Belén López Peiró acaba de publicar una novela de no ficción, Por qué volvías cada verano (Editorial Madreselva) que es una bomba: una polifonía que relata un abuso, el que padeció entre los 13 y los 16 años. Un abuso que empieza en el ámbito de lo íntimo, en una casa familiar, en el pueblo de su infancia. Pero que es, como todo abuso, un hecho social: tiene que ver con uno de los usos de las mujeres que el macho tiene habilitado. Por eso lo coral impacta, porque habla la víctima pero también su abogado, la Justicia, el fiscal, los miembros de la familia, la madre, el hermano, el padre, el novio de la madre, la tía, la prima, los otros parientes del pueblo, el primer novio, la psicóloga, los peritos y el tío abusador. Hablan todos y entre todos se arma un coro que dice, entre otras cosas, eso: que abusar es una potestad del varón, que cuando sale a la luz parientes y vecinos se preocupan por el daño que pueda sufrir su familia (la de él). Como pasaba con los genocidas. Como no pasa con los autores de delitos casi insignificantes como el robo de un teléfono: a nadie le importa la familia de un pibe chorro. Las familias de los abusadores sí importan porque al abusador se lo puede percibir como un hombre de bien, como un buen vecino.
Este libro es un hecho político. Se puede leer como una novela, como una denuncia, como el proceso en que la autora termina de construirse. Como autora y como ser humano. Porque es todo eso: una novela de no ficción polifónica, el relato de un abuso padecido en la adolescencia en manos de un miembro de una fuerza de seguridad, un tío poderoso. Y un hecho: acá está la mujer que fue la nena que ese tipo quiso romper para su uso personal. Y está toda entera, hablando de lo que da tanta vergüenza hablar. Escribiendo contra todos los que intentaron callarla. Contra sí misma, incluso, a veces. Este libro es una batalla: la que atravesó -la que atraviesa aún- Belén López Peiró iniciando un juicio, buscando asesoramiento legal en un sistema que no se la prodiga a las víctimas, contándole a todos sus parientes y vecinos. Y escribiendo, haciendo de su propia experiencia una obra exquisita y una intervención política poderosa. Su novedad está puesta allí: en la multiplicidad de voces que perpetúan, que legitiman, que cuestionan, que rompen ese microterritorio que es la familia, y por definición, el orden patriarcal.
Nosotras, las que preguntamos en esta entrevista, fuimos testigos del proceso de escritura, somos tallerista y compañera de taller de escritura de Belén, que hace un año y medio leyó una convocatoria de Abuelas de Plaza de Mayo: pedían relatos sobre la identidad para hacer una antología para adolescentes. Belén se sentó y escribió un relato corto y cruel. Cuando lo leyó, quedamos impactadas. No sólo no sabíamos, recién ahí nos dimos cuenta de las fuerzas contra las que estaba luchando Belén. Y quisimos acompañarla. Un viaje nos terminó de dar la medida de su desafío. Hace un año fuimos a San Pedro a buscar la causa que terminó siendo, fragmentariamente, parte de este libro. Nos golpeó verla tan sola enfrentando al abusador, lidiando con la burocracia helada del Estado, escuchando que en el juicio oral van a tratar de hacerla mierda, de demolerla subjetivamente para que no pueda sostenerse, para que prefiera darse por vencida.
Fue una víctima, descubrió un arma, quiso usarla y la usó. Otro hecho político: la oprimida, que acaba de cumplir 26, ahora tiene armas. Y no sólo el opresor: como en negativo, el arma del tío siempre aparece en las situaciones de abuso: sobre el armario de la cocina, sobre la mesa de luz. Este libro narra la batalla de una adolescente primero y una joven muy joven después de que toma conciencia de su opresión y disputa el poder y en esa disputa y especialmente en esta escritura, la de Por qué volvías cada verano, abre una puerta más a las miles y millones que no tuvieron las armas o la oportunidad para rebelarse.
–Tu novela tiene un recurso muy novedoso en un tema como el del abuso: el de la polifonía.
