La teoría económica convencional y quienes hoy la representan en el Estado, los funcionarios cambiemitas, van de fracaso predictivo en fracaso. La cuestión es recurrente, hasta agotadora, pero no evita que se mantengan incólumes ambos, teoría y discurso oficial.
Unos pocos ejemplos de esta semana grafican el panorama. Apenas producido el cambio de gobierno, el presidente del Banco Central, el siempre sonriente Federico Sturzenegger, y el presidente del Banco Nación cuando todavía no lo era, el inefable Javier González Fraga, explicaban desde la universalidad hegemónica de las pantallas televisivas que los aumentos tarifarios que comenzaban a desatarse “no serían inflacionarios, sino todo lo contrario”. Los sustentos teóricos de semejante afirmación eran dos. El primero es que los consumidores estaban sujetos a una “restricción presupuestaria”, es decir el dinero del que dispone una familia o individuo mes a mes es finito y, en consecuencia, si aumenta la parte del gasto destinada a tarifas disminuiría contablemente el destinado al resto de los consumos, lo que deprimiría la demanda de los restantes bienes y, por esa vía, frenaría los aumentos de precios. Este era el segundo y principal supuesto teórico que fundaba la predicción, la inflación como un fenómeno de demanda.
Luego de dos años de práctica, la inapelable realidad del mercado resultó bien diferente. Efectivamente, según lo previsto por la restricción presupuestaria, se retrajo el consumo de todo lo que en la canasta salarial no son tarifas. Una muestra es por ejemplo la caída de las ventas de los supermercados hasta el punto de provocar la crisis de algunas grandes cadenas, crisis que según la insólita interpretación de Mauricio Macri se debería a “la competencia desleal de los supermercados chinos”. Pero a pesar de la caída del consumo la inflación ni siquiera se moderó. Los aumentos generalizados y sostenidos de precios siguieron dependiendo de lo que siempre dependieron desde que la historia económica existe: de los cambios combinados en los tres principales precios relativos de la economía, los salarios, el dólar y las tarifas, incluidos los combustibles. Para colmo, el gobierno dolarizó de hecho las tarifas, con lo que las variaciones cambiarias se convirtieron casi en un mecanismo de ajuste automático de precios y fuente de sucesivas rondas de remarcaciones.
La realidad vuelve a mostrar que la inflación es un fenómeno primordialmente de costos. Dada la (verdadera) teoría el gobierno sabe que si quiere estabilizar precios luego de haberle soltado las riendas al dólar durante el verano pasado, necesita en adelante recurrir nuevamente al “ancla cambiaria”, a contener a la divisa estadounidense. Luego, como por algún lado hay que compensar, debe mantener todo lo rígida posible “las meta salarial” del Banco Central.
Llegado este punto ya es posible sintetizar algunas conclusiones. La primera es que, dado que los precios relativos son variables distributivas, la baja inflación sostenida se presenta en países que tienen más o menos encausada la puja distributiva. La segunda es que las dimensiones fiscal y monetaria sólo operan en el margen y en casos especiales o extremos. ¿Cómo explicar sino que una economía con una política monetaria restrictiva, que reduce su déficit fiscal primario a fuerza de recortar gastos y que, en consecuencia, deprime la demanda, se coma en sólo un trimestre casi la mitad de su meta “inflacionaria” (salarial) para todo el año? Es tan difícil de explicar que incluso desde el oficialismo y la prensa adicta ya nadie se acuerda de zonceras tales como que “la emisión genera inflación” y sólo los creyentes más fieles balbucean alguna que otra gracia sobre el déficit.
El segundo gran malentendido que sigue luchando contra los resultados del mercado es sobre el comportamiento de la inversión. Según cuenta recurrentemente la prensa con fuente en quienes lo frecuentan, Mauricio Macri estaría decepcionado por la falta de inversiones, tanto del exterior, como de los empresarios locales. En realidad, al margen de las sensaciones existenciales del primer mandatario, la baja inversión es un hecho. La decepción sólo remite a que, una vez más, las predicciones de la mala teoría no se cumplen.
El relato oficialista sostenía que la sola existencia de un gobierno amistoso con los mercados sería suficiente para que el mundo y los propios provoquen otro fenómeno del que también ya nadie habla: la “lluvia de inversiones”. Bastaba con pagarle a los buitres sin chistar para que los inversores vuelvan a confiar en la Argentina. Cómo producido el shock de confianza, vía el oneroso pago de 15.000 millones de dólares, las únicas inversiones que llegaron fueron las especulativas, se sacó de la galera la idea de que la “reticencia inversora” se mantenía por el temor al regreso amenazante de la hidra populista. De lo que se trataba, entonces, era de que Cambiemos se imponga en las elecciones de medio término y, con ello, despejar las dudas sobre el rumbo futuro.
Esta semana, del grupo de gerentes de empresas españolas de primera línea que acompañaron la visita del presidente Mariano Rajoy surgió una nueva y previsible corrida de arco. Según dijo la prensa que dijeron, ahora se necesitarían dos cosas más, ambas para seguir vacunándose contra el populismo: la reelección de Cambiemos en 2019 y la construcción de “una oposición peronista racional”, es decir neoliberal. Dicho mal y pronto, pura sarasa. En realidad no existe teoría alguna que sustente la visión de “la confianza de los mercados”. Resulta por lo menos llamativo que parte del establishment ideológico de los economistas continúe repitiéndolo. Ya en tiempos de la primera Alianza, la Radical-Frepasista, se subordinaba el destino de la economía a los resultados que provocaría conseguir un utópico “grado de inversión”. Si aquella vez fue farsa, ahora también. Cuentan que esta semana Macri se sorprendió porque no había empresarios turísticos entre los visitantes españoles. En su visión, el agro y el turismo sintetizan el modelo de desarrollo. Pero si los quería quizá debería haberlos invitado directamente en vez de esperar que lo haga el mercado. Y mejor todavía, también debería haberles preparado un plan concreto, dato que conduce a las verdaderas causas de la inversión, que no es otra que la rentabilidad esperada en economías con perspectivas de expansión, tanto en Argentina, como en Noruega y Afganistán.