El sábado al mediodía, minutos antes de que arrancara la función de prensa de Las hijas del fuego de Albertina Carri, no entraba nadie más en la sala. Una mezcla de críticos de cine y críticos culturales con público “no especializado” infiltrado. Durante la proyección, apenas una persona que se levantó para irse, y un misterio: qué se les habrá cruzado por la cabeza, tanto a los críticos como a los que no, durante las casi dos horas de una película en la que un grupo de mujeres que vive por fuera de las formas de vida más estandarizadas y difundidas, cogen, responden a las agresiones del entorno, cogen, viajan por las rutas del sur, cogen, van sumando mujeres hasta formar una pandilla, cogen, obligan a tomarse el palo a la pareja maltratadora de una amiga, cogen, hacen una orgía con la guía de una de ellas, dominatrix que opta por darse placer de forma exclusiva y sin participación de las otras; y cogen, una y otra vez cogen incrementando y colectivizando sus potencias: se turnan para manejar, para dormir, para resistir, para darse placer.
Las hijas del fuego es una película porno lésbica, cis y trans, pero lésbica. Esto quiere decir que el falo acá, literalmente, no circula. No hay hombres que actúen en la película, salvo algunos pocos extras amigos a los que por cierto les va bastante mal y algunos que participaron de la postproducción de sonido, a cargo de una mujer. En el rodaje, cero. Un equipo hecho de mujeres, incluida la fletera. Y también quiere decir que -en ese roadtrip arriba de una camioneta escolar lleno de ruta, silencio y montañas- los clítoris, los labios, las vulvas, los dedos, las tetas, los besos, el placer de larga duración como el último plano de la película -largo, infinito como el placer que una mujer puede obtener, con sus cambios de ritmo, sinuosidades y abismos- y los orgasmos son de, por y para mujeres.
El casting, llevado adelante por Rosario Castelli, asistente todo terreno de la directora y del proyecto, fue fundamental para el tipo de verosímil que trabaja la película; las actrices, no conocidas por el público, son del mundo del activismo y la escena cultural lesbofeminista y para ellas fue una apuesta política hacer otro porno posible y ponerle el cuerpo como parte de su militancia cotidiana. Son amigas, amigas de amigas, novias de amigas, amantes de amigas, ex de amigas, caras conocidas. Hay una pertinencia ética y estética en que sean ellas las que protagonicen la película, con sus momentos colectivos de exploración y de draguearse; con los juegos previos, el bondage y la masturbación colectiva. Y que actrices consagradas como Cristina Banegas y Érica Rivas sean las que apuntalan con sus actuaciones, pero de manera periférica, la película. Y también es un gesto ético y estético que los personajes no nos inviten a identificarnos con ninguno de ellos sino más bien a diluirnos en todos.
La hijas del fuego es porno político. Es porno porque hay primeros planos de tetas, clítoris, pezones, squirt, agitación, juguetes sexuales, lenguas, masturbación, fustas y cuerpos entregados al placer y al orgasmo. Y es político porque se desvía del porno hegemónico y patriarcal, el porno hecho por hombres y para goce de los hombres, donde la penetración heterosexual, la eyaculación, la indiferencia hacia el placer de la mujer y la reducción de las zonas erógenas a los genitales es el patrón universal.
Y también es porno político porque ni los cuerpos ni los rostros ni las activaciones de género son hegemónicas; hay mujeres flacas, hay panzas, hay pelos, hay nucas rapadas, hay estrías, hay tetas grandes y chicas, caras que no son de propaganda, es decir, hay lo que la mayoría de las mujeres somos.
La pregunta sobre si es un tipo de porno diferente o más bien posporno probablemente tenga sin cuidado a la directora. Aunque se arme de una narrativa totalmente enterada de las discusiones dadas dentro de ese marco teórico, la operación de Carri toma otro camino: el de no abandonar la palabra porno sino usarla a su favor, es decir, a favor de lo que la película es: un manifiesto de libertad y reivindicación del placer, de los sentidos y de los afectos: “El problema no es la representación de los cuerpos, el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”, dice la voz en off en una frase que oficia como programa de Las hijas del fuego. La constancia, el exceso, la reiteración y saturación de las escenas de sexo muestran que la intención no es discutir con el porno mainstream ni apropiárselo para darle otra vuelta, sino simplemente mostrar lo que ya está ahí, lo que estuvo siempre dando vueltas como una plaga con un efecto expansivo cada vez más amplificado: un mundo de dos, cuatro o más mujeres y lo que hacen juntas en la intimidad. Un mundo en donde no entran los hombres, no por rabia ni para ganar algún tipo de discusión teórica, simplemente porque no son necesarios.
Y sin embargo, no se trata solamente de porno, que tiene una narrativa plana y sin profundidad. En Las hijas del fuego hay una narrativa de transformación de esas mujeres a través de los vínculos que arman entre ellas. En este sentido, más que tomar referencias del mundo del cine, parece inspirarse en un Borrador para un diccionario de las amantes de Monique Wittig y Sande Zeig. Un mundo mitológico y a la vez cercano habitado por mujeres: madres, hijas, amigas, amantes, amazonas. Escriben Wittig y Zeig en la entrada de Comunidad: “Sitio, lugar, espacio compartido por varias amantes que han decidido compartir sus sueños, sus lechos, sus iniciativas, sus formas de vida, sus actividades, su alimentación, sus descubrimientos, sus amores. Las comunidades han multiplicado y desarrollado la fuerza y la energía de cada amante. La vieja expresión “vivir o morir” ha sido sustituida en las comunidades por “vivir ante todo”. Se iniciaron con la edad de gloria y actualmente tienden a sustituir a toda otra forma de vida”. Dice la voz en off de la película que el modo de vida de las hijas del fuego se trata “…de una fundación de algo nuevo. Un pueblo por contagio y no por herencia”. Carri intenta encontrar nuevos modos de representar los territorios del amor como lo hicieron Wittig y Zeig.
La sororidad, la hermandad entre mujeres que marca la frontera entre el mundo de adentro y el mundo de afuera, en general hostil, es el largo acorde de Las hijas del fuego que se toca en un tono más alto en dos escenas puntuales, primero, cuando la pareja entra al bar del pueblo besándose y demostrándose amor sin tapujos y un tipo rancio se levanta de su silla para insultarlas con las palabras típicas de un macho rústico: tortilleras, lesbianas. Y, segundo, cuando van en grupo a rescatar a una amiga maltratada por su pareja. En la primera escena, entre tres le dan su merecido al acosador con piñas y patadas precisas. En la segunda lo obligan a tomarse un tren a ninguna parte con un poco de plata que le juntaron.
La película se inserta al mismo tiempo en varios debates sobre modos de construir convivencia que las identidades disidentes tienen a bien discutir o experimentar. Si el amor romántico, ese caballo de Troya que se filtra con la monogamia, es posesividad, encierro y un clima agobiante de pactos irreversibles, los intentos de explorar por el lado del poliamor parecen ser una respuesta que se presenta como eficaz para combatir la resaca de la exclusividad, aunque en la película no se tematizan sus lados difíciles, emocionalmente costosos y problemáticos.
Esta travesía por las rutas del fin del mundo que propone la película de Carri, es el viaje de cada una por los confines de la propia vida, que se hace sin esperanza y sin desesperación; y que se intenta continuar con un poco de ternura colectiva para construir, se tome la ruta que se tome, un lugar más reparado.