Nahuel Cano dice que el ensayo es su forma de vida. Sea como actor o como director, siempre hay algún nuevo material en danza, alguna escena que despunta como una flor, para convertirse en obra. Una potencia de la actuación que pide pista y el oficio de Cano, su vocación, es dársela. Hace poco su voz y su rostro habían copado las pantallas, con un papel de cierta relevancia en Zama, de Lucrecia Martel. Allí era el escriba Manuel Fernández, un funcionario menor que se revela levemente, porque quiere ser escritor. Muchos lo descubrieron ahí y otros lo conocían de antes, porque desde que llegó a Buenos Aires de su Neuquén natal a los 17 años nunca dejó de trajinar el off. Actualmente se puede ver, después de unas pocas funciones para el FIBA, Una tierra salvaje, un experimento sonoro teatral que comanda junto con los actores que lo acompañan desde hace años. Y allí la que pasa a escena de un modo extraño, eléctrico y alucinado es la poeta brasilera Ana Cristina Cesar. Una pieza de hondo misterio, que nos deja con más preguntas que certezas.  

Cano cuenta que empezó a hacer teatro cuando todavía no había cumplido los diez años. Y cuando se dice hacer teatro es literal: “Habíamos construido todo nosotros, desde la escenografía hasta los diálogos. Esa obra la hicimos en varias escuelas, una locura pienso ahora, ¡hacíamos funciones a los nueve años! Una de esas veces un compañero se olvidó la letra y tengo el recuerdo muy patente, muy vívido, de cómo en un momento decidí improvisar para salvar el bache. Fue una situación de mucha intensidad ficcional, de mucha conciencia. Creo que fue la primera vez que sentí el ‘poder’ de la actuación.” 

Ese poder de inteligencia actoral infantil, continuó en funcionamiento en la adolescencia, hasta que terminado el colegio viajó a Buenos Aires, decidido a estudiar actuación. Allí fue que se metió en el hervidero que era el estudio de Ricardo Bartis en aquel entonces. No solo era actuar en las clases, sino pensar escenas fuera de ese horario, solos, grupales, dirigir a compañeros y ser dirigido por otros: “Entrar al Sportivo fue una experiencia que me cambió para siempre. En ese momento era un espacio de una vitalidad y una energía teatral que yo nunca había visto. La intensidad reflexiva, combinada con desparpajo, belleza y violencia que circulaba me impactaron profundamente. Además tuve grandes compañeros, en ese momento entrenaban los Grupo Krapp con Luis Biasotto, Luciana Acuña, también Alberto Ajaka... muchos otros.”

Por todo esto es que a la hora de hablar de sus maestros, Cano no duda en mencionar a Bartis y a Alejandro Catalán que fueron quienes lo formaron, a la vez que a la serie de directores y actores con los que empezó a trabajar después. “Es en la interacción, en la discusión, en las disputas del campo de ensayo donde se da la posibilidad de pensar algo. Juan Pablo Gómez, Pablo Seijo, Patricio Aramburu o Alejandro Tantanian, por ejemplo, no fueron maestros en un sentido estricto, pero con ellos aprendí cosas fundamentales, al fragor de las discusiones muchas veces, pero en procesos de mucho crecimiento.” 

Algunas de las obras por las que Cano pasó fueron Darwin (2004), que dirigió; Solos (2005), el mítico varieté dirigido por Alejandro Catalán; Un hueco (2009), dirigida por Juan Pablo Gómez; y luego la saga escrita y dirigida junto a Esteban Bieda de Todos mis miedos y La vida breve. Con esas obras comenzó a trabajar con un elenco que, con algunos cambios, continuó hasta hoy: Anabella Bacigalupo, María Abadi, Diego Echegoyen. En esas dos obras, así como en la última Una tierra salvaje, es donde más fuerte empezó a verse la identidad de Cano como director. Puestas de gran desparpajo, impronta contemporánea, caos y un acento muy fuerte puesto en la actuación. 

Todos mis miedos escenificaba la crisis de un escritor bloqueado, recién divorciado y enamorado de una alumna joven. Lo real, la ficción y la escena se desdoblaban en la cabeza del escritor y también en la escena, cuestionando constantemente la narración. Ese coctel se acentuaba en La vida breve, donde lo que se ponía en escena era una reescritura contemporánea y mutante sobre el universo de “los rusos”: Lev Tolstoi y Anton Chéjov. Nuevamente aparecía la cuestión de la ficción y sus limitaciones para dar cuenta del drama privado del amor y la muerte, al mismo tiempo que la sensación de que es lo único que puede salvarnos.

Y así llegamos a Una tierra salvaje, donde las cuestiones temáticas y argumentales están completamente diluidas. No hay personajes, ni relato, no hay situación. Apenas unos poemas y cartas de Ana Cristina Cesar que van recitando los actores, en medio de un espacio escénico que permanentemente muta y no representa ningún lugar real. Lo que tenemos delante es más bien una sala de ensayo de una banda de rock: hay cables, micrófonos, pedales, luces, bloques de tergopol. Es que en esta oportunidad Cano trabajó con Ezequiel Menalled, compositor de música contemporánea, en una búsqueda que desde su inicio fue de experimentación: “El punto de partida fue obligarnos a producir ficción en territorios más incómodos. De ahí la intención de buscar una sociedad más extrema, de mestizarnos con un campo que a priori parece muy alejado del teatro como lo es la música experimental. Teníamos una voluntad de generar una obra híbrida, que nos planteara otro tipo de viaje el inventarla, y también en la situación de expectación, que invitara a otra situación de ver y escuchar la obra, a otra manera de articular los elementos.” 

Lo interesante del caso, es que este trabajo sobre el sonido de la obra –un elemento que el teatro porteño no indaga demasiado– se complementó con algunos textos de la poeta Ana Cristina Cesar. El escenario no está al servicio del imaginario de la poeta, ni de su biografía, sino que este elemento aparece después. ¿Cómo suenan entonces unos poemas pensados como el puro sonido, la música de las palabras? Mientras los bloques de  tergopol se arañan, los micrófonos se agitan, todo se vuelve al borde de la inteligibilidad. Una tierra salvaje es una obra extrema en términos artísticos, pone al espectador en un lugar hostil, donde debe utilizar sentidos que habitualmente no necesita, donde la pretensión de comprender será desafiada en todo momento. 

Como los paisajes patagónicos ventosos y secos de donde Nahuel Cano proviene, esta pieza nos deja a la intemperie, frente a una belleza inhóspita.

Una tierra salvaje va los sábados a las 23 en el Abasto Social Club, Yatay 666.