La semana pasada, en cines de Buenos Aires y el GBA se proyectó por una vez, en una única función, un sólo día y al mismo tiempo en todo el mundo, el show de Nick Cave & The Bad Seeds grabado en Copenhague en octubre del año pasado: en su formato película, el concierto se llama Distant Sky. Otros artistas lanzaron antes eventos parecidos pero con Nick Cave un vivo artificial como este tiene un interés diferente. Arisco, intenso y distante al mismo tiempo, Cave parece el tipo de artista que prefiere la ceremonia secreta del vivo, desacralizada por las pantallas y la corrección de un cine. Pero Nick Cave cambió desde 2016: ese año lanzó el extraordinario Skeleton Tree grabado meses después de la muerte de su hijo adolescente Arthur; a continuación lanzó la película que documenta la grabación y en consecuencia el duelo, One More Time With Feeling. Y en seguida se lanzó a una gira hacia lo desconocido. No tenía idea de cómo iba a reaccionar frente a la gente así como estaba: triste, a veces irritable y desesperado, a veces en una especie de olvido o alivio temporal y de repente el recuerdo, la culpa, la necesidad de compartir más tiempo con su mujer y sus otros hijos, en fin: vulnerable. En casi cuarenta años de carrera, ninguna de sus encarnaciones artísticas contempló la vulnerabilidad.
Cuando la gira empezó tuvo una cobertura inédita, masiva: la desgracia atrae. Este hombre que recorría los escenarios con su pelo negro, como un predicador loco y sensual, peligroso ¿iba a derrumbarse? ¿iba a abandonar los trajes y dejar que se vieran las canas de sus 60 años? ¿Iba a encerrarse, dar la espalda al público, suspender la gira?
Distant Sky es la respuesta. La gira 2017-2018 de Nick Cave –que en octubre lo trae en carne y hueso a Buenos Aires– es jubilosa, hipnótica, celebratoria. Los que esperaban un ambiente funerario se encontraron con el show más eufórico que Nick Cave jamás haya dado. Nick Cave sube gente al escenario a mucha gente, una invasión de fans, y canta con ellos y entre ellos. Durante “Higgs Bossom Blues”, esa tremenda canción del disco Push The Sky Away cuando susurra “can you hear my hearbeat?” (“¿podés escuchar mi corazón?”) deja que le apoyen las manos sobre el pecho, bajo la camisa, durante varios minutos de intimidad que resultan hasta difíciles de ver. Sonríe más que nunca. Deja que la gente cante “Into My Arms”. Les dice que son hermosos. Los hace aplaudir durante “The Weeping Song”, una canción del disco The Good Son que es el diálogo entre un padre y un hijo y que, una vez más, cuesta ver y escuchar por el enorme contraste entre las palmas, la melancolía de la música y esa letra donde el hijo le pregunta al padre por qué llora. Todo es de una emotividad vertiginosa. Las canciones de los 80, como “From Her To Eternity” (la de Las alas del deseo de Wim Wenders, que le presentó a Cave a una generación) o “Tupelo”, la bestial oda a Elvis Presley, suenan renovadas y filosas gracias a Warren Ellis, su ladero de los últimos diez años, un música impredecible, un tipo estrafalario y delicioso.
El show, de todos modos, es inexorable en su tristeza subterránea: cuando canta “Distant Sky” con la soprano Else Torp, Nick Cave llora, poco, pudoroso, y después sale del momento de fragilidad con “Skeleton Tree”, una canción que no renuncia al detalle tétrico (“pongo una vela en la ventana, quizá la puedas ver”), pero donde pasa a la elegía, a un lamento por los muertos que ya incluye lo colectivo y, si no una aceptación, al menos una belleza calma. La tristeza suele ser desvalorizada, desde la teoría de las pasiones tristes de Spinoza hasta los afectos tristes de Deleuze o la máxima jauretchiana de que nos quieren tristes porque nos quieren vencidos. Cierto, estos autores están pensando la tristeza desde lo político, pero también desde el impulso creativo. Y esta triste fiesta de Nick Cave los desmiente. Él mismo escribió en una canción: “De la tristeza, se han creado mundos enteros”. La energía de este show es magnífica: él no está rendido. Su vitalidad, a través del dolor, se puede palpar.
Ver esta intensidad en una pantalla es extraño y extrañamente ideal. Pocos se atrevían a bailar y a aplaudir en el cine porque, claro, era en vivo pero no lo era. Ver disfrutar a ese público europeo meses atrás recordaba un poco la experiencia millenial de mirar a gamers en YouTube: mirar a otros jugar videojuegos (adultos del mundo, nos cuento: millones de jóvenes hacen esto). Cave tocará en octubre en el estadio Malvinas Argentinas y los que quieran cumplir el sueño de tocarlo lo tocarán, si están cerca, pero no lo verán tan bien como en el cine. Ni lo escucharán tan bien. Ni podrán ver los exquisitos detalles de la banda ni lo minucioso de su teatralidad rabiosa y elegante.
El vivo tiene un valor ritual: de lo contrario, nadie peregrinaría para ir a ver al Indio Solari. La semana pasada, también, el público tucumano esperó a Viejas Locas, comandados por Pity Alvarez, desde las 9 de la noche hasta las 5 de la mañana. Nunca tocaron. Las instalaciones terminaron incendiadas. Esa noche de vana espera revela que la experiencia de pantallas puede evitar, al menos, la frustración. El vivo pierde su importancia. Los podcast permiten escuchar el programa de radio favorito cuando y como uno quiera. La radio musical tiene menos sentido si hay Spotify. Las series se pueden ver en un atracón de diez horas. El público, ya desacostumbrado a la espera, no soportó ver la serie Sandro de América una vez por semana: Telefé decidió ponerla al aire todos los días y en la web. Claro: se pierde una dimensión ritual, catedralicia, cuando se pierde la ceremonia de la oscuridad y la espera. Si, no es lo mismo ver a Nick Cave en pantalla grande que tener cerca la vibración de los cuerpos y de la banda. Pero son dos experiencias complementarias que, si uno se relaja respecto del malestar en la era digital, conviven con verdadera profundidad. Es mejor admitir la condición anfibia, esta vida analógica y digital que no tiene nada de irreal ni de mentirosa, aunque a veces se parezca, justamente, a un cielo distante. u