Irene es una mujer de 96 años que vive sola en una casita de techos bajos en Germania, un pueblo rural de la provincia de Buenos Aires de tan solo 1500 habitantes. Dedica sus días a cuidar sus plantas y limpiar su vivienda. Cuando Irene muere, sus dos hijos, Inés y Ricardo, junto a su nuera Marta se encargan de desarmar la casa y decidir qué hacer con los objetos, la ropa y los recuerdos que Irene había atesorado toda su vida. La propiedad se pone a la venta. Y distintas personas recorren la casa movidas por curiosidad o por las ganas de comprarla. Pero hay algo del pasado que la habita que renuncia a irse. ¿Para siempre? Esta historia, que es real, es contada por el nieto de Irene, Andrés Perugini, en su ópera prima La intimidad. Tras su première mundial durante el 17° DocBuenosAires, el documental se estrena mañana en el Espacio Incaa Gaumont.
Perugini nació en 1987 en General Pinto (provincia de Buenos Aires). Estudió realización cinematográfica en el Cievyc y dirección de sonido en la Enerc. Como diseñador de sonido participó en películas como La construcción del enemigo, de Gabriela Jaime; Un pueblo hecho canción, de Silvia Majul; Lluvias y El estanque, que son parte de la Trilogía del Lago Helado, del director Gustavo Fontán (que la semana pasada se estrenó en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín). Perugini trabajó también como editor de sonido con Fernando Soldevila en Wakolda, de Lucía Puenzo; Infancia clandestina, de Benjamín Ávila, y Zonda, una película de folklore argentino del prestigioso director español Carlos Saura.
A las dos semanas de la muerte de su abuela, Perugini buscó registrar ese momento en que los hijos de Irene decidieron vaciar la casa. “Una casa con tanta historia para mí y ni hablar para ella”, afirma el realizador en diálogo con PáginaI12. “Entonces, tomé algo que escuché por ahí de un poeta argentino que dice: ‘Hay que convertir el dolor en aventura’. Me metí en esa aventura de ir a registrar esos momentos íntimos de sus hijas abriendo los muebles, sacando toda la ropa de ella, los objetos para luego transformarlo en esta película”, agrega el realizador.
“Previamente a la muerte de mi abuela, yo venía registrando su intimidad cotidiana y sus quehaceres. Ella tenía un jardín muy grande y también se dedicaba mucho al cuidado del jardín. Mi abuela falleció a los 99 años y yo la filmé hasta sus últimos momentos de vitalidad que fueron los 96, ya que después decayó bastante. Así que hay un registro previo a la muerte y son momentos cotidianos de mi abuela que, por entonces, yo los registraba con la idea de filmar algo desde un punto de vista un poco más antropológico: eso que estaba ahí ocurriendo en ese momento no iba a volver a ocurrir”, sostiene Perugini.
–¿Por qué decidió hacer pública la intimidad del momento posterior a la muerte de un familiar?
–Creo que hay algo universal en la historia. No es que la estoy haciendo pública. Si bien hay una intimidad familiar, no hay nada que haya que esconder. Lo siento como algo universal, que todas las personas vamos a pasar en algún momento. Y en el momento posterior a la muerte de un ser querido hay que deshacerse de todo lo material que rodea a la persona.
–¿De qué manera buscó reflexionar sobre la pérdida?
–Había leído un texto de Gastón Bachelard sobre la poética del espacio. Me lo recomendó Gustavo Fontán. Bachelard dice que el espacio es como la proyección de la persona. Cuando ya no está la persona quedan las huellas en ese lugar. Entonces, partí de esa premisa para saber cómo observar estas situaciones. En este caso, cómo la persona física, que era Irene, desapareció, pero sigue quedando en los objetos, en las ropas, en la posición de cómo quedaron los muebles, las sillas de su casa. Y también busqué reflejar cómo a medida que sus hijas van ordenando y, de alguna manera, sacando estas ropas, vendiendo los muebles, vaciando los espacios, las huellas de Irene van desapareciendo.
–De todos modos, son huellas imposibles de borrar...
–Sí, son huellas imposibles de borrar porque más allá de que se saque todo el material siempre algo de eso queda.
–¿Desarmar la casa es una manera de olvidar o de mostrar lo que perdura después de la muerte?
–Yo creo que es una manera de mostrar lo que perdura.
–En esta relación que se establece entre los familiares y las cosas que quedaron de la abuela, ¿trató de mostrarla de una manera simbólica?
–Hay una búsqueda en cada objeto que se muestra, pero no fue pensado tan simbólicamente sino que es más abstracto. Hay cuestiones, sí, como por ejemplo cuando bajan un reloj antiguo que ella le daba cuerda todos los días y lo envuelven en una manta. Y ahí sí hay una especie de ritual, como estar otra vez bajando el muerto y mostrándolo.
–También se puede observar lo simbólico en esa necesidad de rezar cuando ingresan a la casa, ¿no?
–Totalmente. Al inicio, hay un rezo, como una manera de “limpiarse” y de pedir permiso para comenzar el trabajo. Después, hay una parte totalmente contradictoria al rezo, donde queman un montón de estampitas de la Virgen, de Biblias. Se ve como algo contradictorio pero, en realidad, los católicos dicen que todo lo que está bendecido hay que quemarlo. No se puede tirar a la basura. Es como una especie de ritual.
–Generalmente, un documental observacional es neutral. ¿En qué medida éste lo es teniendo en cuenta que usted habitó esa casa y es parte de la familia?
–Mientras estaban dividiendo entre las hijas y los hijos quién quería quedarse con cada mueble o con el espejo, a quién le regalaban la ropa, quién deseaba quedarse con la vajilla, yo sentía que no me interesaba nada de lo material. Quería quedarme con las imágenes de la casa y de ese proceso tan fuerte porque, de alguna manera, estaba mostrando los fantasmas y, a la vez, dejándolos escapar.
–¿Lo material también tiene identidad?
–La identidad de lo material la dan las personas. Yo creo en eso.