–Me di cuenta de que mi voz no tenía sentido si no ponía el contexto. O sea, yo puedo relatar lo mal que me sentía pero la opresión no la puedo relatar; no era sólo una sensación de ahogo física, era un ahogo mental, emocional. Para contar eso necesitaba las otras voces. Para mí el dolor no está solo en la situación de abuso. También está todo lo demás: la ausencia y el abandono del Estado, los médicos, la familia. Una situación de abuso no se da porque sí. Hay todo un contexto. Cuando las personas que la leen me dicen que sienten el dolor, creo que sienten más la desolación por la ausencia de respuesta. Y pienso que está bueno que se transmita así, porque hoy en día a mí me atraviesa más todo esto que el abuso en sí.
–Leyendo tu novela, y teniendo en cuenta lo escuchado en diversos medios cada vez que hay una noticia sobre un abuso, impacta que todas aquellas voces que descreen de la víctima dicen lo mismo: “inventa esto porque es una resentida de mierda, una envidiosa, una mentirosa, quiere plata, por qué no habló antes”.
–Sí: a mí me preguntaban por qué volvía cada verano. A otra le van a preguntar por qué seguías actuando o por qué no te cambiaste de colegio. O por qué no hablaste antes. Y es porque no pudiste en ese momento resolverlo de otra manera. Te dicen cualquier cosa, te culpan a vos. El otro día alguien me dijo cuando leyó la novela: “Es imposible que digan esto”. Quizás porque no les tocó tan de cerca. Tal vez piensan que es ficción, de hecho, podés leer el libro en clave ficción, en clave periodística, como una denuncia, como lo que quieras. Pero vas terminar dándote cuenta de que sí, hay gente que habla así. Y también hay quien incluso creyéndote te vuelve víctima. Porque por ejemplo, si bien hay una voz que me señala con el dedo diciéndome mentirosa, celosa, o que busco rédito económico, también tenés la que te dice: “Te cagó la vida.” Y ahí te vuelve víctima otra vez. Siempre sos víctima de él y ahí está el tema. Es difícil salirse de ese libreto.
–En tu novela la polifonía funciona por momentos como un disputarse la verdad, disputarse la victimización.
–Sí, y ahí hay una disputa por quién es el culpable, porque ahí cuando mi prima se considera víctima me hace a mí culpable.
–Hay algo que es como un mantra que repiten de uno y otro lado cuando alguien habla: “atrás hay una familia”. Y siempre se refieren a la familia del abusador. En tu novela los que no hablan, los que dudan en hablar, los que no hablaron dicen, en primer lugar, que es por no querer destruir a esa familia.
–Lo primero que yo pensaba era en mi prima y en mi tía, no pensaba si le cagaba la vida a él, sino en qué iba a pasar con mi prima. Lo primero que yo dije es: si yo hablo qué le va a pasar a mi prima, qué le voy a decir, “¿tu viejo me cogió…?”. Y una de las razones por las que hablé fue la contraria: pensé en que les estaba haciendo un favor. Porque primero yo sabía que a mi tía la había golpeado. Tal vez ella por su propio dolor no pudo separarse de él, pero sabiendo que había abusado de mí quizás le diera la fuerza necesaria para hacerlo. Y de mi prima, no sé, mirá si el día de mañana ella tiene una hija y él viola a la nena. Y quién sabe si a ella no le hizo algo también.
–En la novela es la voz de la pareja de tu vieja la que dispara todo, el que “puede ver”. ¿Cómo es que se ve de afuera y no de adentro?, ¿qué redes de silencio y complicidad y miedo se arman?
–El novio de mi vieja vino a casa una noche en la que iban también mis tíos a cenar. Yo volvía de trabajar y me estaba cambiando. Pasé a saludar a todos y el novio de mi mamá vio cómo mi tío me miraba el culo y no pudo sacarse esa imagen de la cabeza, además mi tío se dio cuenta de que el novio de mi vieja lo había visto mirarme. Esa noche el tío se quedó callado. La pareja de mi mamá es psiquiatra y si bien obviamente es parte de la familia, a la vez era ajeno a la dinámica familiar y también a la psicopatía de mi tío, que era el más querido por todos.
–Ahí se construye esto del familia del “buen vecino”, “el buen padre”, el “buen hombre”, en fin, el buen orden.
–Sí, tal cual. De hecho cuando el novio de mi vieja se lo plantea, ella lo niega absoluta y radicalmente. Para ella era imposible que esto pasara porque para ella él era un buen hombre y me quería como a una hija. Y yo él como a un padre. Lo cual no es tan mentira. Porque él ocupó un lugar de padre muy importante para mí.
–¿Y cómo es que ella lo reconoce?
