Una nueva edición de El país de Juan vuelve a ubicar a María Teresa Andruetto entre las voces literarias importantes de la Argentina. Es una voz capaz de crear un país –ese país de Juan– para hablar desde la literatura de otra nación, dolorosamente real y concreta, y además inesperadamente actual. Y es que la reconocida escritora cordobesa escribió esta historia en 2001 –“en medio del desastre”, según recuerda en diálogo con PáginaI12–, y la publicó primero en España, en 2004. Esta reedición de Sudamericana, con nuevas y hermosas ilustraciones del uruguayo (radicado en la Argentina) Matías Acosta, devuelve de algún modo este título, y lo planta en un presente donde El país de Juan –con sus historias de caídas sociales, su Villa Cartón, sus familias obligadas a emigrar y a emigrarse, desarmarse para armarse de otra manera– resuena como si hubiese sido escrito ayer nomás.
Ganadora del Premio Hans Christian Andersen, la mayor distinción en el mundo dentro de la literatura infantil y juvenil, Andruetto es bien conocida y reconocida en ese campo, pero su producción se extiende hacia varios territorios y géneros, como lo muestran sus ediciones recientes: los cuentos “para grandes” de No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, que en pocos meses tuvieron su reimpresión (Random House); las flamantes poesías de Cleofé (Caballo Negro Editora); las reediciones de la serie Fefa es así, que hizo junto al ilustrador Istvansch en los 90, ahora en Planeta Lector; el libro álbum en el que está trabajando junto a la ilustradora Marina Trach, para la editorial Limonero. “Ya es puro gusto. Si hay algo interno, sale, nada es impuesto”, sonríe ella, y concluye sobre este presente “reconocido”: “Me siento muy recompensada, muy querida”.
Como suele suceder con las obras de Andruetto y con las obras literarias de calidad, El país de Juan no es ni para chicos ni para grandes, o mejor dicho es para unos y para otros. El trabajo de Acosta desde las ilustraciones –sutiles dibujos en tonos pastel, collages de cartón para el chaperío de la villa o el paisaje rural– suma belleza a la belleza. La edición ubica al libro además en la misma línea que Huellas en la arena, otro recordado trabajo de Andruetto, en este caso ilustrado por José Sanabria, editado en el mismo estilo por Sudamericana. “Y creo que también arma un conjunto con Stéfano y La niña, el corazón y la casa. Con distintos tratamientos de lenguaje, todos están atravesados por cuestiones sociales: la inmigración de afuera hacia acá, la migración interna”, analiza ahora Andruetto. “Desde la primera edición de El país de Juan, este país, el nuestro, ha girado y vuelto a girar. Desgraciadamente, este último giro lo vuelve un libro tan, tan actual”, reflexiona la cordobesa.
–¿Siente que el libro tiene una lectura hoy?
–Como fue cuando lo escribí, porque estamos viviendo nuevamente este país. El empobrecimiento, la gente que se queda sin trabajo, eso que veía mucho a fines de los ‘90: vivía en esa época en Villa Allende, tenía unos vecinos, ama de casa ella, trabajador él. El se quedó sin trabajo, consiguió al tiempo otro más precario. Después ella empezó a cuidar a una señora de noche, después también limpiaba los pisos. De pronto, el marido se murió, ella ya no llegaba a fin de mes... Esa decadencia que ya vi otras veces. Para los que están en un lugar muy justo, ahí al borde, es muy fácil caerse; cualquier política económica en desmedro de un trabajador lo hace bajarse del sistema, a veces también de la dignidad. El taxista que era dueño tuvo que vender el auto, entonces trabaja de chofer; el dueño lo precariza porque a él también le va mal; sube el alquiler del auto porque los gastos suben; baja la recaudación porque hay menos gente que toma taxi... y así. Esa cosa de un poquito menos y un poquito menos, es lo que estoy volviendo a ver. Y El país de Juan tiene que ver con eso.
–Sin embargo, es un libro esperanzador...
–Porque en esa caída los personajes se encuentran con ellos mismos. Hay una vuelta a la identidad, a lo que cada uno es. Y algo entre la ruralidad y lo urbano, que siempre aparece mucho en mi escritura. Porque he vivido en ambas aguas, tengo un conocimiento de la vida rural y sus distintos modos: una cosa es un ganadero extensivo, otra un pequeño productor, un campesino de subsistencia, etcétera. Y es distinto vivir ese proceso de caída en la periferia de las ciudades que en los pequeños pueblos o en el campo. En los lugares chicos hay una red de solidaridad, se necesita menos para vivir. Y ahí hay ciertos saberes que la gente tiene, que ya no hacen falta cuando se muda a las grandes ciudades. La pauperización también tiene que ver con que lo que se sabe hacer, ya no sirve.
