La Liga china está haciendo jugadores más multimillonarios de lo que ya eran y amenaza con soterrar los montos records de transferencias europeas. Un anticipo de lo que significa el proyecto estratégico del gobierno de Beijing son los contratos siderales que paga el país de la Gran Muralla. Carlos Tevez puede dar fe. Quizás en un futuro próximo Fernando Gago o Leonardo Ponzio. El objetivo ha sido difundido hace tiempo: consiste en convertirse algún día en una potencia futbolística, aunque con escala previa en dos etapas no menos ambiciosas: clasificar si se puede a su selección al Mundial de Rusia –algo que hoy parece muy difícil– y también ser la sede de una Copa de la FIFA en el futuro.

El modelo chino se asemeja a un capitalismo en expansión desmesurada bajo el sistema de partido único que agiliza la toma de decisiones. Dicen los analistas internacionales que el presidente Xi Jinping timonearía en persona el proyecto. Se fijó una misión que ya le había anticipado a su par argentino, Mauricio Macri, cuando lo visitó en septiembre en Hangzhou: “Queremos que dentro de veinte años haya un Messi o un Maradona chino y para eso necesitamos de la ayuda de ustedes”. Por ahora su selección está apenas en el puesto 93° del ranking FIFA y perdió en octubre un partido clave como local por las Eliminatorias mundialistas ante el seleccionado de un país en guerra. Siria le ganó 1 a 0. Tampoco pudo ante Qatar con el prestigioso Marcelo Lippi, campeón mundial con Italia en 2006. Le pagarán unos 20 millones de euros por temporada pero empató 0 a 0 en casa cuando debutó como técnico.

Los chinos que manejan el fútbol acaso crean en una teoría similar a la de esos economistas neoliberales transformados en ilusionistas: la del derrame. Sería esa que estimula la importación de talentos foráneos para que derramen sus destrezas sobre el césped. La meta a lograr implica que esas capacidades puedan ser emuladas por jugadores en etapa formativa. Como si las condiciones de un futbolista consagrado pudieran trasladarse a otros que no las poseen o carecen en buena medida de ellas.        

El Messi chino se parece a una utopía en los términos que la describía Eduardo Galeano. Es como la línea del horizonte. Se dan dos pasos hacia ella y se aleja dos pasos. Y así hasta el infinito. La utopía sirve para caminar. Y en eso están en una potencia que hoy mueve fortunas. Que adquiere pases de figuras y clubes sin reparar en los gastos, aunque ese modelo de desarrollo es cuestionado por gente del fútbol, esa industria sin chimeneas. 

Guillermo Tofoni es un empresario argentino que trabaja como agente de partidos FIFA. Lo invitaron de China en 2003 para dar una charla en Beijing. La selección local acababa de jugar el primer y único Mundial de su historia (el de Corea y Japón). Cuando le tocó hablar ante las autoridades futbolísticas que estaban presentes, les tiró una estocada poco diplomática pero realista: “Ustedes no tienen ninguna posibilidad de clasificarse de nuevo para el Mundial de Alemania”, comentó. Lo miraron incrédulos, como sin comprender. 

Ahora dice cómo les explicó el porqué de su razonamiento: “Jugaron el Mundial 2002 porque Japón y Corea del Sur ya estaban clasificados por ser los organizadores. Pero en los tres torneos siguientes no lo hicieron más: Alemania, Sudáfrica y Brasil. Les dije que habían cometido errores, como permitir que Australia se pasara en 2005 de la Confederación de Oceanía a la de Asia. Se enojaron. Y les sugerí que tenían que hacer un trabajo a treinta años para ver sus frutos”. 

Como se ve, en China optaron por la vía de un desarrollo que combina la importación de figuras –antes eran jugadores en pleno declive, hoy llevan a muchos que están en la cima de su rendimiento– y la inversión en escuelas formativas que empiezan a adquirir una importancia estratégica. Es el caso de Evergrande, que tiene el nombre de una gran compañía inmobiliaria. “En diez meses y a un costo de 185 millones de dólares, tomó una zona rural del sur de China y la convirtió en la escuela de fútbol más grande del mundo”, cuenta el periodista Jonathan Stayton de la CNN en un artículo de marzo pasado.

El gobierno alienta a las corporaciones locales para que inviertan en fútbol, de modo que el deporte contribuya a aumentar el PBI. Algunas lo hicieron en clubes de China, otras en Europa y la ola ha ido creciendo hasta empalidecer la participación de los capitalistas rusos que irrumpieron en el mercado del fútbol después de la perestroika. Roman Abramovich es el caso emblemático: compró el Chelsea en 2003 por 233 millones de dólares. Y le fue muy bien. Ganó trece títulos con el equipo. Pero no puede aventar las sospechas de que su fortuna se basa en negocios turbios. Los hinchas del Crystal Palace –entre otros– mostraron una pancarta en un partido que decía: “El dinero sucio de Roman es una enfermedad que ha plagado nuestro juego”.

Los magnates chinos avanzan tras los pasos de oligarcas rusos como Abramovich. La transferencia de Tevez al Shanghai Shenhua por una suma astronómica no es ni será la última ante la voracidad de las corporaciones y multimillonarios que persiguen el objetivo que les dictó Xi Jinping: ser una potencia mundialista en el más corto lapso posible. El dilema que tienen por delante es cómo transforman esta marabunta de inversiones en éxitos deportivos. En la elite del fútbol, pero también en la base que transforme a un deporte que en China tiene un retraso considerable. Su ranking FIFA no se compadece con el volumen de su economía. 

Necesitan estímulos adicionales, como clasificarse por segunda vez a un Mundial. Hoy están afuera. Ultimos en su grupo de cinco países donde van dos de modo directo a la cita en Rusia, podrían aspirar a lo sumo a llegar terceros y pelear con un equipo del otro grupo que llegue en idéntica posición. El ganador de esa especie de final, tampoco iría directo al Mundial. Tendría que vencer en el repechaje a una selección de la Concacaf. Todo comenzará a definirse en marzo cuando China reciba a Corea y visite a Irán, los dos líderes de su zona. Para entonces, el jugador del pueblo estará pateando una pelota en el estadio del Shanghai Shenhua, que en nada se parece a la mítica Bombonera. Pero recibirá una paga que lo transformará en uno más de esos magnates que lo contrataron.

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