La primera mitad de la Competencia Argentina del Bafici estuvo marcada por la presencia de cineastas a los que ya se puede considerar “amigos de la casa”, como José Campusano, Sergio Wolf, Inés de Oliveira César, Rosendo Ruíz, Baltazar Tokman o Albertina Carri, quienes ya participaron en al menos otras tres ediciones. A ellos se suma Hernán Roselli, cuya filmografía consta de apenas dos títulos, con la particularidad de que ambos tuvieron acá sus estrenos mundiales. Durante las cuatro jornadas iniciales, Foto Estudio Luisita fue la única película en la competencia cuyos directores, Sol Miraglia y Hugo Manso, nunca antes habían participado del festival. Los últimos días, en cambio, se mostraron equilibrados en ese terreno, sumando a dos directores debutantes y a otros dos con un legajo ya abierto en el Bafici. Entre los conocidos se destaca Raúl Perrone, cuyo nombre ya es casi una leyenda del cine ultra independiente y una presencia recurrente en las grillas del festival. Este año, el cineasta de Ituzaingó participa de la Competencia Argentina con la película Expiación. A él se le suma Diego Lublinsky, director de la comedia adolescente Amor urgente, quien ya había sido parte de la programación de la edición 2009 con su ópera prima, Comunidad organizada. En tanto que los dos “nuevos” son Iair Said, director del documental Flora no es un canto a la vida, y Agustín Adba, quien se presenta con Penélope. Lo de nuevos entre comillas tiene que ver con que, aunque es cierto que la película de Said es su primer largometraje, el joven director ya participó del Bafici como parte de la Competencia Argentina de Cortometrajes con 9 vacunas (2013) y Presente imperfecto (2015).
Como buen clásico, Perrone vuelve a exhibir algunas de las marcas que lo distinguen y hacen que su labor resulte especial. Herramientas y características que esta vez están al servicio de una historia que pone en escena una mirada sobre los años ‘70. Claro que, como ocurre con gran parte de la obra del director de P3ND3j05 (2013), se trata de una mirada oculta tras una serie de velos narrativos que la vuelven elíptica y más o menos hermética. Uno de los pilares del cine de Perrone es la provocación y acá se encarga de hacerlo ya desde los títulos de inicio, donde una de las placas de las productoras asociadas se presenta bajo el nombre de Películas Anti-Autor. No deja de ser una curiosidad que quien se pelea con la idea de autor sea uno de los cineastas argentinos en cuya obra las marcas autorales se perciben con mayor fuerza. A diferencia de sus últimos trabajos, esta vez Perrone le da descanso a la estética del cine mudo y la decisión parece acertada. Aunque es posible reconocer puntos de contacto con su filmografía reciente, hay un aire distinto en Expiación. El trabajo con la imagen vuelve a estar marcado por un blanco y negro duro, de pocos matices, pero esta vez en combinación con detalles de un color muy apagado, raido, como si lo revelara una capa de luz muy fina. Por su parte los textos, que algunas veces son diálogos y otras voces en off trabajadas como si lo fueran, se encargan de ir aportando ideas, manteniendo siempre una intención poética que en ocasiones funciona y otras no tanto. Aunque sin llegar a naufragar, porque Perrone consigue aportar conceptos interesantes, como cuando uno de los personajes define a un álbum de fotos como un “cementerio de primeras veces” o cuando otro observa que “en sus labios la palabra libertad parecía mucho más libre”. Expiación resulta un relato grave y espíritu trágico, pero con un final luminoso a pesar de tanta sombra.
Si bien el trabajo de Lublinsky en Amor urgente puede parecer opuesto al de Perrone desde lo estético, hay entre ellos un notorio punto de contacto: la forma deliberadamente artificial con que abordan sus relatos. No hay nada más alejado del realismo que esta comedia de amores adolescentes, que a pesar de manejarse dentro de cierto costumbrismo lo hace destrozando el molde del verosímil. Ambientada en un pasado que a veces se parece a los años ‘60, otras a los ‘70, pero que bien puede transcurrir en los ‘80, Amor urgente es la historia de iniciación de un chico y una chica en un pueblo de provincia. Filmada en un estudio y con las locaciones pueblerinas proyectadas de fondo, la película de Lublinsky se esfuerza por dejar en evidencia la puesta en escena incluso desde el registro actoral, que de algún modo rehace en la memoria esa sensación de ser espectador de otra época que se tiene al ver películas viejas. Uno de los aciertos para que el recurso no se vuelva copia ni remedo es trabajar el relato a partir de un humor en el que se combinan lo muy clásico, como el deadpan que el protagonista Martín Covini lleva a extremos busterkeatonianos, con un registro que puede emparentarse con el género estudiantil del cine de los Estados Unidos e incluso, de un modo muy personal, con la llamada Nueva Comedia Americana.
El molde sobre el que trabaja Flora no es un canto a la vida también es conocido. Se trata del documental en primera persona donde el director retrata a su propia familia, camino que irá revelando en él una nueva dimensión. Más cercana a Papirosen (Gastón Solnicki, 2011) que a Mi último fracaso (Cecilia Kang, 2016), por mencionar dos ejemplos de directores que filman a su familia que pasaron por Bafici, el trabajo de Said se destaca no sólo por su sentido del humor sino por la ausencia de culpa en la puesta en escena. Al contrario, se trata de un relato feliz en el que el director registra su vínculo con una tía abuela (Flora, una de esas solteronas judías que “siente que se va a morir desde que nació”), pero manifestando de forma abierta su interés por heredar el departamento en el que ella vive una vez que muera. Claro que la tía Flora no solo parece que nunca va a morirse, sino que decide donar la propiedad a un instituto de investigación en Israel, poniendo en marcha una rueda de acciones absurdas por parte de Said para hacerla cambiar de opinión. Estimulante retrato familiar y gran ejemplo de lo que suele etiquetarse como “humor judío”, para contar una historia que siendo única bien puede ser la de cualquiera.
El caso de Penélope es extraño. De puntillosa puesta en escena y una labor fotográfica y sonora de alto vuelo, la película de Adba tarda demasiado en mostrar sus mejores cartas narrativas. Retrato descarnado de la indolencia que parece habitar en ciertos círculos de la vida burguesa ligada sobre todo a los espacios de la creación, el film se convierte de a poco en un catálogo de miserias que, en su acumulación, acaban trasladando al espectador la misma insensibilidad que parece habitar en la protagonista. Penélope es estudiante de arquitectura, de trabajo indeterminado (ciertos detalles sugieren algún tipo de productora), pero sobre todo una joven voraz que se esmera en consumirse en un carpe diem intrascendente y desaforado. Una Penélope que no teje ni desteje, sino que simplemente se deja llevar por la corriente. Si algo logra Adba es transmitir una sensación pesadillesca de temor por esa chica que queriendo probar todo parece no estar atenta a nada. Cuando por fin se cruce con un actor con aires de estrella, pero que a pesar de su conducta artificial parece ser el único personaje conectado realmente con ciertas cuestiones vitales, ya será demasiado tarde. Tarde para ella y tarde para la película, que no por casualidad tienen el mismo nombre.