–Yo tuve un tiempo en mi adolescencia en que me sentía mal, y no sabía por qué. Mal de vomitar en el colegio, de tener problemas con la comida, de llegar y dormir todo el día. Cuando mis amigas se enteraron de que fui abusada, se respondieron mil preguntas sobre esta etapa. Yo me quedaba dormida en el colegio, vivía triste y no sabía la razón de mi tristeza, sentía el cuerpo que no era mío… Son muchas sensaciones que de chica no podés descifrar. Cuando mi vieja viene en uno de estos episodios en los que yo estaba triste, se le da por preguntarme: “¿El tío te hizo algo?”. A mí me dejó helada. Y yo lo único que dije fue que sí, pero que yo no quería que se lo dijera a nadie. Y mi vieja no se lo dijo a nadie. Pero no es que no se lo dijo a nadie solamente porque yo se lo pedí. Creo que a ella le pasó esto de querer proteger, a mí, a su hermana, y yo tampoco no le dije todo. Yo solamente le dije: “El tío me hizo algo”.
–¿Y cuándo contaste todo lo que había pasado? ¿Cómo hiciste?
–En un momento dado yo dejé de ir al pueblo y a los meses mi prima me mandó un mensaje, diciéndome que yo estaba abandonando a su familia cuando ellos me habían cuidado, que me habían dado un hogar, y un montón de cosas más re barderas… Y ahí yo fui llorando a la casa de mi hermano y le conté. El fue el primero al que le conté todo. Recién cuando pude formulárselo se me hizo más claro. Me preguntó exactamente qué había pasado. Y fue como una reconstrucción para mí, porque me preguntaba cómo me había tocado, cuándo. Y cuando sos chica y vivís una situación así preferís pensar que no pasó. Entonces tapás todo. Querés olvidar. Cuando querés empezar a recordar cuesta un montón, cuesta volver a recordar esos momentos de los que quizás pasaron años, se vuelven borrosos. Por eso te pide algo medio imposible la Justicia cuando te pregunta “Decime a qué hora”, “cómo estabas vestida”, “¿en que año fue?” y con trece años yo medía el tiempo en si eran vacaciones de colegio o no, no me imagino otra manera de medir el tiempo a los trece años.
–Entre que la pareja de tu madre habló con tu vieja y tu vieja habló con vos ¿cuánto tiempo pasó?
–Meses. Después mi psicóloga, cuando terminé la terapia, me dijo que yo le fui relatando otros episodios de violencia. Yo llegaba angustiada del pueblo y le contaba episodios de violencia pero quizás de mi tía hacia mí. “Vos decías que venías mal porque tiraban tu ropa en el patio”, me decía mi psicóloga. Yo no comprendía esto de que no tenía que pagar con el cuerpo, que no tenía que tolerar no solo el abuso carnal sino los otros tipos de abuso con tal de recibir un poco de amor. Y este es el círculo más difícil de desarmar. Yo llegaba allá y me ponían a limpiar, por ejemplo. Y por otro lado estaba el hecho de que la pasaba bien. Yo la pasaba mal acá. En el pueblo tenía amigas, limpiaba dos horas pero después me iba de joda, tuve mis primeros novios, podía salir a bailar. Acá no podía hacer nada, mi mamá estaba depresiva, mi hermano era mucho más grande. Allá yo vivía una adolescencia. A costa de todo esto, pero la vivía.
–En un momento tu madre habla por teléfono con tu tío para enfrentarlo, ¿cómo fue?
–Ella esperó a que yo hablara con mi hermano. Mi hermano fue el más certero ahí. Él fue el que dijo: “Tenemos que hacer algo y no me importa si vos no querés, yo voy a hacer algo igual”. Y no me lo dijo por llevarme puesta, me dijo que yo no podía bancarme todo esto sola. Propuso que busquemos ayuda. Y lo que decidimos en primer lugar es ir a terapia los tres para ver qué hacer como familia. Fuimos a terapia familiar y resolvimos que lo mejor era que mis papás viajaran a hablar con mi tío personalmente para decirle: “Nosotros sabemos que pasa esto”. Se daba por asumido que él iba a reaccionar. Mi mamá lo dio por sentado. Esto habrá sido en diciembre o enero. Cuando íbamos a viajar, mi viejo se enfermó. Estuvo como un mes mal. Llegaron las fiestas y toda la situación era una mierda y mi mamá no soportó más y decidió actuar ella sola. En ese momento yo estaba en la casa de mi novio. De pronto recibí un llamado de mi prima diciéndome de todo, que era una hija de puta, que qué había hecho, que su papá estaba yéndose al hospital porque había tenido un infarto, que diga todo. Yo negué todo y corté.
