La película comienza con el plano cerrado de un hombre frente a un fondo raso. Desde el fuera de campo, una mujer le hace preguntas sobre sus experiencias como médico, y otras menos objetivas, como si prefiere círculos, cuadrados o triángulos. Círculos, responde el hombre. Y que prefiere los colores claros a los oscuros y que alguna vez tuvo a un gato de mascota. 

“¡Oh, yo copié esta escena!”, pensé cuando vi la película por segunda vez, diez años más tarde. En la película de Apichatpong, las preguntas las hace una médica en una entrevista de trabajo en un hospital; en mi película El futuro perfecto, las hace una profesora de español a una alumna en un examen oral. La operación es la misma: una situación pragmática de entrevista deriva en algo que deja entrever la intimidad; la cámara expone un escenario a través de lo que oculta. La película muestra una institución corriéndola de lugar, la mira desde una perspectiva diferente. 

Si no la recordaba, ¿realmente copié esa idea? ¿Qué es más importante para la ficción, recordar u olvidar? ¿Adónde van las películas después de que las olvidamos?

Diez años atrás, en la Sala Lugones, tuve mi primer encuentro con el universo de Apichatpong. A mi lado estaba sentada mi hermana menor. Somos del norte de Alemania. Mi hermana estudiaba medicina allá e hizo una pasantía en un hospital en Buenos Aires. Yo estudiaba algo poco definido relacionado con el arte y estaba de visita en la ciudad porque ya la cargaba conmigo como un virus. De nuestra estadía no recuerdo mucho, un picnic en el techo de un edificio, la habitación de mi hermana en un depto compartido en Corrientes y Callao, un embrión de llama disecado de un mercado en Bolivia que me dio de regalo de bienvenida. Era para hacer alguna magia relacionada con la construcción de casas y familias, pero no lo tomamos muy en serio. Si bien mi hermana no estaba del todo convencida de su carrera, poco después comenzó una vida laboral seria y aparentemente previsible, mientras mis actividades se volvieron más erráticas y difíciles de describir, y me mudé acá.  

El cine de Apichatpong dibuja una Thailandia heterogénea, regiones fronterizas y bosques profundos donde aparecen refugiados y fantasmas. Pero Síndromes transcurre en el hospital, templo de las ciencias y del racionalismo. En otra parte de la película, dos monjes budistas se dejan revisar bajo consignas de la medicina occidental. El más viejo de los dos le cuenta a la médica sus pesadillas, en las que unas gallinas se quieren vengar por las maldades que les hizo de chico. La médica le sugiere comer menos pollo y bajar su colesterol. Luego, la misma médica persigue a un hombre que descubrió, a través de la ventana abierta, que le debe dinero. Ella le dice que jure frente a los monjes que se lo va a devolver. 

En un encuentro nocturno, un dentista le pregunta al monje joven si él es la reencarnación del hermano muerto del dentista. Se cree culpable de su muerte temprana. El monje le dice que no fue humano en su vida anterior, pero le confiesa que en realidad quería hacerse DJ y tener una tienda de cómics, solo que el llamado religioso borró sus planes. En la película se cruzan la ciencia y la fe, la claridad y el enigma, la religión y el pop. Pero sus cruces no generan contradicciones. Lo que podrían ser oposiciones, forman parte de un todo y se disuelven. 

Cuando mi hermana empezó a trabajar en el hospital quise filmarla. Su relación con los pasillos largos y los rincones oscuros, con los viejos locos, los niños moribundos y los inmigrantes clandestinos que no hablaban alemán me intrigaba; la jerarquía, los expedientes y los cuerpos abiertos, el día y la noche, el cansancio y la gracia. También, porque tuve miedo de que la institución la devorara, sobre todo cuando la veía sobrepasada y se quejaba de los pacientes como si fueran objetos problemáticos, inanimados. Pero con el tiempo ella desarrolló su propia narrativa. Ahora, cuando hablamos por teléfono, habla con asombro de su trabajo y a veces nos matamos de risa. Hace lo mismo que yo intento hacer todos los días, narrar para darle sentido al sinsentido que nos rodea.

Por momentos, la ficción se auto-revela. Así nos damos cuenta de que Síndromes está dividida en dos partes, y la segunda comienza como variación de la primera. La primera parte sucede en un hospital de campo, bañado en sol y rodeado de bananos. La segunda, bajo la luz artificial de un hospital moderno en un paisaje urbano. Los padres de Apichatpong eran médicos y se conocieron en un hospital. Dice que quería narrar la versión de la madre y la versión del padre. 

Una vez, mi hermana me mandó una fotografía de ella en una sala de operaciones en Nicaragua. En la foto se ve un ambiente lleno de cachivaches y en el centro, bajo la luz artificial de Síndromes, ella está sentada al lado de una cama. Sobre la cama, de una montaña cubierta por una sábana, sale una pierna. Donde debería estar la otra pierna, no hay nada. Mi hermana viste ropa de operación color menta y en su mano lleva una tijera con la que corta algo que la otra mano oculta. Sus guantes blancos están manchados de sangre. Está completamente sola y ensimismada con esa pierna. “Mi hermana menor abre nuestros cuerpos y ve cómo somos por dentro”, pensé. Nunca antes la vi tan concentrada y tan bella. En esa foto su trabajo no me parece para nada racional, sino lleno de misterio.

Al final de la película, la cámara recorre los pasillos del hospital como los órganos de un animal vivo; lentamente se acerca a la entrada negra de un tubo de salida que aspira niebla. La niebla se pierde en la oscuridad del tubo. Pero yo creo que nada se pierde, todo queda, una vez que estuvo acá. ¿Las películas olvidadas decantan en el mismo lugar que las prendas perdidas, las fórmulas matemáticas, los nombres y las personas que olvidamos? ¿Se convierten en parte del organismo, como un tornillo después de una operación? ¿En parte de una infección crónica, de un síndrome? ¿En parte de la familia?


Nele Wohlatz nació en en Hannover, Alemania, y se mudó en 2009 a Buenos Aires donde realizó los cortometrajes La mochila perfecta y Tres oraciones sobre la Argentina con la codirección de Ricardo Bär. Su primer largometraje dirigido en solitario, El futuro perfecto, fue exhibido en más de 60 festivales internacionales y ganó numerosos premios, como el de la mejor ópera prima en Locarno.