“La primera vez que pensé en la historia de ese verano de 1993 pensé escribirla en formato de cortometraje, para que fuera mi obra de graduación. Luego, me di cuenta que necesitaba más tiempo para contar mi propia historia”. Así define Carla Simón a su ópera prima, como una película íntima y personal, como una historia guardada en la memoria de una nena de seis años, recién llegada al pueblo catalán luego de la muerte de sus padres. Definida por una puesta en escena naturalista de planos secuencia cercanos y prolongados, Verano 1993 se construye alrededor del punto de vista de Frida, cercana a su mirada y adherida a su estatura, en ese descubrimiento de un nuevo mundo y una nueva familia. Carla Simón convierte a la memoria en un ejercicio presente, en una ficción de notable riqueza y madurez, en un recorrido lleno de vitalidad y humor sobre la orfandad y la ausencia, sobre el crecimiento y la familia.
“Empecé a escribir el guion durante el verano de 2014, cuando todavía estaba en Londres en la escuela de cine donde me gradué. Estando lejos de casa y de la familia comprendí lo importante que era aquello que había vivido y esos recuerdos lentamente comenzaron a cobrar forma sobre el papel”. Premiada en festivales como Málaga y Berlín y elegida por España para representarla en los últimos Oscar (finalmente no elegida entre las nominadas), Verano 1993 es más que el debut de una directora de solo 31 años: es la obra de una lúcida observadora, un retrato de infancia en primera persona que concibe la aventura del rodaje como extensión de aquella experiencia llena de libertad y zozobra. “El rodaje fue placentero y a la vez complicado, porque el uso de los planos secuencia permitía que las niñas desarrollaran la acción en frente de la cámara, y así lograba asistir a hallazgos y situaciones imprevistas. Pero, al mismo tiempo, esa cámara testigo exigía un control permanente, para que no se filtraran miradas a cámara, para que un error no hiciera que tuviéramos que comenzar de cero”.
La historia de Carla fue la base de la de Frida, luego alimentada por los juegos y las imaginaciones de la ficción. Frida, interpretada por la extraordinaria Laia Artigas, vive sus últimos días en Barcelona luego de la muerte de sus padres por la epidemia de SIDA que dejó en el mundo una marca indeleble en los 80. “Yo no supe que mis padres habían muerto de SIDA hasta que tuve 12 años, así que mi infancia no fue sobre el SIDA. Pero me parecía que era importante contarlo porque en España murió mucha gente. Así que decidí que fuera parte de ese universo de los adultos que se filtraba de manera fragmentaria en la vida de Frida, en conversaciones espiadas, en secretos no dichos”. Carla define con sutileza la presencia de lo no dicho, la culpa por lo ocurrido, la vergüenza silenciosa, las tensiones entre quienes se han ido y quienes permanecen. Así el retrato de la ciudad en fuera de campo se hace esencial: en Barcelona queda lo que no se ve, los últimos rastros de la vida anterior, los inciertos recuerdos, los abuelos, los amigos, ese pasado que Carla atesora en algunas fotos familiares que fueron inspiración para la película. “Era importante para mí reconectarme con la niña que había sido y entender su viaje emocional desde la pérdida hasta el encuentro de la nueva familia”.
La nueva familia de Frida eran sus tíos que vivían en el campo, exponentes de esa juventud atea y cuestionadora que pobló España luego de la muerte de Franco. La decisión de su madre, antes de morir, fue dejar a Frida en ese ambiente de libertad y misterio que habitaba en La Garrotxa, lejos de la urbe en la que se había criado y de los mandatos conservadores y religiosos de sus abuelos. La naturaleza y la religión se convierten en territorios ambiguos a lo largo de la película. “Me parecía importante mostrar cómo esa enseñanza religiosa que venía desde los abuelos, Frida se la apropiaba a su manera, cambiando la letra del Padrenuestro y haciendo ofrendas personales a la Virgen”. La naturaleza, por su parte, se delinea como un lugar de descubrimiento y temor, en el que la libertad se mezcla con el vacío que ha dejado la pérdida. “Justamente decidimos filmar la historia a la altura de la niña para concentrarnos en su mundo, y dejar el universo de los adultos como algo presente en segundo plano. Y una de las cosas que más me acuerdo de cuando era pequeña fue que pasé de vivir en una ciudad como Barcelona a tener que adaptarme a un entorno natural, que es muy poético y muy bonito, pero que cuando no lo conoces resulta un poco hostil”.
Hay dos vínculos que definen la nueva vida de Frida. El primero es el que establece con su tía Marga (Bruna Cusí), personaje de un equilibrio admirable, capaz de concentrar la calidez y la tensión necesaria para escapar a cualquier estereotipo o mirada concesiva. La convivencia entre Frida y su nueva hermanita Anna (Paula Robles), donde ese naciente compañerismo se mezcla con los celos y la competencia, es siempre guiada por la presencia de Marga, su paciencia y su inagotable comprensión. “Cuando conocí a Bruna [Cusí] sentí que me transmitía cosas que me recordaban a mi madre. Cuando digo mi madre me refiero a mi tía. Y, de hecho, Bruna y David [Verdaguer, el actor que interpreta a su tío Esteve] conocieron a mi familia, pasaron tiempo con ellos y les hicieron muchas preguntas para entender sus emociones y reacciones antes ciertas situaciones”. Ese juego de ensayos y recuerdos, esa mezcla de realidades pasadas y recreaciones presentes, atraviesa la película, amalgama ese tono que oscila entre angustias y diversiones. Por ello el segundo vínculo, el que se construye con los abuelos, es el que hace presente la ausencia, el que delinea el mundo adulto adherido a ese pasado perdido. Los rezos de la abuela y las ofrendas a la virgen recrean así ese lazo que Frida sostiene con una instancia anterior, de la que quedan sus huecos y su austero legado.
“Filmar en la región en donde yo crecí para mí fue muy importante. Participaron varias personas del lugar y era clave capturar el espíritu de esa región de Cataluña. Por ello decidí filmar la película en catalán. Allí nadie habla en español, forzar ese cambio de idioma hubiera sido incómodo y artificial. Además los personajes tienen ese sentir muy catalán, esos silencios y esas emociones contenidas que yo había conocido en mi infancia”. Verano de 1993 es un viaje por la memoria, es un recorrido por momentos, casi como estaciones, de una infancia que todavía permanece viva. Esos momentos que captura Carla con su cámara son los que definen la esencia de su película, son momentos de tristezas y alegría, de sorpresas y angustias. Lograr su unidad, ese fluir que permite pasar de la risa a la emoción, de los recovecos de una naturaleza cavernosa a los cálidos interiores de un refugio familiar, es el mayor de los méritos de Carla Simón como cineasta.