–¿Por qué creés que lo negaste?
–Me dio mucho miedo. Me volví a sentir culpable otra vez. Lo primero que pensé fue: “El chabón se muere y es mi culpa”. Fue miedo, y después de eso me llegó una catarata de mensajes de mi prima diciéndome cosas super hirientes.
–¿La respuesta de tu tío cuál fue?
–Él no tuvo reacción verbal. De hecho mi mamá, antes de llamarlo, averiguó dónde estaban mi tía y mi prima para asegurarse de que estuviera solo y pudiera responderle. Y él se infartó.
–Esa fue su respuesta…
–Sí, se infartó y quedó el teléfono colgando.
–Parte de la causa judicial aparece entramada en tu novela. Eso genera un contrapunto interesante. ¿Vos pensás que hay una tensión entre la causa y la publicación del libro?
–No sé si es tensión, lo que siento es que hay dos tipos de justicia. Una que depende de mí y otra que no. Hay una que va en paralelo a mi vida y que no depende exactamente de mí aunque yo dé todo de mí, que lo dí, y que es la causa que está en manos de la Justicia. Y hay otra justicia que es la que yo hago con mi vida y con lo que viví. Y esa creo que está saldada.
–¿Cómo se te ocurrió poner partes de la causa en tu novela?
–Creo que fueron muchas cosas, cuando viajamos a buscarla yo lo primero que dije es que no la iba a leer, sino que iba a esperar un poquito. Pero el mismo día que llegamos me la leí toda y me quebré totalmente. Me pareció que entramarla con el resto de las voces era poner literal la verdad de las personas que estaban ahí, o sea, la verdad de la pareja de mi vieja, de mi psicóloga, la pericia psicológica de él. La pericia, por ejemplo, habla por sí misma. Yo no tengo nada que agregar. Y además yo hice un esfuerzo terrible por correrme a mí en el proceso de escritura, de correr mis reflexiones para poder dejar lo más crudo de cada voz. Y nada me pareció más crudo que la voz de cada uno atravesada por la justicia. En ese sentido, agregar la causa a la novela fue hacerme cargo de que el proceso judicial era algo que me había pasado. Y también darle un lugar en cuanto a la dimensión que tiene en los últimos años en mi vida. Aunque mi vida va por acá y la causa por allá, nunca deja de estar. Sigue siendo un pendiente.
–-La primera vez que contaste el abuso fue a tu hermano. Ahora lo estás haciendo público en una novela de no ficción, ¿sentís los dos momentos como paralelos?
–Lo vivo diferente; los dos fueron momentos de revelación, pero este me encontró más armada, más fuerte. El primero fue más cercano, fue familiar, fue una revelación hacia mí misma: me pude reconocer víctima de una situación de abuso. Tuve que reconocerme víctima para poder salir del lugar de víctima.
–¿En qué momento te reconociste víctima?
–En el momento en que me di cuenta de que me habían tocado sin mi consentimiento. No fue de una vez; fue un proceso. La última vez que él abusó de mí fue acá en mi casa de Buenos Aires, yo tenía 16. Poco después empecé a tener relaciones con mi novio. Y ahí me di cuenta de que había algo que era distinto. Yo le di mi consentimiento a él para que podamos coger, le dije que sí. Me di cuenta de que había un permiso que yo tenía que dar. Y es algo que se da por hecho, por sabido, pero yo no nací sabiendo eso. Para mí, podías venir y tocarme y no importaba si yo quería o no. Yo había entendido que era así, que eso era algo que podía pasar. No te lo avisan. No te dicen que te tienen que pedir permiso, que vos tenés que querer también, que un hombre puede querer cogerte pero vos también tenés que querer. Y si no querés, nada. Me fui dando cuenta despacio.
–Cuando hay abuso, los límites se vuelven difusos, no entendés bien qué está pasando.
