Después de una semana de premieres mundiales y estrenos, tras la proyección de las últimas tres competidoras cayó la bandera a cuadros que marcó el final de la Competencia Argentina del Bafici. Las últimas tres de las 15 películas que integraron la selección 2018, que vinieron a confirmar el espíritu ecléctico que suele signar este espacio dedicado al cine argentino.
Teatro de guerra es el primer paso de Lola Arias como cineasta, cuya experiencia previa proviene sobre todo de los territorios del teatro y las artes visuales. En ella aborda la Guerra de Malvinas de manera muy directa, pero a través de ciertos recursos dramáticos que le permiten realizar un camino elíptico para llegar al núcleo de la historia. La película, que tuvo su estreno mundial durante la última edición de la Berlinale, trabaja con un grupo de veteranos que combatieron en las islas a uno y otro lado del conflicto. Sin embargo, aunque el punto de partida son los relatos de las experiencias de los protagonistas durante la guerra, no es posible decir que se trata de un documental, pero tampoco de una ficción. Arias aprovecha recursos que toma de ambos mundos (el documental y la ficción) y los hace coexistir del mismo modo en que ingleses y argentinos comparten el espacio escénico. Lo comparten y lo habitan hasta convertirse en una comunidad cuyos lazos se fortalecen a partir de un dolor en común que consigue atravesar los abismos del idioma, de la nacionalidad y de la Historia. El resultado son una serie de viñetas más parecidas a ejercicios de psicodrama que al teatro, en las que los protagonistas representan sus propios miedos y vivencias, algunas de las cuales se repiten con recurrencia traumática. Sin subrayados patrióticos (ni patrioteros) pero profundamente política, Teatro de guerra es un saludable ejercicio de memoria y reparación que aprovecha la potencia del cine para expandir su impulso fuera de la pantalla.
Exprogramador del festival, Leandro Listorti presenta por primera vez una de sus películas dentro de la programación de Bafici. Se trata de su segundo trabajo, La película infinita, complejo mecanismo cinematográfico que parece creado siguiendo el Método Frankenstein. Es decir, el re-ensamble de una serie de partes muertas para darles un cuerpo nuevo y una nueva vida en la pantalla. Se trata de un montaje realizado con material descartado de más de una docena de películas inconclusas, entre las que se encuentran algunas curiosidades como unos pocos planos de la fallida versión de Zama que intentó filmar Nicolás Sarquís en 1984; El juicio de Dios (1979), de Hugo Fili, que igual que la anterior está basada en un texto de Antonio Di Benedetto; los dibujos animados de El eternauta (1968) realizados por Hugo Gil; una Emma Sunz interpretada por Rosario Blefari y dirigida por Paula Grandío y Cristina Fasulino en 1997; o El ocio (1999) de Mariano Llinás y Agustín Mendilaharzu. Como se ve, un conjunto estéticamente heterogéneo a las que Listorti ha tratado de ligar en un nuevo destino común. Por supuesto no se trata de pensar en el concepto de narración en el sentido más clásico, sino de un relato fragmentado en el que, como si se tratara de un Test de Rorschach en movimiento, cada espectador podrá encontrar su propia película. Tal vez en esa posibilidad de permanente relectura radique el carácter infinito al que se alude desde el título, aunque paradójicamente se trate de la película más corta de la competencia, con una duración de 53 minutos. Será que en el cine la infinitud abarca mucho más que el tiempo o el espacio que ocupan las películas.
Por su parte, Mochila de plomo toma prestados los recursos del coming of age, género que agrupa a las película de chicos haciéndose grandes, a los que su director, el cordobés Darío Mas–cambroni, pone en contacto con la tragedia e incluso con el western. También estrenada en la última edición del Festival de Cine de Berlín, la película comienza como otras, deudoras del imaginario del pop de los años ‘80, con una pandilla de amigos que van en busca de aventuras dando vueltas en bicicleta por el barrio. Pero el relato no tardará en cerrarse sobre la figura de Tomás, un chico de 12 años que pasa solo la mayor parte del día y para quien la instancia del crecimiento se ha vuelto literalmente una carga. Un peso emocional que la película materializa en una pistola 9mm que el chico cargará en su mochila durante toda la película. Mascambroni consigue que Mochila de plomo abarque mucho contando lo que es estrictamente utilitario a la historia de Tomás, cuyo padre fue asesinado por alguien a quien ahora él está decidido a enfrentar. La película puede ser vista como un fresco social que aprovecha ciertos recursos de los géneros cinematográficos para dar cuenta de la vida en los barrios bajos, sin necesidad de acumular miseria y sin pecar de reduccionista, pero trazando un retrato verosímil de una infancia vulnerable. De alguna manera, se trata de una nueva crónica de un niño solo, uno que decide tomar en sus manos las responsabilidades que los adultos que lo rodean no son capaces de asumir.