acuerdo no con el partido gobernante sino con haber roto reglas, con romper el vidrio, con violar la ley. Por más que tengan decenas de farsantes en los grandes medios convalidándolos, lo que en definitiva expresan estos presidentes ignorantes y millonarios de la región es a sectores que ya no fingen querer el bien común, ni la libertad de expresión, ni la independencia judicial, ni la seguridad ni la transparencia, ni ninguna de esas generalidades con las que machacaron durante todos los años en los que se gobernó hacia la igualdad. Les molestan los de abajo, a los que les han declarado la indignidad, y justifican la ruptura de todos los contratos sociales para sepultar la idea de la equidad. Si para que eso no suceda hay que hacer trampa, que la hagan. Cualquier tipo de trampa: justifican el prevaricato y la traición a la patria, pero también muchos otros delitos, incluso el asesinato. En Brasil, primero mataron a Marielle y después al testigo del crimen.
Nadie en Brasil con un coeficiente mental promedio cree que Dilma o Lula gobernaron para enriquecerse ellos. Es tan ridículo, tan alejado de la evidencia, tan ajustado a la necesidad de los verdaderos corruptos, que tanto la elite como la clase media colonizada eso lo saben. No lo admiten ni lo harán, porque ese argumento de la corrupción como matriz populista es imprescindible para continuar el simulacro. Pero lo saben. Pueden haberlo creído hace unos años pero ya no. Saben que los gobiernos que votan o defienden encarcelan a adversarios declarándolos enemigos, sin pruebas o falseándolas, que los denunciadores después terminan también presos por sobornos o falsos testimonios, que no hay libertad de expresión ni de información, que lo que defienden tiene por referentes a gente bruta, desinformada, viciosa y con fortunas mal habidas. No están confundidos. Lo saben.
Pero no les importa. La democracia no les importa, como no les importó históricamente nunca, y han concebido desde hace décadas otra idea de sistema al que le dan ese nombre, pero en el fondo lo que implica no guarda ninguna relación con la democracia. Este país vivió presuntamente dieciocho años de “democracia” con el principal partido opositor proscripto y su principal líder en el exilio. Y a millones de personas eso le parecía normal. Esa normalidad artificial y antidemocrática volvió a asomar esta semana en la calle Matheu.
Cuando la tormenta corporativa avanzaba de la mano de los mentirosos a repetición de los grandes medios, antes de que ganara Macri, una de las síntesis que circulaban era “democracia o corporaciones”. Hoy ha quedado bloqueada por el simulacro de democracia que se nos presenta bajo múltiples formas pero que siempre incluye por un lado la trampa judicial y por el otro formas de corrupción sorprendentes, tanto como que el presidente elija al fiscal y al juez que quiere que lo investiguen en la causa del Correo. Tanto como que el oficialismo siga hablando hoy de la independencia de poderes, tanto como que se prohíba y persiga a opositores políticos.
“Democracia o corporaciones” hoy no alcanza para definir la puja de poder porque hemos sido derrotados. Y han montado un escenario barato con vueltos de sus ganancias mandadas a “cajas de seguridad” en el exterior. Un escenario que tiene la forma de la democracia, mientras la claque y hasta la oposición se entretienen en peleas falaces que parten del equívoco de confundir la forma con la sustancia. Por democracia nos han dejado esto que tenemos hoy: dolor esparcido por despidos, enfermedades sin medicamentos, vejeces desguarnecidas, niños sin pan, naturaleza muerta. Hay que salir de ese espejismo porque todos nos comportamos como actores en una tragedia que escribieron otros.
Allí donde los que concentren toda la riqueza sean un puñado y los pueblos sean entregados a la incertidumbre o el bombardeo, a la miseria o el ataque químico, al sicariato o al disparo por la espalda, no hay nada de eso que evocamos cuando decimos democracia. Hoy en el mundo la puja es entre los pueblos y las corporaciones. Los conceptos también son pinzas, como las que aquellas máquinas que estaban preparadas para hacernos perder. Tenemos que generar pinzas conceptuales que nos preparen mejor para volver, y no hablo del kirchnerismo que se fue en 2015 sino de algo más grande que represente al pueblo y que es obvio que debe incluirlo. Inclusión, retengamos la palabra porque no se aplica solamente en el sentido gracias al cual millones de argentinos vivieron los mejores doce años de sus vidas. La inclusión hay que pensarla también en relación al 2019. Es el dilema de esta etapa, y sólo con una buena pinza política tenemos chance.