Para el negocio del boxeo es una mala noticia que Floyd Mayweather envejezca: irremediablemente empiezan a despedirse de quien mejor monetizó el deporte en su historia. Como si no fuera poco, el púgil de Michigan (que llegó a los 41 años habiendo ganado sus 50 peleas como profesional) entró además en coqueteos con el primer juego de combate que, en muchos años, le disputa mercado al boxeo: las artes marciales mixtas.
Desde la pelea de Mayweather y Pacquiao, que en mayo de 2015 vieron 4,6 millones de personas, ninguna otra logró superar el millón de espectadores, techo que en simultáneo comenzó a atravesar con frecuencia la televisación de MMA. Atento a ello, Floyd primereó al box-business y celebró el año pasado un extraño crossover con la UFC desafiando en el ring a su principal espada, el irlandés Conor McGregor. El evento, tan taquillero como cuestionado, tuvo un resultado previsible: Mayweather venció por KO (técnico). Pero el espectáculo fue un negoción que ahora espera por la revancha, ya no sobre un cuadrilátero sino dentro de la jaula.
El circo es bien recibido por todo ese sistema de capitales y financiamientos pringosos conocido como Pay Per View, ya que se aseguran millones de personas dispuestas a pagar por ver el evento desde sus casas. Pero la noticia no cae tan bien en el boxeo institucionalizado. Que es, en definitiva, un circuito de distintas organizaciones y promotores dedicado a manejar inversiones ajenas. Sus principales socios comerciales (multimedios, grandes empresas, estados nacionales) comienzan lentamente a desfondar un esquema que se volvió exageradamente dependiente de las peleas-espectáculo: fulano y mengano disputando un título sin necesariamente haber hecho el mismo camino (como sí ocurre en la mayoría de los otros deportes). La dedocracia al servicio del PPV.
Sin imaginarlo, esta estrategia comercial del boxeo fue escuela para la de las artes marciales mixtas, que ofrecen lo mismo pero con más sangre. Tal vez fue ése el déficit de todos los otros deportes de combate que intentaron discutirle el negocio al boxeo. Como las artes marciales tradicionales, legitimadas por el reconocimiento olímpico pero no por el del mercado.
Los defensores de MMA dicen que el atractivo no es la violencia sino la exhibición de un deporte más completo que articula varias disciplinas (como el muay thai o el jiu-jitsu brasilero), acepta golpes con diversas partes del cuerpo y permite el juego en la lona. Como sea, para los consumidores de peleas pagas parecen más entretenidas las de la UFC que las de la AMB, la CMB o cualquier otra que intente hacer rentable un combate con puños rojos.
El cambio de tendencia se volvió alarmante para el boxeo en 2016, cuando la UFC le pegó una tremenda paliza en el lugar donde más le duele: el PPV. Ese año pagaron para ver peleas de MMA 8,3 millones de personas, nocaut al apenas millón y medio que vendieron las de box. La balanza descontó algo de la desventaja con la recaudación de las taquillas, donde el boxeo naturalmente colecta mejor porque tiene más organizaciones y categorías (y por ende más combates).
Otro termómetro comenzaron a ser las redes sociales, con comparaciones notables: en el primer escalafón de seguidores, el peleador brasileño Anderson Silva supera por poco (pero supera) a Floyd Mayweather, siendo ambos cuarentones activos con récords en sus deportes, mientras que debajo de ambos McGregor tiene un poco más que Mike Tyson. Hasta para los buscadores de influencers parecen las artes marciales mixtas más apetecibles que el boxeo.
Con la misma lógica que los acercó al boxeo, ahora los capitales que dan sentido comercial al deporte migran hacia otro que pareció volverse más atractivo: las MMA, concentradas en el emporio UFC. El boxeo toma nota y, antes de empezar a tirar la toalla, expone sus últimos anticuerpos. Así es como reaparece en escena Oscar de la Hoya (en versión promotor) para recobrar centralidad con un ofrecimiento que hubiese sido épico media década atrás: oponer al aún opulento Manny Pacquiao con el entonces promisorio Lucas Matthysse.
El filipino es el boxeador que más divisiones dominó en la historia (ocho pesos distintos), aunque hace cuatro años que no pelea y parece más entretenido en la política doméstica de su país, donde fue electo senador. Para el argentino, nacido hace 35 años en Trelew, significa una oportunidad que acaso llega un poco tarde, a pesar de que ostenta el título welter de la AMB (que pondrá en juego) y un récord de 39 victorias en 43 peleas, la gran mayoría (36) por KO.
El combate será el 14 de julio en Kuala Lumpuar, capital de Malasia. “Me gusta el estilo agresivo de Matthysse. No es un peleador sucio, es serio y lo respeto mucho por ello. Eso es lo que quiero: entretener a los fanáticos”, se sinceró Pacquiao en una su primeras declaraciones. En su Instagram, Matthysse le contestó: “Acá van a volar pelos”. El texto acompañaba una foto del filipino con barbeta candado y largo flequillo. Algunas cosas por el estilo se repetirán en la cara cuando compartan una gira por el sudeste asiático para promocionar la pelea.
A pesar de que la contienda está fechada para el 14 de julio, técnicamente se realizará el 15 por la mañana. Es que el circo itinerante del boxeo mundial se traslada a un hemisferio acomodándose a las necesidades del otro: para que en occidente el PPV ofrezca piñas y sangre un sábado a la noche es necesario que los boxeadores amanezcan temprano ese domingo en Kuala Lumpur y se sacudan casi después del desayuno.