Hace un tiempo, Junot Díaz retornó a Amherst. Esperaba ver al chico que se le había acercado la vez anterior, cuando fue a presentar un libro a esa pequeña ciudad de Massachusetts, conocida porque ahí nació Emily Dickinson. El chico no le había preguntado al escritor de origen dominicano y Premio Pulitzer en 2008 cómo conseguir un buen agente o ganar un concurso: le pregunto si él, si Junot, había sido víctima de una violación. “Me tomaste por sorpresa. Me hubiese gustado decirte la verdad pero por entonces estaba demasiado asustado, demasiado aferrado a mi máscara. Firmé tu libro, seguí con la próxima persona de la fila. Pero nunca olvidé. Ni el intercambio ni tu decepción. Sí, me pasó. Sí, fui violado a los ocho años”, confiesa Díaz ahora. Y no lo hace en la intimidad de una charla de librería. Por el contrario, decidió contarlo a través de un texto tan honesto como espeluznante, publicado en el New Yorker, el semanario cultural más prestigioso y masivo de Estados Unidos.
“El silencio: legado de un trauma infantil” asume la forma de una carta para el chico de Amherst, replicada en medios de todo el mundo. Las reacciones, sin embargo, han sido escasas. El facebook de Díaz se pobló de mensajes de solidaridad de lectores y lectoras. Pero el impacto parece haber congelado las palabras. Él mismo admite que hace una década que no logra terminar un libro y que la verdadera razón son las secuelas constantes de ese trauma. No es frecuente que un escritor reconocido escriba en primera persona un testimonio tan conmovedor sobre este abuso de poder. Más aún, un varón que deja en claro su heterosexualidad (el universo LGTBI pensó en los abusos antes; quizás porque la conciencia sobre la lucha de derechos es la raíz del movimiento).Y como toda escritura de veras confesional, el espejo refleja la imagen de quien habla pero también, la de quienes callan.
La literatura de Junot se edifica sobre una narrativa personal plagada de huellas autobiográficas. Aunque esta vez redobla su propia apuesta. “Me encerré detrás de una máscara dura, de diamantina normalidad. La máscara era fuerte. Pero como cualquier freudiano te diría, no puede ser incendiada ni asesinada. Es un resurgir que no va a parar, el fantasma que siempre viene a buscarte”, escribe. Incluso da una clave para iniciar cierta reconstrucción: su primer libro, Los boys, rondaba alrededor de un chico oculto tras una máscara permanente porque cuando era un recién nacido, un cerdo entró en la casa y le arrancó la cara. La historia era contada por otro niño, abusado en un colectivo de ésos que recorren los campos dominicanos.
Los boys –cuyo título original es “Drown”; o sea, “ahogado”– incluye diez relatos que van de Dominicana a Nueva Jersey, donde Junot se mudó con su familia a los seis años. Se publicó en Estados Unidos en 1996. Por entonces, él aún no había cumplido los treinta. Pero ya se había graduado en Rutgers y acreditaba un flamante doctorado en Cornell. Sus relatos aparecían en publicaciones como The Paris Review y The Best American Short Stories. Tenían como rasgo común la memoria personal y la mixtura de la oralidad yanqui y dominicana derramada sobre cada página. Ese singular spanglish devenido literatura era la marca de los barrios latinos de Old Bridge, donde se crió junto a cuatro hermanos, una madre crítica del régimen de Rafael Trujillo y un padre intelectual defensor del dictador dominicano, que se fugó y dejó a la familia en una situación económica penosa. Díaz es hijo de esa diáspora.
Esta historia es contada en La maravillosa vida breve de Óscar Wao, la novela que le valió el Pulitzer a Junot. Óscar es el más encantador de los nerds: escribe en élfico, habla chakobsa y sabe más del universo Marvel que Stan Lee. Pero las chicas se alejan porque sólo ven un gordito con la remera de Star Wars. Sensible, reservado, Óscar es educado en una cultura machista que acepta la violación como sórdido rito de pasaje. Su hermana Lola dice: “Cuando me sucedió lo que me sucedió a los ocho años y por fin le conté a mi madre lo que él me había hecho, ella me dijo que me callara y dejara de llorar”. Su madre Belicia, a la vez, era una suerte de diosa negra con jeans baratos, abusada en unos cañaverales por la policía secreta de Trujillo.
Aquel chico que interpeló a Díaz ató cabos. También, otra lectora joven. “Ella habló de Beli y estalló en lágrimas. Quería contar algo más. Yo podría haber dicho ‘yo también, yo también fui violado’ pero no lo hice”, revela Díaz. Actualmente, el escritor está en contacto asiduo con jóvenes porque da clases en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y en Voices of our Nation, una escuela de escritura creativa que cofundó y de la que participan voces afroamericanas. Sin embargo, siente que nada de eso alcanza frente a lo que él no ha dicho. Sí, fue violado por un vecino. Sí, se sintió obligado a callar para que su masculinidad no quede en entredicho. Sí, sabe que no es el único. Por eso habla. Por eso y porque si no habla, ya no podrá escribir.
Las únicas citas literarias de su texto del New Yorker son de dos mujeres negras: Audre Lorde, quien le enseñó que el silencio no siempre es protector y Toni Morrison, a quien le realizó una magnífica entrevista pública en 2013. “Aquello que muere y vuelve a la vida, hiere”, dijo la escritora ganadora del Nobel. Y no se refería a los zombis que adora Óscar. A través de ellas, Díaz recupera la voz de aquellas que se plantaron antes frente a la injusticia. No es casual. Las mujeres fuertes son esenciales en su universo narrativo. Además, la confesión de Díaz se produce cuando el movimiento feminista ha pateado el tablero a través de denuncias de acoso y abuso viralizadas a través del movimiento #MeToo. Muchos varones se burlaron y otros mostraron una solidaridad forzada. Pero algunos admitieron que ellas abrieron puertas y así comenzaron a denunciar la violación masculina infantil; por ejemplo, a través del hashtag #IWillSpeakUp. Niños y niñas corren peligro. Junot cuenta que está de gira presentando Islandborn, un libro para chicos. Esa cercanía con el mundo de la infancia fue el último detonante que necesitaba para contar lo que le pasó.
Es probable que Yúnior, el protagonista de Así es como la pierdes (el último libro de Díaz hasta ahora, publicado en 2007, que cuenta la historia de un hombre que no se resigna a amar “y anda saltando de chocho en chocho”) se hubiese encogido de hombros ante tanta movilización. Pero Yúnior también se dijo a sí mismo que “en tu corazón mentiroso sabes que un comienzo es todo lo que nos toca”. Ese comienzo consiste, entonces, en aceptar que el machismo no es buen compañero. Y que afecta a las mujeres pero también a los varones presos de la cultura patriarcal. Si el texto confesional de Díaz es tan incendiario, lo es porque también cuestiona ese núcleo. Díaz reconoce que huyó del amor, que renunció al sexo (¿cuándo un varón latinoamericano ha confesado algo así?), que hizo daño, y que su secreto no lo hace menos responsable. Y aún más: “Como los hermanos afro-latinos somos vistos socialmente como sexualmente osados y peligrosos, muy pocas personas notaron que lo que decía en mi ficción era que los hermanos afro-latinos están a menudo en peligro”.
Sobre la familia de Óscar Wao se cernía una maldición africana llamada “fukú”. Se conjura nombrándola, mientras se dice “zafa” y se cruzan los dedos. Junot decidió quitarse la máscara: “Decir estas palabras es darle una segunda chance a la luz”, finaliza. Zafa. Zafa. Zafa. Para él y para todas las víctimas.