–¿Esta historia tuvo algún disparador?
–Hay uno previo: yo quería escribir sobre el reloj de Alberto, mi marido. El es del campo, para hacer el secundario tuvo que ir a una pensión del pueblo. Empezó a trabajar de mozo en una pizzería a los 15 años. Con sus primeros sueldos, en cuotas, se compró un reloj, que es el que hoy tiene puesto. Así que ese reloj tiene cincuenta años. Ese reloj pasó con él muchas cosas: estuvo en la cárcel, escondido en un colchón, fue el referente de la hora para los 25 presos que compartieron la penitenciaría un año con él, hasta que en algún momento lo perdió entre los traslados, a Sierra Chica, Devoto, La Plata, la Federal, antes de irse exiliado a Alemania. Cuando salió, al final de la dictadura, un compañero que estuvo con él en la Penitenciaría lo había guardado y su familia finalmente se lo devolvió. Hoy lo usa, anda perfecto, ¡es marca Precimax, como el de El país del Juan! Quería contar la historia de un reloj que acompaña la vida de un chico que se hace hombre. Y estaba en eso, cuando llegó la debacle. Ahí se unieron las dos cosas. Porque, como dice Demócrito de Abdera, a quien cito: “Todo está hecho de azar y necesidad”.
La caída
–Usted sigue muy en contacto con las escuelas, las visita seguido, habla con muchos docentes. ¿También las ve en peligro de caerse?
–O como estamos viendo, directamente de cerrarse: las escuelas rurales, los profesorados, el Inti, el Plan de Lectura... Suspendieron también el plan de equipamiento de las escuelas técnicas, que era muy ambicioso. Y lo que no se cayó ya, está al borde de caerse. Veo un desconocimiento, un desinterés de qué se entiende por educación. Y un doble discurso, porque se haba de los problemas de la educación, que en Europa o no sé dónde es tan buena y acá es tan mala, y por otro lado se implementan una cantidad de políticas que apuntan claramente al deterioro de la educación pública. Creo que todo esto no tiene otro fin que tomar para el mundo privado el gran negocio que es la educación. Lo que se intenta es una expropiación de ese recurso que en la Argentina es muy fuerte, porque la educación pública gratuita ha sido siempre una de nuestras banderas, nos hemos hecho como sociedad de esa manera, y contra eso se está queriendo ir. Asistimos al avance de ese liberalismo depredador que todo lo ve en términos de “rendimiento”, entonces, si una escuela queda en un lugar alejado y tiene pocos alumnos, eso no rinde. Se depreda, eso es.
–¿Eso ve hoy en las escuelas?
–Esa es la palabra que mejor define lo que estamos viviendo: estamos ante una depredación. Pienso en la educación, en su nivel, en este intento permanente por deteriorarlo, pero también hasta dónde llega, a quiénes incluye. Socialmente, geográficamente. A los hijos de un puestero que vive bien adentro en el campo, a los isleños del Delta, ¿la educación tiene que llegar? Esa es la pregunta: para quiénes queremos la educación. Y para qué. Yo sigo creyendo que la respuesta es: para que un pueblo sea más conciente de sí. Y todo se relaciona. Porque siempre que vi que se intentaba destruir la escuela, la educación técnica, la conciencia crítica de los alumnos, paralelamente se destruyó la industria nacional, se subió la deuda externa, se benefició al sector financiero por sobre el productivo, etcétera, etcétera. Todo tiene que ver con una concepción ideología política de la sociedad que queremos.
–¿Y ve algún final esperanzador, como en El país de Juan?
–Sí, claro, esa esperanza siempre está como horizonte, no solo en los cuentos. ¿Es difícil? Sí. Con el abono de los medios masivos de difusión, brotan cuestiones ilusorias y aspectos antipopulares, porque la gente no tiene el tiempo necesario para pensar, para replegarse. Y así sucede que una sociedad termina votando en contra de sí misma, que es lo que hemos visto y nos ha resultado muy doloroso. Pero muchas de esas personas hoy están viendo de otra manera esta realidad. Creo que lo ilusorio se ha ido resquebrajando. Se abren nuevas formas, quizás muy complejas, formas que tendremos que seguir encontrando y creando, de resistir y de estar en la vida social. Y de saber que un país no puede funcionar si la ciudadanía delega en otros totalmente su bienestar. Esa actitud de resistencia, de lucha y de conciencia, tiene que ser permanente. Por eso, sí. Como en El país de Juan, yo nunca dejo de pensar que más adelante hay una esperanza.