La primera película de Valeria Bertuccelli como guionista y directora (esto último en colaboración con Fabiana Tiscornia que antes fue asistente de dirección en varias películas, entre ellas todas las de Lucrecia Martel) es una exploración nebulosa y original de lo que su título propone: la protagonista, Robertina, cuyo nombre artístico es Tina Minelli, es una actriz que está por estrenar en el teatro una obra que aparentemente, como Bertuccelli con la película, también escribe y dirige. En esa exploración, cuyo territorio es eminentemente la imagen y en muy menor medida la palabra (punto para Bertuccelli), importa tanto el miedo en tanto problema, en el sentido en que funciona como límite o condicionamiento fuerte del movimiento, como la dignidad de reina que ostenta la protagonista. O mejor dicho, la película construye una tensión entre la cualidad de reina de Robertina y ese miedo que parece ser su rasgo principal, que elige un camino distinto al de la resolución clásica del artista que es débil en la vida real, pero en el escenario saca fuerza, se transforma, hace lo que sea necesario bajo ese lema de que “el show debe seguir”.

Robertina, como dije, es actriz, pero la película la aborda primero y casi todo el tiempo como una mujer que trata de sostener con dificultad una vida cotidiana: lidiar con los albañiles y jardineros, tener un trato con otros mediado muchas veces por la chica que trabaja en su casa (Sary López), gestionar el trabajo en el teatro. O resolver cuestiones tan simples como un corte de luz, en la escena brillante y fantasmática que abre la película y demuestra cómo el miedo, antes que ser una reacción frente a un evento particular, es una sensación difusa y omnipresente que Robertina lleva a todas partes. Por eso es interesante que la película esté partida al medio por un viaje a Dinamarca en el que el miedo más real posible se concreta de una manera radical: un amigo de Robertina (Diego Velázquez) está enfermo y ella quiere acompañarlo. Frente a la desgracia concreta, ella parece mucho más segura y capaz de manejar la situación como no se la vio manejar nada desde el comienzo de la película. Hay una escena muy interesante al respecto, cuando ella tiene que ponerle una inyección al amigo y lo hace sin dudarlo pero tampoco con una demostración ostensible de valentía: simplemente lo hace.

En ese sentido Bertuccelli construye un personaje memorable, que puede ser frágil y adulta al mismo tiempo pero también sigue llevando encima a esa niña que alguna vez fue, la que jugaba durante mucho tiempo a que era una piedra. Hay algo de la infancia, al parecer, que se pone en juego en el trabajo de Robertina y genera algunas de las escenas más hermosas de la película, fragmentos que cobran vida propia y en los que algo que se parece al juego roba la escena: en un momento, Robertina se balancea colgada de un arnés, con un aire circense pero también cierto gesto de bailarina. En otro, un montón de tipos dirigidos por ella tienen que meter un árbol, que será parte de la escenografía, en el teatro. La idea es brillante, y el resultado rarísimo: la elegancia de la pana roja del teatro contra las ramas grises y secas del cerezo saca chispas, y Bertuccelli parece haber entendido ya que algo del cine tiene que ver con ese tipo de propuestas en las que el sentido deja paso a la materialidad pura -que no deja de remitir, a su vez, a lo simbólico de hacer entrar una naturaleza muerta arrancada de su casa en ese espacio de representación que es el teatro. El agujero que queda en la tierra aparece después cuando la protagonista lo mira al pasar y se parece más a una tumba que al hueco que contuvo algo vivo. Esa circulación entre la casa y el teatro, entre la intimidad y la escena, replica también el movimiento que va de “reina” a “miedo”. Bertuccelli se luce vestida con capas de suaves estolas rosadas o kimonos, llora como una niña en bombacha y mientras tanto despliega un mundo cargado de fantasmas en el que gestionar las emociones como se nos pide ahora, para seguir siendo productivos, no es del todo posible. En parte, porque la muerte existe.