–Sí, por ejemplo era muy común que el chabón anduviera por la casa en boxers, que meara con la puerta abierta; si vos lo veías era problema tuyo, no importaba que estuvieras ahí. El podía dormir en tu cuarto o en tu cama, yo dormía siestas con él, había algo ahí como todo mezclado. Y también había amor, ocupaba un lugar muy importante para mí, como decía antes, era un poco una figura parental, sin dudas, eso es lo que hace a la complejidad del asunto; me venía a buscar a Buenos Aires cuando mis viejos estaban ausentes, se ocupaba de mí. No caés de una vez en lo que te pasó, vas cayendo.
–Qué te dio más miedo, ¿escribir el libro o publicarlo?
–Lo más difícil fue escribirlo sin pensar en la publicación, sin pensar en quién lo iba a leer; yo quería proteger a mi mamá, por ejemplo. Pero lo escribí igual. A la hora de publicarlo ya estoy más fuerte, entendí que es mi historia. Mientras lo escribía, lo más difícil fue ver ese pasado con mis ojos del presente, tratar de entender cómo pude callarme, qué me pasaba, qué opresión sentía como para no poder alzar la voz o llamar a mi vieja o cagarlo a trompadas. Cuando empecé a escribir me encontré otra vez en el lugar de víctima, me ponía otra vez ahí, en una situación en la que yo era vulnerada, usada, abusada, expropiada de mí misma. Y yo prefiero cualquier cosa, incluso creerme omnipotente, antes que eso.
–¿En qué momento, cómo se transforma ese ser víctima en ser otra cosa?
–Empezás reconociéndote como víctima, es lo primero que tenés que hacer. Y decirlo. Y después te cansás de hablar; primero soñé, soñé mucho y reconstruí. El proceso de recordar y empezar a rearmar lo que viviste es agotador. Estuve un año soñando y despertándome a la noche llorando, sintiéndolo atrás mío, de nuevo ese peso sobre la espalda que me rompía todos los músculos, con una sensación de ahogo, no podía respirar. Pero tenía que pasar por ese proceso, necesitaba traerlo a la realidad porque había tratado de olvidarlo. Y tenés que animarte. Y después de hablarlo en terapia, de hablarlo con mis viejos y con mis amigas y con mi novio. Tuve que hablarlo con él y decirle “mirá, cuando empecé con vos fue la primera vez que pude pasar del uso y el abuso de mi cuerpo a la caricia, al amor”. Y agradezco muchísimo haber podido estar con esa persona porque podría haber repetido la historia una y mil veces hasta poder salir. También tuve la necesidad de viajar al pueblo y hablar con las personas involucradas, con mi familia.
–¿Cómo hiciste para encontrar las herramientas para contar esto?
–Las busqué. Así soy, cuando me doy cuenta de que tengo un problema tengo que encontrar una solución. Necesitaba estar mejor; en mi adolescencia sentía una tristeza enorme y pensaba que eso era un destino para mí. Yo no sabía por qué. Lloraba, no quería salir, mis amigas tenían novio, querían ponerse lindas, yo no quería ni ponerme un short o una pollera, no quería exponerme, sentía que la alegría no estaba permitida para mí, había un dolor que me atravesaba y yo no podía ni ponerle nombre. Una vez que supe qué era empecé a hacer todo lo posible para salir de ahí, para dejar de sentir que mi cuerpo no era mío -yo no tengo dominio sobre mi cuerpo y cuando lo tengo me asusto, no sé manejarlo sin hacerme mal- y tuve que lidiar esto. Viví una situación de mierda pero me siento re afortunada, tuve un montón de herramientas que muchas pibas no tienen, yo pude pagar un psicólogo, grupos de terapia. Hay un montón de pibas que no pueden nada.
–El hecho de hacer una novela de no ficción con esta historia, ¿qué significa para vos?
–Yo sentí que pude sanar. Que me saqué todo esto de la cabeza una vez que lo volqué en el papel. Era todo la misma situación que tenía distintas voces, toda esa mierda que yo venía acumulando hacía años.
–Bueno, pero no es sólo esta tu relación con la literatura; de hecho, podrías haber elegido otros lenguajes para contar esto.
–Tengo un proyecto literario, eso algo que estoy construyendo ahora. Cuando presenté este libro sentí que algo empezaba y algo terminaba. No sé muy bien por dónde voy a seguir, pero estoy escribiendo. Este libro es un hecho político, es un hecho estético. Pero yo no empiezo ni termino en un abuso. No quiero acabar ahí. Y mi literatura tampoco. ~